El irlandés, una conversación
No, not that Por Ignacio Pablo Rico - Raúl Álvarez
Variación 1: Sobre la muerte. Por Raúl Álvarez
«La muerte es un asunto solitario», escribió Ray Bradbury. También lo es en el cine de Martin Scorsese, y con especial énfasis desde Infiltrados (The Departed, 2006), en la que el director introduce la muerte con la sincera naturalidad de quien sabe que hay menos días por delante que por detrás. La escena del asesinato de Billy (Leonardo DiCaprio), de un tiro en la cabeza a la salida de un ascensor, no es solo una de las imágenes más impactantes creadas por Scorsese. Constituye, además, una declaración de principios sobre su relación con la parca. Ahora estás vivo; un segundo después eres un cadáver. Da igual si lo mereces o no. «Eso es todo», dice Rothstein (Robert de Niro) al final de Casino (1995). La muerte llega sin avisar, como la brisa, y lleva a cabo su tarea con determinación. Es un crimen sin castigo moral.
En la filmografía de Scorsese, en la que la violencia es un componente habitual, esta relación se había circunscrito a la muerte por asesinato. Sus personajes, siempre al límite, viven y mueren en los mismos términos; rápido y sin lamentos. No puede ser de otra manera para un chico de la calle, de familia italoamericana, acostumbrado a celebrar la muerte con tanta normalidad como la vida en reuniones familiares donde el crucifijo y las Vírgenes, las fotos de los ausentes, la música de ópera, el olor a pasta y pan recién hecho y el ruido de las conversaciones cruzadas forma un imaginario único. Se aprecia bien en Italianamerican (1974), el documental que dedica a relatar la vida de sus padres y sus orígenes sicilianos. La muerte está ahí, no vale la pena esconderla ni esconderse de ella porque, al final, siempre nos encuentra. Esta idea impregna todo su cine de ficción desde Malas calles (Mean Streets, 1973) hasta El irlandés (The Irishman, 2019) con una sequedad desacostumbrada para el espectador medio. Un par de tiros a bocajarro y se acabó.
En esta última, sin embargo, por primera vez Scorsese reflexiona sobre la muerte natural, la que acontece al término de una vida larga y sembrada de sobresaltos. Frank Sheeran (Robert De Niro) es el último superviviente de un mundo de fantasmas. Enfrentado a su propio deceso, el personaje considera su existencia desde un presente decrépito y solitario, atormentado por la idea del más allá, la expiación de sus pecados, el rechazo de sus hijas –no solo Peggy (Anna Paquin)– y el valor de una vida dedicada a segar vidas. Desde estas coordenadas trascendentales, que son las del propio Scorsese y sus actores, el director articula un relato a la vez viejo y nuevo. Viejo, porque esas inquietudes, propias de un cristiano en constante conflicto entre su fe y su experiencia, como es Scorsese, se encuentra en todas sus películas. Y nuevo, porque lleva esa crisis a una dimensión existencialista que, sin renunciar del todo a Dios, deja la puerta entreabierta, literalmente, a una suerte de agnosticismo que marca el tono lacerante de la última media hora de película.
El celebrado plano final que muestra a Sheeran derrumbado en su silla de ruedas, solo en su habitación, en penumbra, con la puerta entreabierta, podría ser la imagen metáfora del puente que une, a su pesar, a Kierkegaard con Sartre. ¿Qué nos espera al otro lado, Dios o la Nada? Quizá, como pensaba Shestov, ni el Uno ni la Otra; solo una imagen de nosotros mismos frente al abismo. En ese momento crucial lo importante no es lo que pueda entrar a través de esa puerta entreabierta, sino lo que ya ha salido, lo que se recordará. De la vida de Sheeran solo ha salido muerte.
Variación 2: Sobre mujeres y hombres. Por Raúl Álvarez
Ciertas lecturas feministas de El irlandés han convertido en mantra la idea de que el cine de Scorsese concierne solo a hombres y, por tanto, interesa solo a hombres. Si así fuera, es una opción legítima por parte del cineasta. Lo que no debería confundirse es esa mirada con una postura machista hacia las mujeres, supuestamente traducida en personajes femeninos débiles, pueriles, simplones o, directamente, inexistentes. Las protagonistas de ¿Quién llama a mi puerta? (I Call First, 1967), El tren de Bertha (Boxcar Bertha, 1972) y Alicia ya no vive aquí (Alice Doesn´t Live Here Anymore, 1974), entre otras películas, son ejemplos sólidos de un autor que no mira por encima del hombro a las mujeres. Otro asunto es el rol que les otorga en su cine de gánsteres, que parece ser el nudo gordiano de esta cuestión.
La Peggy de El irlandés ha recibido muchas críticas por su mutismo en la trama, síntoma de una presunta negación de la voz femenina en una película en la que, en efecto, hay pocas mujeres y las que salen son meros testigos de la violencia masculina. ¿Significa eso que son floreros o moldes vaciados de contenido? ¿Que a Scorsese no le interesa su punto de vista más allá de ser las ‘chicas’ de los gánsteres, sus sufridas esposas o sus hijas? No lo creo. Lo que ocurre en sus películas de mafiosos, aunque es algo que también puede rastrearse en el resto de su filmografía, es que la mujer es otra víctima más de la violencia en una sociedad construida sobre la fraternidad masculina. Si se considera El irlandés como una depuración de los temas que recorren el cine de gánsteres de Scorsese desde Malas calles, se puede entender que Peggy, en sus silencios demoledores, es la culminación de esa idea terrible. Como Frank Sheeran lo es del asesino sin escrúpulos; Russell Bufalino (Joe Pesci), del capo calculador, y Jimmy Hoffa (Al Pacino), del hombre hecho a sí mismo.
Casi medio siglo después de Malas calles, lo que tiene que decir Scorsese de América y el capitalismo –sus dos grandes obsesiones– es absolutamente descorazonador. Es un mundo de hombres violentos que no dudan en asesinar a sus amigos, abandonar a sus esposas, despreciar a sus hijos, robar, extorsionar, mentir y prosperar a costa del prójimo. Todo ello según los códigos no escritos de un sistema fraternal y comunitario, exclusivamente masculino, que confunde a propósito la lealtad con la ética y los valores. Los mafiosos de Scorsese a menudo ríen, comen y beben juntos; se diría que son felices en su universo al margen de la ley. Pero ¿es esa una verdadera amistad? No cuando el miedo es el hilo que teje las relaciones en cada familia. La mafia, América, es un engranaje arrollador que se alimenta del miedo. Mientras haya alguien a quien temer, la familia está a salvo. No hay paz, no puede haberla para individuos así.
De modo que, sí, Peggy puede parecer una mujer pasiva, un adorno, pero esa actitud es la que le permite sobrevivir moralmente primero a una infancia y luego a una juventud siniestras. Si su padre le niega desde pequeña un lugar en su corazón y en la vida, ella le responde de la misma manera y en sus mismos términos. El rechazo de Peggy a Frank es un gesto cargado de un simbolismo muy poderoso, y contemporáneo, porque supone el triunfo de una sensibilidad negada y silenciada, la de las mujeres. Su respuesta a la violencia masculina es la soledad, física y espiritual. Frank Sheeran, como antes Travis Bickle en Taxi Driver, Jake LaMotta en Toro salvaje (Raging Bull, 1980) Howard Hughes en El aviador (The Aviator, 2004), Newland Archer en La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) y tantos otros, termina solo y sin redención posible a causa de un egoísmo y una cobardía consustanciales. Por ver lo que es y no lo que debería ser; por preferir a Nietzsche en lugar de a Sócrates.
Variación 3: Sobre la mafia como forma de vida. Por Ignacio Pablo Rico.
Los hombres despreocupadamente rudos de Uno de los nuestros y Casino han encontrado la manera de ganarse el pan —y los vicios, y los lujos— operando a la sombra del sistema —como Henry Hill (Ray Liotta)—, o aprovechándose de los mecanismos que brinda el mismo para pervertirlos —al modo de Rothstein—. Pero ya sea que actúen con la connivencia de quienes integran el statu quo o a espaldas de ellos, la lógica que rige las organizaciones criminales del cine de Martin Scorsese es la del capitalismo entendido como jungla de asfalto. En uno de los primeros episodios de Los Soprano (The Sopranos, David Chase, 1999-2007), escuchábamos una aseveración que bien podría aplicarse al universo de ficción de estos dos filmes: «La diferencia entre la mafia y la empresa americana es que los mafiosos llevan armas encima».
Sin embargo, Gangs of New York e Infiltrados ofrecen sendas actualizaciones de esta visión sociopolítica de la mafia que nos acercarán, cada una por su camino, a lo que propone El irlandés. En el primero de los casos, el gánster folclórico estudiado por Herbert Asbury en su Gangs de Nueva York (The Gangs of New York: An Informal History of the Underworld, Herbert Asbury, 1928) se introduce en la Historia a modo de fuerza articuladora —destructora y, en consecuencia, creadora, como nos sugiere el plano final del largometraje— de lo que fue y llegará a ser América. Por su parte, en Infiltrados, el juego de identidades, los intereses cruzados y los métodos expeditivos usados por unos y otros, establecen una línea borrosa entre lo que es y lo que no es un acto de delincuencia. La historicidad de Gangs of New York y la radiografía de una sociedad generadora, a ambos lados de la ley, de violencia, confluyen en El irlandés.
A un nivel elemental, si un atributo icónico podría definir a figuras como las de Nicky Santoro (Joe Pesci) en Casino o Bill el Carnicero (Daniel Day-Lewis) en Gangs of New York es su carisma, en el sentido griego del término: hay en ellos rastros —físicos, psicológicos— de excepcionalidad. Justo lo contrario a lo que sucede con Sheeran y Bufalino: en los primeros minutos de El irlandés, es fácil sentirse ante una átona road movie geriátrica protagonizada por dos ancianos cuyos gestos y actitudes no tienen nada de especiales en términos figurativos. Cuando Sheeran echa la mirada hacia atrás, desde la residencia de ancianos en la que pasa sus últimos días, descubriremos que en su juventud, él y sus colegas de sindicato eran tipos comunes, sin rasgos que los diferenciaran del resto de sus vecinos.
Esta normalización de la efigie del gángster responde a una intención muy clara: en El irlandés, América es en sí misma la mafia. Retomando lo que decíamos unas líneas atrás, las fronteras entre lo sistémico y lo criminal de Infiltrados desaparecen completamente en el filme que nos ocupa; y la Historia americana es, como en Gangs of New York, un relato de violencia amoral. Sheeran aprende a segar vidas en la guerra, lo cual le será útil a la hora de erigirse en agente sindical, siempre a la sombra de su amigo Jimmy Hoffa. Ni siquiera sería propio hablar sobre corrupción en El irlandés, pues no hay otro mundo —acaso solo el que refleja Peggy en sus miradas cargadas de reproche— que no sea el de la estafa, la falsificación de datos, el soborno o el asesinato a sangre fría. En las imágenes de El irlandés, John F. Kennedy y Russell Bufalino participan de un mismo plano de la (¿única?) realidad.
Variación 4: Sobre Dios. Por Ignacio Pablo Rico.
«Los pecados no se redimen en la Iglesia. Se redimen en las calles, se redimen en casa. Lo demás son chorradas y tú lo sabes». Así reflexiona el Charlie (Harvey Keitel) de Malas calles, un joven cuya religiosidad transita senderos tortuosos. Ya en esta obra temprana se evidencian los contornos que adquirirá la fe católica en la filmografía posterior de Martin Scorsese. Un catolicismo inscrito en el día a día, adaptado a la experiencia concreta del personaje, y alejado necesariamente y por completo de la ortopraxis romana. La redención del ser humano, su búsqueda de una inocencia que le permita recibir con el corazón abierto la teología del Misterio o las enseñanzas del Hijo, poseen una relevancia mayor que el rigor doctrinal. Los ejemplos son innumerables: en El tren de Bertha, el sindicalista Bill Shelley (David Carradine) adquiere, a partir de sus consignas revolucionarias, una dimensión crística —subrayada por su muerte—; la mirada alucinada sobre un relato biográfico casi naturalista hace del Jesús de Nazaret (Willem Dafoe) de La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988) un ser fuera de lo común que conecta con lo divino a través de la locura clínica.
En Silencio (Silence, 2016), la apostasía —efectuada mediante el acto simbólico de pisar el fumie— es lo que conduce, paradójicamente, al reencuentro del padre Rodrigues (Andrew Garfield) con su venerado Jesús. El paso de renacimiento que da el sacerdote no supone la negación en sí misma de la Iglesia, sino una crítica a esta como fundadora de un misticismo ideológico, que no político. Rodrigues transita, por tanto, desde la concepción ideológica de su cristianismo —la adaptación forzada de lo real a su credo particular— a una visión netamente política —la espiritualidad como herramienta para afrontar los retos del presente—. La tragedia que puntea la existencia de Sheeran es crecer en una América donde Dios es, en el mejor de los casos, una intuición. Una posibilidad a la que aferrarse cuando los tiempos han arrasado con todo lo que fue y conoció. Cuando la ausencia de una hija es lo único que le recuerda, en sus días postreros, que ha vivido.
Cuenta Frank Sheeran en sus memorias, recogidas en Jimmy Hoffa: Caso cerrado (I Heard You Paint Houses, Charles Brandt, 2004), una anécdota que El irlandés convertirá en alegoría —o parábola— escenificada: un soldado cava su propia tumba, como aferrándose a la vana esperanza de que algo, o alguien, lo salve en un último momento. Para Sheeran, Bufalino, Hoffa, vivir no es más que ganarle horas a la muerte; una falsa sensación de progreso que saben, en el fondo, engañosa, mientras conquistan nuevas parcelas de poder. Con el cuerpo molido por la vejez, Sheeran toma en sus manos el último resto de alma que le queda. Si Rodrigues descubría que Dios siempre había estado en él, aunque no de la forma en que había pensado, el decrépito irlandés, que se sabe irredimible, deja una rendija abierta a la esperanza de la salvación al margen de los muchos errores cometidos: comprende —y así lo hacía también el Kichijiro (Yôzuke Kubozuka) de Silencio— que él tal vez podría haber sido, en otro lugar, en otra época, un hombre mejor.