El ladrón de palabras
Un libro (película) sin importancia Por Fernando Solla
“El primer párrafo es el último, disfrazado”
Dos décadas le ha costado a Bradley Cooper que le tengamos en cuenta como cabeza de cartel. Casi veinte años desde aquella aparición en uno de los primeros capítulos de Sexo en Nueva York (Sex and the City, 1998-2004), pistoletazo de salida para una carrera forjada en la pequeña pantalla, especialmente en dos programas narrativos de ficción televisiva como Alias (2001-2006), Kitchen Confidential (2005), que a pesar de caer de la parrilla a los cuatro capítulos, consiguió cierta popularidad después de su distribución en formato doméstico o Nip/Tuck (2003-2010). Aportaciones más o menos secundarias a ese subgénero de comedia romántica (o no) americana que hace unos años nos hemos acostumbrado a consumir y que intenta ser transgresora (y pocas veces lo consigue) como, entre otras, De boda en boda (Wedding Crashers, David Dobkin, 2005), Novia por contrato (Failure to Launch, Tom Dey, 2006), convirtieron a Cooper en un rostro reconocible para el espectador medio, tirón que aprovecharon las productoras para su incursión en ese otro subgénero de películas episódicas o historias cruzadas, concretamente en New York I Love You (fragmento de Allen Hughes, 2009), e Historias de San Valentín (Valentine’s Day, Garry Marshall, 2010), película esta última en la que compartió fragmento con Julia Roberts y en la que derrochó carisma a raudales. No en vano, Bradley acababa de dar el salto al estrellato mundial gracias a Resacón en las Vegas (The Hangover, Todd Phillips, 2009), taquillazo que contó con secuela en 2011 y que alargará su resaca hasta convertirla en trilogía en 2013.
Aunque un servidor no se muestra demasiado entusiasta ante la mayoría de los títulos nombrados en el párrafo anterior, sí que lo hace ante la figura emergente de este actor que esperamos aporte grandes títulos e interpretaciones al panorama cinematográfico actual. Algo que Cooper debe buscar con urgencia ya que paralelamente a su figura de actor está desarrollando un papel (algo secundario de momento) como productor. Labor que apadrinó el mismísimo Robert De Niro, que accedió a compartir cartel en Sin límites (Limitless, Neil Burger, 2011), estimable mezcla de thriller, ciencia-ficción y suspense, donde el bueno de Bradley encarnó a Eddie Morra, un mediocre escritor que experimentando con una droga llamada NZT, conseguía incrementar la actividad cerebral, fomentando la sociabilidad y el desarrollo de los procesos neuronales. En una palabra, colocándose.
Algo colgado debió quedar Cooper con el fármaco, ya que con El ladrón de palabras, película que clausuró (fuera de concurso) la última edición de la Seminci de Valladolid, vuelve a encarnar al eterno aspirante a escritor de éxito. Tanto el actor/productor como los realizadores/guionistas/intérpretes muestran gran confianza en el material que se traen entre manos, por un lado, y en sus aptitudes multidisciplinares por el otro, y quizá ese sea el principal lastre de la película. Hay mucha técnica pero nada de alma. No se puede decir que sea una mala película: el argumento es más o menos interesante, los intérpretes son (algunos más que otros) buenos y en ningún momento ni aspecto el largometraje provoca irritación ni enfado en el espectador. Lo malo es que tampoco sentimos la más mínima empatía por nada (ni nadie) de lo que se narra. Asistimos, más bien impasibles, a un intento de explicar desde un punto de vista cinematográfico el proceso de creación de una novela y de las experiencias vitales que en ello influyen. Y por si esto no fuera suficiente, por partida triple.
Vayamos por partes. Clay Hammond (Dennis Quaid), escritor de éxito, celebra una lectura de fragmentos de su última obra, titulada The Words (aunque algo demasiado esteticista, sí que nos gusta la rotulación del título de la película sobre el lomo del libro de Quaid). El auditorio le sigue prácticamente sin pestañear. De entre todo el gentío, la cámara se centrará en Daniella (Olivia Wilde). Más adelante veremos que la chica destapará la caja de Pandora de las frustraciones y desdichas del laureado escritor (aunque será demasiado tarde, cuando la inverisimilitud más absoluta ya hace rato que planea sobre nuestras mentes y la sobreactuación de Quaid haya provocado nuestra más profunda animadversión contra su personaje, a la vez que lamentamos lo llano y desaprovechado del personaje de Wilde). Algo más interesante será la historia que cuenta la supuesta novela escrita por Hammond: Rory Jansen (buena interpretación de Cooper, aunque su personaje sea tópico hasta la hartura), un aspirante a escritor, mantenido por su padre (telúrico J. K. Simmons) hasta que consiga publicar su primera novela, mientras vive en un loft en Brooklyn que intentará reproducir el ideal bohemio adecuado para alcanzar la inspiración, apoyado en todo momento por su entregada esposa Dora (Zoe Saldana, en un papel casi tan llano como el de Olivia Wilde). Accidentalmente (no desvelaremos los detalles) un manuscrito llega a sus manos, conteniendo la historia que Rory siempre ha querido escribir, aquélla en la que se reconoce a través de cada una de las palabras que la componen. Poco tiempo después, el éxito llamará a las puertas del personaje de Cooper, a la vez que un hombre anciano (Jeremy Irons, que se limita a ejecutar un convencional papel secundario que nos transmite algo así cómo “soy mayor, tengo experiencia, mi presencia de prestigio a la película, adoradme todos…”), reclamará que esas palabras son suyas, su vida; que en una nueva e insípida capa representarán Ben Barnes (hombre joven) y Nora Arnezeder (Celia). Esta será la peor de las tres historias, con una dirección artística artificiosa y una escritura ya no tópica, si no torpe en la descripción del amor, de la guerra, etc.
Primer problema de El ladron de palabras: existe una obra ya referencial como Las horas (The Hours, Stephen Daldry, 2002) que, curiosamente, ya relacionó tres historias a través de una novela con unos resultados excelentes y, desde luego, muy superiores a los de la película que nos ocupa.
Hasta la agobiante banda sonora de Marcelo Zarvos nos recuerda a la envolvente e intensa partitura creada por Philip Glass hace ya una década. Segundo problema: el intento de contar una historia a través de otra historia que, a su vez, contiene otra juega en contra de las tres narraciones y ralentiza demasiado el ritmo general del conjunto, a la vez que encorseta el margen de acción para las interpretaciones. Es decir, escuchamos la voz de Quaid explicando lo que hace Cooper al mismo tiempo en que el segundo realiza la acción y así sucesivamente (y no es necesario, ya que la mayoría de los actores que forman el reparto son capaces por sí solitos de transmitirnos los estados de ánimo de sus personajes sin necesidad de intérprete o traductor). Llega un momento del metraje en que tanta reiteración acaba por ahogar la historia que, repetimos, parecía interesante en un principio. Tercer problema: no hay ninguna sorpresa destacable en todo lo que dura el metraje, y si la hay no es por algún detalle inesperado de la historia, si no por la inverosimilitud de los giros argumentales. Cuarto problema: el simulacro de hibridación genérica no funciona en ningún momento: los motivos del drama interno del protagonista que plagia la novela de otro y la presenta como propia no nos convencen, ni mucho menos nos conmueven. El sentimiento de culpa desencadenado por el descubrimiento del delito y las repercusiones morales que conlleva la acción son de juzgado de guardia. El misterio o suspense por lo que pasará con el escritor o qué hará el verdadero autor es inexistente, y el giro posterior a ese tipo de sentimiento paterno-filial totalmente inconsistente. Mejor no entramos en la parte romántica. Finalmente, la reconstrucción histórica es de cartón piedra, casi tanto como la escritura de los personajes que pululan por el argumento y la saturación de color que, suponemos, cumple a alguna finalidad estética casi nos hace apartar la mirada de la pantalla. Quinto problema…
Lamentamos que los resultados no sean otros más satisfactorios, algo que quizá podría haberse mejorado si el argumento hubiera transcurrido por otros caminos, como la aceptación de las propias limitaciones, la dificultad de desarrollar una estilo propio conociendo el mercado en el que nos movemos o si los realizadores hubieran explotado algo más esa manera de actuar que emprende el personaje de Cooper cuando llega a sus manos el manuscrito de marras, comportándose y entendiendo su vida real a través de la ficción, que no es más que la novelización de la realidad vivida por otro personaje. Tampoco habría venido mal algo más de sutilidad y misterio en la descripción de los personajes, creando alguna duda sobre si son reales o forman parte de la ficción imaginada por cualquiera de los protagonistas.
Para terminar, aprovecharemos el estreno de El ladrón de palabras para recordar otros títulos mucho más estimulantes que reflejaron con acierto el proceso de escritura de una novela, la crisis creativa de un autor, el uso de las palabras de un semejante para expresar nuestros propios sentimientos o la influencia de la vida real en la ficción publicada. Por ejemplo, Tierras de penumbra (Shadowlands, Richard Attenborough, 1993), Shakespeare in Love (John Madden, 1998), Truman Capote (Capote, Bennett Miller, 2005), Vida de este chico (This Boy’s Life, Michael Caton-Jones, 1993), etc. Hay muchas otras y genéricamente muy variadas. Títulos todos ellos que nos sirven para combatir las temperaturas invernales que se acercan.
Esperemos que la climatología no siga influyendo también en la calidad e intensidad de los próximos estrenos cinematográficos y podamos disfrutar de otras cintas igualmente voluntariosas pero, a todos los niveles, mucho más exitosas.
Guau que mala onda!