El irlandés
Canción de despedida Por Héctor Gómez
La primera vez que Scorsese besó la lona
Corría el año 1980. En United Artists, alguien descuelga el teléfono siguiendo órdenes de arriba y marca el número de Martin Scorsese. Cuando consigue contactar con él, le transmite el nerviosismo de los peces gordos del estudio porque está tardando demasiado tiempo en montar su película. Al otro lado de la línea, Marty se inventa alguna excusa con su verborrea habitual, con su hablar entrecortado herencia de sus antepasados sicilianos, pero también producto de los efectos de la cocaína. Son las diez de la mañana y ya ha consumido antes incluso del café matinal, como viene haciendo en los últimos años, aunque por fortuna cada vez de forma más esporádica. Pero esta vez necesita un estímulo extra para encarar la recta final del montaje de Toro salvaje (Raging Bull, 1980), de la que está convencido que será su última película. Por eso se lo toma con tanta calma, con la paciencia de quien quiere que su obra postrera lleve su sello más personal.
Nunca sabremos la cuota exacta de mérito que tuvieron Haig Manoogian y Robert De Niro para que Toro salvaje no significara el final de la carrera, o incluso de la vida, de Martin Scorsese. Al primero, su profesor de cine de la Universidad de New York, fallecido apenas semanas atrás, Scorsese le dedica el filme “con amor y determinación”, haciendo suyo el pasaje del Evangelio de San Juan que dice “Todo lo que sé es esto: antes estaba ciego, y ahora puedo ver”. Y al segundo, Scorsese le regala una de las actuaciones más extremas, exigentes y brillantes de una carrera plagada de actuaciones extremas, exigentes y brillantes. Pero fue De Niro el que llegaba al set de rodaje de New York, New York (Martin Scorsese, 1977) con la autobiografía de Jake LaMotta en el bolsillo de la chaqueta, y fue De Niro quien acorraló al pequeño Marty, cuando este apenas se podía tener en pie, para casi obligarle bajo juramento a que dirigiera su adaptación al cine. Scorsese aceptó, y se comprometió con la película como hizo De Niro con su entrenamiento para aprender a boxear como un profesional, primero, y para atiborrarse a hamburguesas y helado y añadir 30 kilos a su anatomía, después. El resultado de esta unión desesperada acabó escrito en la historia del cine con letras rojas, tan rojas como las que inundan el plano que inaugura Toro Salvaje, una escena onírica del boxeador a punto de empezar el combate, a cámara lenta mientras los flashes de los periodistas se disparan, y justo antes de que el propio LaMotta empiece a contar su historia en primera persona. Una historia de fracaso, ascenso, caída y una redención que apenas se intuye mientras, desfigurado por los kilos y los puñetazos en el rostro, traza unos directos al hígado ante el espejo de la sala de espectáculos. Una historia que discurre casi paralela a la de Martin Scorsese, que se esconde tras los rasgos de LaMotta/De Niro y se recuerda a sí mismo que quizá todavía le queden algunos golpes por lanzar.
De esta llamada de teléfono imaginada, o no tanto, hasta hoy, han pasado casi cuarenta años y una veintena de películas. Cuatro décadas en las que Martin Scorsese se ha convertido, tan pequeño y frágil como aparenta, en un titán. Scorsese es quizá el último reducto de una manera de hacer cine que lanzó por los aires la noción de clasicismo, pero que acabó convertido en clásico por sí mismo. Y es que eso son las películas de Scorsese, el patrón oro por el que debería medirse el cine del último tercio del siglo XX. Una película suya, casi cualquier película suya, es un acontecimiento que nos transporta a otro lugar, a otra época en la que siempre existe la sensación de que las cosas se hacían de forma diferente. No es casualidad que muchos de sus mejores filmes necesiten ser contados a lo largo de varias décadas, porque en su manera de narrar, en su manera de acompañar las historias con imágenes, está compendiado todo el pathos del comportamiento humano, ese que no cabe en una elipsis, el que solo se entiende cuando hemos crecido con los personajes, con sus avatares vitales, con sus pequeños triunfos o sus dolorosas derrotas. Con todo aquello, en definitiva, que los hace más humanos.
Adiós, muchachos
Quién sabe si El irlandés (The Irishman, 2019) será, esta vez sí, la última película de Martin Scorsese. Quizá no lo sea en sentido estricto, pero en muchos sentidos se puede entender como su testamento fílmico. A diferencia de su coyuntura vital en Toro salvaje, la del joven e impetuoso cineasta abrumado por el éxito de un clásico instantáneo como Taxi Driver (1976) y narcotizado por las drogas, la circunstancia en la que se fragua El irlandés es la de un Scorsese de setenta y cinco años, con mucha más vida a sus espaldas que frente a sus ojos, la de un director que siempre ha tenido la mirada puesta en la historia del cine, la misma a la que siempre le guardó un respeto insobornable. Con algunos momentos de El irlandés, con la interacción entre sus protagonistas y la cámara, uno tiene la tentación de rememorar El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), otra obra maestra crepuscular en la que John Ford también ponía en pantalla una forma de entender la vida y el cine condenada a terminar más pronto que tarde. Así, sobrevuela en El irlandés una sensación invisible de estar siendo testigos de una época que toca a su fin, de una generación dorada que dio aire a la forma de hacer películas a mediados de los sesenta y que ahora se marchita consumida por una posmodernidad tan incierta como manoseada y, por tanto, carente de un sentido real.
Con El irlandés, Scorsese desafía todas las leyes de la lógica, como la de estrenar en salas (de forma limitada, eso sí) una película de tres horas y media de gloriosa duración, apenas unos días antes de que pueda verse tranquilamente (y seguramente en cómodos plazos) en el sofá de casa gracias a Netflix. Sin embargo, no hay nada en su metraje que sobre, ningún elemento superfluo. Scorsese narra la película con el ritmo que la propia historia exige, el ritmo reposado y meditabundo de los que ya solo pueden vivir de los recuerdos. En tiempos en los que se exige ritmo, inmediatez y cuerpos fit, los septuagenarios de El irlandés son prácticamente elementos de subversión absoluta.
Obsesionado con la historia del país que acogió a sus ancestros, Scorsese siempre ha retratado la construcción de Estados Unidos como el resultado de la pulsión de violencia, sexo y muerte de los mejores relatos épicos. Gangs of New York (2002) se situaba literalmente en la época de los orígenes del país, y aunque Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), Casino (1995) y hasta El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013) no puedan considerarse películas históricas en sentido estricto, lo cierto es que todas ellas explicaban cómo Estados Unidos se configura a partir de las sutiles pero sólidas redes de quid pro quo en el marco de las dos caras (la legal y abierta pero también la ilegal y oculta) de un capitalismo salvaje, cimentado en el mito del self made man y la tierra de las oportunidades para el más listo de la clase. Pero lo que tienen además en común todas estas películas es su ritmo frenético, la celebración dionisíaca del exceso en forma de alcohol, drogas, sexo y disparos. Sin embargo, lo que encontramos en El irlandés es todo lo contrario. Aquí los protagonistas no beben y han dejado de fumar, hasta el punto de que hay que emborrachar una sandía para consumir alcohol en presencia de Jimmy Hoffa. Y en cuanto a los disparos, son tan pocos y contados que estremece cuando se producen, como si hubiéramos olvidado que estamos viendo una historia de venganzas y ajustes de cuentas. No en vano, Frank Sheeran (Robert De Niro) casi parece pedir perdón cada vez que aprieta el gatillo.
Todo queda atrás
El irlandés, desde su primera escena, es una mirada hacia atrás constante. A partir del relato de Frank Sheeran, la película se articula en un largo flashback que durará hasta que vuelva a imbricarse en el presente del relato, para desencadenar su desenlace y la coda final. En este viaje al pasado, la película se atreve con el CGI para rejuvenecer a sus tres protagonistas (la única proeza que De Niro no puede hacer para interpretar un papel, al fin y al cabo, es viajar atrás en el tiempo), pero la sensación uncanny dura poco. Lo justo para reconocer en los rostros artificialmente estirados de De Niro, Joe Pesci y Al Pacino no los rasgos de los actores que fueron, sino los de sus personajes cuando eran jóvenes. He aquí el milagro de Scorsese (apoyado en la técnica): hacer que nos olvidemos de Vito Corleone, Joey LaMotta o Tony Montana, y estemos viendo realmente a los jóvenes Frank Sheeran, Russell Buffalino y Jimmy Hoffa.
Es precisamente en el triángulo equilátero que forman estos tres personajes donde radica el equilibrio de la película, en esa precaria línea entre la lealtad, la traición y el deber, entendido este último desde la perspectiva de los códigos de la mafia, capaces de romantizar el ajuste de cuentas como una especie de destino tan trágico y doloroso como también inevitable. Pero más allá de los personajes y de su posición en el relato, la sensación que transmite El irlandés es la de la reunión postrera de tres actores, de tres colosos que se juntan por última vez para una doble despedida, la que se produce a un lado y otro de la pantalla. Y eso que seguramente no será la última película para De Niro y Pacino (más probablemente sea la última para Joe Pesci, al que Scorsese convenció para abandonar provisionalmente su jubilación y volver a ponerse delante de su cámara), pero sí que es de alguna manera una despedida de toda una generación, y tal vez un intento desesperado de que el nuevo público encuentre en ellos un asidero, un enlace con un pasado que parece condenado al olvido.
En el relato expiatorio de Frank Sheeran está también la última carta de Martin Scorsese, la que escribe con pulso tembloroso recordando aquello que fue y nunca volverá. Aquellos amigos traicionados, aquellas oportunidades perdidas. Sheeran nos advierte que, aunque en su día era la persona más poderosa del país solo por detrás del presidente, hoy nadie recuerda a Jimmy Hoffa (¿es este el destino que espera a Robert De Niro, Al Pacino o Martin Scorsese?). Ese miedo al olvido es también el que parece aterrorizar al propio director, consciente de que el tiempo que le queda es ya una cuenta atrás. Por eso El irlandés es un gran poema épico que hace rimar la escena inicial y la escena final, a través del serpenteo de la cámara de Scorsese por los pasillos de una residencia de ancianos, al principio para encontrarse con Frank Sheeran e iniciar el relato, y al final para enmarcar al propio Sheeran -después de confesarse ante un sacerdote y llevarse sus secretos a la tumba- dentro de los límites de una puerta entreabierta, desde la cual la cámara se aleja suavemente para que nuestra última visión sea la de un Sheeran (o un Scorsese, que para el caso es lo mismo) cuyo cuerpo aún respira y permanece, pero que, a todos los efectos, ha abandonado ya este mundo.