El justiciero

Las escrituras peligrosas Por Aarón Rodríguez

Hay una extraña torsión en las imágenes que ha planteado Eli Roth en su última película con respecto al grueso de su obra. En cierto sentido, Roth había sido fácilmente encuadrado dentro de la lógica “gamberra” –adjetivo que se repite inmisericordemente en los textos sobre el director, aunque nadie parezca querer detenerse en qué podría significar tal cosa exactamente-, es decir, dentro de la escena de un Tarantino o un Zombie. Sin embargo, basta con que nos tomemos la molestia de estudiar con cierta seriedad las imágenes de Roth para darnos cuenta de que lo suyo nada tiene que ver con la Serie B autoconsciente o con la continuidad con los lugares comunes de género. De hecho, y pese a que este argumento ya se escapa con mucho de la crítica propuesta, me atrevería a señalar que el momento concreto en el que Roth se hace plenamente consciente de la potencia de su escritura oscila entre 2005 y 2007, esto es, entre Hostel y Hostel II. Si bien la primera no dejaba de ser una cinta de género sólida y minuciosamente cuidada en su dirección artística, la segunda introduce extrañas desviaciones de altura –por ejemplo, la escena de la bañera con sus sinuosos juegos de verticales, o la exquisita secuencia de escenas que abre el tercer acto- que apuntan en otra dirección.

Desde 2007, Roth se ha convertido en algo que podríamos llamar, con todos los reparos que se quieran, un “artesano de la violencia”, esto es, un hombre que ha prescindido voluntariamente de la seriedad del artista para explorar, generalmente mediante la mostración explícita, el lugar no tanto de las consecuencias éticas del acto violento –algo que no le interesa en absoluto-, sino de la manera misma en la que dicha agresividad puede ser mostrada, poetizada o explicitada por la cámara. Y, al igual que un artesano silba distanciadamente mientras moldea sus creaciones, Roth ha adquirido ese tono irónico, más cercano al juego que a la tragedia, esa liviandad en sus historias que molestan tanto a los sacrosantos guardianes de la moral.

El justiciero

De ahí que El justiciero (Death Wish, 2018) sea una cinta condenada antes de su mismo estreno. La capa significante mayor se presenta como manifiestamente conservadora, voluntariamente provocativa, intolerablemente rancia. Hacer una apología de la autolegislación de armas de fuego en plena eclosión del March for our lives es el equivalente cinematográfico de cuando Russian Red se declaró de derechas en plena celebración del 15M: un vacile, un delirio, un acto surrealista, un suicidio en la plaza pública. Ahora bien, lo que Roth introduce en las capas visuales menos explícitas –lo que el espectador muy comprometido, ergo, muy indignado no está dispuesto a ver- funciona en una dirección que, sin limar asperezas, al menos introduce matices interesantes. Únicamente desde la carcajada más inconsciente –léase ese adjetivo como el lector o lectora quieran- se entiende, por ejemplo, que se lean los textos de Friedman a una enferma en coma.

Como señalaba, hay dos datos que diferencian esta cinta de toda la obra anterior de Roth. El primero es que casi toda la violencia explícita ocurre fuera de campo o mediante el uso de planos muy cortos en montaje. El clímax del asalto inicial, por ejemplo, se observa únicamente a través de las ventanas exteriores de la casa. El asesinato de uno de los villanos en el garaje sugiere únicamente la colección de vísceras y huesos rotos durante una milésima de segundo. Nada que ver con la concepción del cuerpo eviscerado como base narrativa que había fundamentado El infierno verde (The Green Inferno, 2013) o la saga Hostel. En segundo lugar, Roth ha reducido voluntariosamente las huellas de la enunciación, acercando su discurso a un cierto clasicismo formal que en casi todas las escenas funciona borrando su propia huella. Así, por ejemplo, las secuencias de escenas son extraordinariamente breves, y apenas se hace un uso del subrayado musical para generar continuidad narrativa.

Esta especie de “autoborrado” no deja de tener sus ventajas y sus sentidos. En cierto modo, Roth construye aquí un personaje al que parece tomar en serio, o en el límite, incluso respetar y admirar. Frente al manifiesto desprecio con el que ha tratado a turistas, ecologistas, o excursionistas, por primera vez Roth ofrece una suerte de creencia en la figura central de su película. De hecho, El justiciero es casi el reverso mismo del cachondeo padre de Toc Toc (Knock Knock, 2015). Donde allí una suerte de Home Invasion protagonizada por dos nínfulas salvajes abrasaba la figura del padre, aquí es una Home Invasion explícita la que, proyectada sobre dos mujeres, pone en marcha los mecanismos mismos de la Ley. Una ley que, por supuesto, no pasa por tribunales o comisarías, sino que se deposita únicamente en manos del propio sujeto que la ejerce. Decir esto en pleno triunfo del discurso-Trump (¿no es acaso un incompetente el que finge gobernarme mientras llena su propio bolsillo?) tiene, a la contra, un poderoso y sugestivo efecto emancipador. Hacia la derecha, claro, pero paradójicamente emancipador. De igual modo que Žižek decía lo de “Frente a la izquierda… ¡Más izquierda todavía!”, aquí Roth parece decir entre carcajadas “Frente a la derecha… ¡Más derecha todavía!”.

El justiciero 2018 Eli Roth

Del mismo modo, el “autoborrado” tiene mucho que ver con el propio estatuto de las imágenes. El protagonista de la cinta aprende todos sus saberes de tutoriales online. Su propio gesto criminal es reproducido una y otra vez como “video viral”. Roth parece saber que no puede competir con todo ese flujo de “otra violencia” que se va cuajando en el interior de la sociedad norteamericana. Borrado de cuerpos (tutoriales para limpiar un arma), borrado de datos (tutoriales para limpiar discos duros), borrado de huellas enunciativas. En algunos momentos –las fantásticas escenas a pantalla partida-, se sugiere ese poder de la opinión pública, el “termómetro” para medir las acciones del Grim Reaper, el justiciero que la torticera traducción castellana nos ha endilgado. Sin embargo, de nuevo el análisis político no nos lleva muy lejos: da igual lo que decidan decir periodistas, opinadores, propios y extraños. Al final, el crimen prospera, desvela y reordena el universo.

Ciertamente, esa suerte de confusión –formal e ideológica- que el espectador puede experimentar a la salida de la sala es, por supuesto, su mayor logro. El hecho de que Roth nos descoloque y se descoloque visualmente a sí mismo es un estupendo placer que no será tolerado por un grueso importante de los espectadores. Por supuesto, los rednecks correrán a serigrafiarse camisetas con la cara de Bruce Willis en el frame que clausura la cinta. Y también la alt-Right, aunque en el fondo quizá sospeche que las piezas del puzzle no encajan del todo. Ni falta que hace. Tampoco lo hacían en el final de El infierno verde o de Toc Toc. Lo importante es que alguien, después de todo, dude y haga dudar.

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