El lobo de Wall Street
Que yo recuerde, desde que tuve uso de razón, siempre quise ser... rico. Por Marco Antonio Núñez
Yo no creo riqueza. Yo la poseo.
1. El lobo de Wall Street: Lo que empieza como comedia…
Martin Scorsese venía sirviéndose del cine de gángsters para construir lúcidas y elaboradas alegorías sobre la intimidad entre el espumoso sueño americano y la empresa capitalista sobre la que encuentra su asiento, que se resolvían en fábulas morales acerca de la codicia y la quiebra de los viejos códigos que habían hecho posible el éxito perdurable de los clanes mafiosos.
En El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013) se aleja del mundo criminal para incardinar el mismo discurso, con idéntica formulación narrativa, en los nobles anhelos de todo hijo de vecino de clase media. Dicho de otro modo, extrapola unos planteamientos hasta ahora aplicado al retrato de sociópatas que viven al margen de la ley, al ciudadano de a pie, con formación académica, que paga sus impuestos y se mantiene dentro la legalidad. Más o menos.
Naturalmente, el cambio de referente requiere un viraje en el tono. Scorsese escora hacia las aguas menos turbulentas de la nueva comedia americana, como revela la acertada elección de Jonah Hill de co-protagonista, amén de incurrir en una multitud de situaciones reconocibles por la audiencia de este género.
Porque El lobo de Wall Street es una comedia hilarante donde el espíritu lúdico en el que Scorsese parece complacerse por momentos, se resuelve en una nada severa amonestación de vicios que condena a un sistema que los alienta. Y aunque si bien no absuelve plenamente al individuo de su responsabilidad, condesciende con su debilidad. Ofreciendo una sátira con espíritu carnavalesco, una celebración grotesca del simulacro, la caricatura de un desmedido afán hedonista que la audiencia comparte y suscribe.
De hecho, el filme flaquea allí donde Scorsese se pone grave y se empeña a contrapelo en regresar al drama conyugal y judicial. Recurso formulado con éxito en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), que luego ofreció grandes rendimientos en el paroxismo climático de Casino (1995). Porque allí se trataba de una crónica grandilocuente, excesiva y barroca, de ecos shakesperiano que citaba al Ángel Exterminador con Bach en The House of the Rising Sun.
Ahora, Belfort (Leonardo Di Caprio), regresará de los «infiernos» tras su cita con la «justicia», con la misma sabiduría que le llevó a amasar una fortuna en apenas cinco años. Y en una sociedad donde todos quieren enriquecerse (bueno, excepto los amish y los budistas quizás), el conocimiento de Belfort es un tesoro.
El aplauso unánime que ha recibido el filme, un tanto excesivo a nuestro juicio, se debe más que a sus virtudes cinematográficas (un trabajo resuelto con oficio pero propenso a la autocita innecesaria) o por el certero y oportuno retrato que elabora del capitalismo financiero (si bien, las operaciones financieras no constituyen el núcleo de la historia), al seductor potlach al que asistimos complacidos durante las primeras dos horas.
Scorsese hace su película más divertida, fresca y llena de ironía, contando plenamente con la complicidad de una audiencia que disfruta cada orgía casi tanto como sus participantes. O casi. Donde reímos a carcajadas con las intoxicaciones varias de los protagonistas y las delirantes situaciones a que dan lugar. El lobo de Wall Street , en definitiva, nos gusta tanto porque nos pone mucho. El film se convierte en sí mismo en una máquina de producir deseo. Por eso, cuando el deseo cesa y llega el castigo de los vicios, por más que se trate de una consecuencia lógica, no podemos dejar de sentir la presencia del púlpito entre bastidores. Y no estamos para sermones Marty.
Lo que empieza como farsa no debe acabar en drama.
2. El lobo de Wall Street: Testosterona, cocaína y fluidos corporales.
Sólo hay deseo y lo social. Nada más.
Mil Mesetas. Deleuze -Guattari
La historia de Belfort tiene todos los ingredientes para concitar la admiración o la envidia, inspirarnos, convertirse en un ejemplo de superación, perseverancia en la persecución del éxito.
Un joven de clase media que llega a millonario con el único auxilio de su talento de vendedor, la complicidad de la codicia de los compradores y el concurso inestimable del capitalismo financiero. Sin él, nada de eso hubiera sido posible. Gracias.
Belfort es eso que algunos hoy llaman con orgullo, un emprendedor. Aparte de hacerse rico, crea medio centenar de puestos de trabajo para leales y feroces lobos estratonitas con los que entabla una relación de auténtica fraternidad. De nuevo Scorsese vuelve a la estructura social de clanes desde la que ha contemplado siempre la constitución social de Estados Unidos.
Pero Belfort no crea nada, no construye nada. Es la evolución perversa de Howard Hughes como representante máximo del capitalismo empresarial productor de riqueza.
El broker es el mero intermediario de una transacción comercial que acaba convirtiéndose en el principal agente de la economía mundial. Y tiene un único propósito, formulado por el gran profeta del gremio, Gordon Gekko: poseer.
El valor se convierte en un concepto intransitivo que se desvincula definitivamente de la mercancía suprimiendo las relaciones cualitativas. Un simulacro cuyas fluctuaciones dependen, en buena medida o plenamente, de la intervención de estos agentes y su voracidad. Dadme una recesión y os haré ricos.
La economía capitalista es una extensión de la economía libidinal y responde a los mismos principios que el sistema primario. La libre circulación de los flujos.
Mark Hanna (Matthew McConaughey), primer jefe y maestro de Belfort, establece una continuidad entre fluidos corporales y monetarios. «Hay que marcar el ritmo desde abajo». En la máquina deseante que ha suprimido la oposición real entre el deseo y la necesidad, como expresión de una carencia, pero que consiste precisamente en crear necesidades artificiales, hay sobre todo, flujos, de esperma, de narcóticos, de capital.
Adicción al dinero. De ahí que Belfort, tras meterse un tiro, desenrolle el billete y afirme sonriente que ésa es su droga.
Por otro lado, en el frenesí sexual al que se entrega Belfort, el placer es una consecuencia vicaria de la necesidad de aminorar el apremio de la excitación, mitigar el goce. Nunca un fin en sí mismo. La eyaculación precoz durante el primer polvo con Naomi (Margot Robbie), resulta ilustrativo de la urgencia de esa satisfacción, a todas luces inoperante para producir placer en el otro.
El hombre no es más que fluidos y mucosas erógenas.
Paranoia y esquizofrenia son los dos polos de la máquina social, como sistema económico y político de producción. El paranoico tiende a Edipo, a la ley, al orden, al código, al significante. Se proyecta imponiendo el orden, arraigando la autoridad, tiranizando. Era el modo de ser de Henry Hill, Sam Rothstein y Nick Santoro. Su hybris era castigada dentro de un orden simbólico que la codificaba como falta o pecado.
Henry, antes de su captura, sentirá el «ojo de dios» siguiendo sus pasos en forma de helicóptero. La portentosa secuencia de créditos de Casino, diseñada por el gran Saul Bass, incurre en el motivo de la caída y las llamas.
En cambio, el esquizo constituye la línea de fuga de la máquina social. Busca la producción de la máquina deseante, de ahí que Belfort no reciba un correctivo semejante al de sus parientes mafiosos, la muerte o el ostracismo, y sea reinsertado en el orden social como un educador de futuros productores que perpetúen un orden erótico, traspasado de deseo. «Véndeme este bolígrafo.»
3. El lobo de Wall Street…y los vicios con castigo.
¿Hay condena de los actos de Belfort? Y si fuera así, ¿desde qué código moral podría llevarla a cabo Scorsese? Belfort nos cae bien porque, como dice el artículo de Forbes, donde se le bautiza con el apelativo de «lobo», roba a los ricos para quedárselo él. Ya se sabe, el que roba a un ladrón.
El agente Denham (Kyle Chandler), en cambio, nos resulta antipático porque aparece como el típico guardián de un sistema que, como bien dice Belfort, destroza económicamente a médicos, profesores, obreros. Aquellos que construyen algo, ofrecen servicios, curan y educan a la sociedad, padecen la pésima distribución de los recursos. El problema lo planteó Spinoza: ¿por qué combaten los seres humanos por mantenerse en la servidumbre como si fuera su salvación? La integridad de que hace gala el frustrado y revanchista agente de bolsa, consagra la desigualdad y le hace cómplice de la misma.
Belfort sucumbe, implosiona, por ser incapaz de controlar el deseo que produce, ligar a tiempo el libre flujo de energías, como el propio sistema escapa al control de sus agentes y acaba explotando sus burbujas. No obstante, los daños son mínimos y la confianza no tarda en regresar.
Antaño, en los tiempos en los que la sabiduría era sinónimo de formación personal que encontraba su asiento en los saberes humanísticos, era prestigiada como un arte del buen vivir en el que encontraba su asiento la moral comunitaria. Hoy sólo se siente estima por el conocimiento que se orienta a la aplicación práctica. Los emprendedores no requieren de sabios. Platón o Séneca no valen para hacer dinero. No sirven ni para ganarse modestamente la vida.
La conclusión de Scorsese es demoledora. No sólo no hay caída, ni redención posible o catarsis, Belfort renace como el portador de una nueva paideia que siguen acólitos entregados. Vender es su mantra. La riqueza, una promesa. «Solucionad vuestros problemas haciéndoos ricos».
El sistema necesita Belforts para producir deseo, como la economía a los emprendedores con cuyas historias desayunamos cada mañana.
Wall Street (1987, Oliver Stone), referente inexcusable del género y filme premonitorio, al ser estrenada el año del Lunes Negro, acababa siendo una fábula con la moraleja formulada de forma un tanto grosera. Dejábamos a Fox (Charlie Sheen) subiendo las escaleras del Tribunal de Justicia, aceptando de buen grado el castigo a su codicia en virtud de un código moral en el que Stone creía. Scorsese, más lúcido, sabe que la moral la codifican los ricos para que los pobres den por bueno el sistema. Honestidad, integridad, honor. Pregunten a banqueros, yernos y políticos qué les parecen a ellos estas hermosas palabras.
Fox y el Lobo se repiten el mismo adagio: No hay nobleza en la pobreza. La alternativa, sin embargo, tampoco parece noble.