El maestro del agua
"Desescribir" la historia Por Pablo Sánchez Blasco
La primera película de Russell Crowe como director 1 aparece marcada por una escisión simétrica en dos partes que, curiosamente, constituyen el reverso de aquel trayecto vital recorrido por los protagonistas de Gallipoli (1981) de Peter Weir. La cita de Crowe a este clásico del cine australiano no resulta caprichosa, ni accidental, ni surge únicamente de los hechos históricos que ambas obras comparten. Es el propio autor quien la señala, quien inaugura un diálogo con ella, desde las imágenes de su prólogo, el cual da comienzo justo donde aquella termina, recorriendo las trincheras de un batallón de infantería dispuesto a emprender el ataque. Crowe incluso evidencia su punto de partida en el momento en que un militar turco, el Mayor Hasan, libera de servicio a un niño para salvarle la vida, igual que ocurría con el personaje de Mel Gibson en el film de Weir.
El maestro del agua no disimula este comienzo dialéctico porque asume el propósito claro de ampliar sus fronteras, reconociendo las limitaciones del discurso occidental y extendiendo su punto de vista. Por un lado, la diferencia esencial reside en el cambio de trinchera, ya que el ejército dispuesto al ataque no es ahora el nuestro, el británico, sino el de ellos, el bando turco que había sido privado de voz. Por otro, su ataque frontal contra el enemigo se va a resolver con el descubrimiento de su ausencia: la batalla ha llegado a su fin, las tropas han huido de la península y la victoria da paso a la muerte que alfombra todo Gallipoli.
La primera parte de la película se enmarca, por lo tanto, en los dominios de lo histórico, allí donde el relato mítico desaparece ante la materialidad de los hechos reales, de la tierra convertida en un cementerio inabarcable. Esta visión desromantizada de la guerra presenta el nuevo paisaje solo en cuanto espacio del pasado, en cuanto espacio del recuerdo en lugar de horizonte de expectativas para aquella generación de jóvenes. El maestro del agua nace así como un relato post-mortem donde los padres heredan a sus hijos y el silencio generalizado reclama una precisión narrativa que remite a los paisajes del western y, concretamente, al cine de Clint Eastwood en su honesta mirada hacia la guerra en Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006).En esta primera parte, lo mejor de El maestro del agua reside en esa ecuanimidad moral y estética que persigue Crowe.
Su plano, por momentos, intenta convertirse en un reflejo preciso de la acción, o en todo caso de su ausencia. De hecho, quizás su mejor escena sea la presentación del personaje, el zahorí australiano Connor, abriendo un manantial de agua bajo el sol incandescente de la llanura australiana. La puesta en escena de Crowe se muestra muy segura en ese universo viril del trabajo y de la guerra; sabe mirar directamente a los ojos de sus personajes y escuchar las palabras exactas que los definan. Crowe ni siquiera cae en la tentación de adornar las batallas: sus flash-backs exhiben una crudeza y una honestidad dignas de aplauso, difuminando el color de los uniformes entre la confusión y la oscuridad del combate.
Los problemas de la película, en mi opinión, comienzan a partir de entonces. De la misma forma que en Gallipoli la muerte constituye el final de la aventura, en El maestro del agua la muerte y la destrucción son solo el principio de su discurso. El film de Crowe nunca se conforma con una concepción objetiva de la realidad y, desde el principio, intenta sobrepasarla por medio de la imaginación, de la fantasía o incluso del sueño premonitorio. Connor, su protagonista, trabaja como granjero pero también como zahorí. Vive en contacto directo con la tierra pero también es capaz de desvelar sus reservas de agua ocultas en las profundidades del subsuelo. Y este don es el que transforma irreversiblemente a El maestro del agua. Cuando Connor viaja hasta Gallipoli para repatriar a sus tres hijos muertos, esta fe entrará en conflicto con la burocracia y la hipocresía de las instituciones, pero también con la mirada íntegra y equilibrada que habían enarbolado los mandos superiores del ejército.
Concretamente, hay una escena clave donde el protagonista reconstruye el trayecto de sus hijos mediante sus dones de zahorí. La tierra se comunica con el protagonista y le restituye, generosa, un resquicio de sus pérdidas. De una muerte segura nace ahora una vida –la del tercer hijo, desaparecido– y con ella la película y el protagonista escapan al dictado de la Historia que había regido su diégesis. Desde ese momento, el film va a funcionar exactamente al revés de como lo había hecho. Crowe deshace el camino recorrido en la primera parte y, como él mismo ha dicho en una entrevista, opta por “extender su mitología”.
La Historia es sustituida de nuevo por el relato, por el surgimiento de un mito sustitutivo y epigonal al primero. Y esta nueva vida ha de hacerse camino contradiciendo sus comportamientos culturales, soltando sus ataduras históricas que habían detenido su marcha. Ahora Ayshe, la viuda turca que acoge a Connor en su hotel, rechaza un matrimonio concertado y sueña con un futuro en Occidente. El hombre de bien se vuelve un fugitivo y se alista con los nacionalistas turcos, que comenzaban por estos años su propia guerra de independencia. En el colmo de la contradicción, la película se desplaza desde un rechazo hacia todo conflicto bélico a la simpatía por una nueva guerra en ciernes –por muy justificada que fuera– en la que también desaparece la ecuanimidad entre sus bandos: los invasores europeos serán mostrados como ignorantes, corruptos y despiadados contra el inocente pueblo turco.
Definitivamente, el discurso narrativo se independiza de la fuerza gravitatoria que había emitido el discurso histórico. Aquello que Weir construía en Gallipoli con una atención extraordinaria, es invertido por Crowe para transformar un panorama después de la batalla en un relato de aventuras exóticas. Los jóvenes de Weir trataban de escapar al peso de una Historia que terminaría por arrollarles de manera irreversible. Por el contrario, en El maestro del agua, la vida y la emoción brotan de la muerte en un camino opuesto a toda lógica, en un mundo que fluye justo al revés, de derecha a izquierda, para que el padre herede las esperanzas de sus hijos y el presente, que había osado mirar sin miedo hacia el futuro, regrese hacia las estructuras añejas del pasado.
Por ejemplo, la relación romántica entre Ayshe y Connor define a la mujer por su belleza y por su juventud, mientras el hombre es caracterizado por su madurez, su seguridad –en gran medida, económica– y por el individualismo soberbio de Occidente, que permiten al australiano liberarla de una vida de tristezas. Este etnocentrismo que exuda el film a partir de entonces destaca igualmente en el retrato del Mayor Hasan, descrito como poseedor de la sabiduría –arquetipo clásico de los personajes asiáticos– en contraste con el protagonista australiano, al que definen la resolución y la claridad de ideas. En una escena de ineludible complacencia, Connor incluso salva la vida del héroe turco –alter ego del verdadero Mustafa Kemal Ataturk, fundador de la República de Turquía– y, por lo tanto, salva la existencia de la futura nación.
Medirse con Peter Weir en estos terrenos nunca ha resultado fácil, y ese diálogo entre ambas películas demuestra la ligereza que sustenta la propuesta de Russell Crowe. Mientras en aquélla los personajes vivían la Historia al conocer civilizaciones más antiguas que la suya –el Antiguo Egipto o el Imperio Otomano–, en ésta Connor experimenta la Historia en su misma posibilidad de construirla, como sujeto activo que infunde su vigor al nacimiento de una nación históricamente “retrasada” respecto a Occidente.
En esta segunda parte del film, el director opta por situarse a favor de un cine capaz de vencer a la vida, de redimirla a través de la fantasía, en un cierto modo tarantiniano que no consigue expresarse a través de su puesta en escena. A Crowe se le distingue un pulso sensato y bien encaminado en algunos momentos, pero sus ambiciones son excesivas para su actual manejo del lenguaje, que fracasa, por ejemplo, al modelar una atmósfera mágica mediante cámaras lentas y ensoñaciones de pobre imaginería.
El maestro del agua resulta, en definitiva, una película contradictoria aunque loable, y no al revés. Su apuesta por un relato histórico de factura clásica no construye una base que pueda soportar la excesiva torsión que le exigen sus derroteros, los cuales parecen acoplar dos películas muy distintas. La primera sería un drama épico e histórico sobre el mundo alumbrado por la Primera Guerra Mundial, por sus ausencias, por sus cadáveres y por la distancia de una geopolítica cada vez menos distante. Pero la otra sería una gran novela de aventuras exóticas donde un granjero australiano participa en la guerra de independencia turca, renueva su filosofía de vida e incluso encuentra un nuevo amor que palie su viudez.
Se trata, literalmente, de hacer brotar una visión romántica y aventurera del mundo, propia de las ficciones coloniales del siglo XIX, de las mismas entrañas de horror del siglo XX, inaugurado de forma categórica por la Primera Guerra Mundial.
Tomar el hecho histórico para después deshacerlo, invirtiendo el camino propuesto.
Más que una reescritura, una desescritura de la Historia por el bien y la posibilidad del relato.
- El maestro del agua es su primer largometraje de ficción, aunque antes había realizado los documentales Texas (2002) y 60 odd hours in Italy (2002) y el cortometraje Danielle Spencer: Wish I’d been here (2009). ↩