El manantial, la doncella y la manada
Por Aarón Rodríguez
01. Captatio Belevontiae (y defensa del análisis textual como herramienta jurídica)
Me gustaría comenzar pidiendo disculpas por la licencia que me voy a permitir a continuación. En general, suelo utilizar esta pequeña columna de opinión para tomar el cine como una excusa y dirigirme, en un feo acto de descortesía con el texto fílmico, hacia otros territorios. Hoy, me temo, voy a llevar esta estrategia todavía más lejos de lo habitual.
Quisiera tomar como punto de partida El manantial de la doncella (Jungfrukällan, Ingmar Bergman, 1960). Más concretamente, su recepción en España y su aceptación, sesgada e interesada, por los poderes políticos e ideológicos franquistas. Como ustedes bien saben, la película pasó el filtro de la censura del momento pese a incorporar una brutal violación en mitad del metraje porque una serie de figuras “de confianza” sopesaron que la contemplación morbosa de aquel horror quedaba justificada gracias al conveniente giro teológico final de la película. Ciertamente, Bergman ponía en jaque al tándem Staehlin/García Escudero –entre otros de los valedores de su cristianización para el aprovechamiento espiritual de los españolitos de a pie- porque obligaba a mirar al espectador una agresión sexual. El problema no era el cuerpo de la mujer, ni siquiera lo malvado del acto, sino el contenido erótico inherente a las propias imágenes y la mala lectura erotizante que podría despertar en una ciudadanía en constante riesgo de caer en la perdición eterna.
Ahora, en una pirueta, me pregunto por las imágenes que grabaron los miembros de la Manada en su violación –me permitirán que apueste por este término, si bien legalmente hombres más doctos en las leyes que yo parecen considerarlo errado. Fíjense que en primera instancia ni siquiera me pregunto qué es lo que lleva a una panda de chavalotes –dos de ellos, miembros de nuestros respetables Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado- a violar a una tardoadolescente borracha. Esa pregunta, de momento, la dejo para el final del texto. En primera instancia, me pregunto por qué sacan su teléfono móvil y por qué generan pequeños clips de menos de un minuto de duración con él.
Es curioso. Yo no tengo ninguna titulación en Derecho ni cosa similar. Sin embargo, he leído a un juez hacer de analista audiovisual para quitarle hierro al asunto. Me pregunto si el muy respetable juez González se preguntó no tanto por la víctima, sino por los verdugos, y más concretamente, por sus decisiones audiovisuales: ¿Qué posición de cámara eligieron? ¿Qué angulación y qué sección concreta del tiempo? ¿Qué rostros enfocaron, y con qué voluntad dramática? Quizá, si mi buen juez González hubiera realizado algo de análisis textual –no deja de ser una suposición-, hubiera descubierto que además de la violación –reincido en el término-, también hubo una violencia en el propio gesto enunciador. Es decir, que lo que había que leer en esas imágenes quizá no era el ademán de dolor o de rechazo de la mujer, sino muy al contrario, el gesto de apropiación salvaje del verdugo. Es lo que en nuestro campo llamamos, con toda precisión, gestión del punto de vista.
Aquí va una cierta regla del análisis fílmico: muchas veces la manera en la que leemos las imágenes dice mucho más de nosotros mismos que del texto que intentamos pensar.
Y créanme, yo no sé gran cosa de Derecho, pero llevo más de una década analizando imágenes sin parar.
02. Manantial y Manada
Se cruzan, además, dos problemáticas. Bergman incorporó su violación en un contexto narrativo muy concreto, haciendo coincidir una suerte de exploración sobre el deseo femenino naciente con el descubrimiento horrendo de lo real. Los agresores, los violadores y los asesinos, aparecen esbozados como fuerzas extraordinariamente negativas, físicamente repugnantes, cuerpos expulsados de una suerte de sistema feudal que vagan por los caminos en ese momento histórico que se abre entre el catolicismo y el paganismo. Y con ellos, además, viaja un niño pequeño que va aprendiendo primorosa y cuidadosamente la lección del mal. El mundo está atravesado por una naturaleza enferma que intenta ser aprehendida por ciertos discursos más o menos éticos, pero al final lo que queda siempre es el cadáver: de la doncella, del niño inocente.
En las imágenes de la Manada el contexto tiende a ser épico y se introduce en esas conversaciones privadas que anticipan y configuran la agresión. Sin embargo, de un lado está el territorio del fantasía violenta –un mundo sin imágenes, pero rico en palabras que anticipan cuerpos y angustia-, y de otro lado, los cincuenta segundos de cuerpo pixelado y mal iluminado de la víctima en el portal.
En Bergman la imagen de la doncella asesinada certifica la maldad del mundo. En la Manada, la imagen de la mujer violada certifica el acto sexual mismo. En Bergman, los culpables son reconocidos por un vestido robado que intentan vender al padre angustiado. En la Manada, las imágenes (re)conocen precisamente a los triunfadores de la cacería, les otorgan credibilidad, les sitúan en esa delgada línea de flotación en la que el sueño y la leyenda se concretan. Son, hablando en plata, los putos amos.
Y dos matizaciones, casi de rondón. La primera: El niño bergmaniano es un niño en el que todavía queda un resquicio para el bien, si bien el asesinato de la doncella se introduce en su horizonte como suceso iniciático, gesto desvelador de la infancia perdida y de la falta de sentido de cualquier esperanza. Dicho de manera brutal: el niño descubre en la mujer violada que no existe el bien –y, por extensión, tampoco un Dios que garantice su presencia en el mundo. Por el contrario, en la Manada hemos sabido que uno de los integrantes también vivió la violación como una suerte de rito de paso. De lo que se trataba aquí era de “ser aceptado”, de “ser uno más”, de poder acceder incluso a ese grupo de whatsapp en el que la carne devenía fantasía, la fantasía devenía tortura, y todo al final era una celebración de la violencia desbordante.
La segunda: En la película de Bergman hay una suerte de restitución de la justicia cuando el Padre puede dar cumplida sepultura a su hija. Coro angelical y milagro para celebrar, en fin, la gran ironía de la cinta que no supo leer ninguno de los censores españoles: que si existe Dios, es un Dios/araña que sonríe henchido de felicidad ante un cuerpo violado y asesinado. En el caso de la Manada, la justicia ha sido muy justa pero muy poco humana, y de ahí que en lugar de un manantial, lo que haya surgido ha sido una riada de Otros Cuerpos profundamente cabreados que, simple y llanamente, no dan crédito de lo que ocurre y salen a la calle o firman peticiones en Internet para que alguien, ya que los pequeños diosecillos de la democracia española no están muy por la labor, haga algo.
03. Imágenes y mundo roto
La Manada llega al mismo tiempo que la destitución de Cifuentes por las imágenes de su gesto robarse unas cremas en el supermercado Lumpen y al mismo tiempo, que la publicación de un artículo nauseabundo en El mundo en el que intentan también hacer análisis textual y publican fotos de decapitaciones de niños por ISIS. Porque la noticia no es la decapitación, sino la imagen de la decapitación. Imagen del mundo que puede ser compartida y reencarnada en clickbait para el perdón de los pecados. Todo imágenes, todo enunciaciones, pero al fondo a la derecha, el sueño de la legitimidad de nuestro sistema se va erosionando en pedazos.
¿Por qué no enseñar, por lo tanto, a leer imágenes? ¿Por qué no enseñar, además, a leer la inmensa responsabilidad que entraña tomar una imagen? Quizá porque nuestros buenos políticos prefieren subirle la partida presupuestaria a esos Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado que, a su vez, siguen pagando su buen y merecido sueldo a los agresores de la Manada -¿cómo se sirve al Estado desde dentro de una cárcel y habiendo sido condenado por violación – disculpen, por abuso?
Verán, yo no soy de los que creen que España es un estercolero en sí mismo. Antes bien, me atrevería a apuntar que es simplemente un terruño exquisitamente productivo y nutritivo en esa tremenda fábrica de basura que hemos bautizado con el rimbombante nombre de Humanidad. Sin embargo, lo cierto es que cuando vi por primera vez la foto de la Manada, aquellos cinco muchachotes decididos, bien peinados, impecables, conocí –cara a cara, como en un espejo– que aquella no era sino la enésima encarnación de una cultura cainita, anti-intelectual, muy de emprendizaje y de saludo ultra en las gradas del fútbol. Aquella imagen, paradójicamente, no se plegó con facilidad a mis herramientas de análisis textual. Vi aquellos rostros y supe que me habían acompañado toda la vida: me esperaban el primer día de clase en el colegio de la tardotransición, me atracaron en la adolescencia a punta de navaja en la parada de metro de San Blas, se metieron coca en los lavabos de la Xplass y luego reventaron los espejos de los coches en el parking, se fueron a Punta Cana a follarse a señoritas desesperadas a cambio de un paquete de tampones, y en el límite, los que fueron más listos o tenían padres más ricos, se sacaron el MBA e hicieron muchísimo networking para montarse una startup. Les conozco bien. Ellos llevan tatuados sus lobos, y yo llevo tatuada su cara en el envés de esta tristeza con la que malvivo, día a día.
Ojalá pudiera leer bien esa imagen y pensar que ellos han sido la excepción de mi paso por la tierra. Pero no, no lo son. Tras sus cadáveres nunca fluyen manantiales ni el coro angelical: surge el silencio, surge el olvido, surge la vergüenza. El Dios/araña les amamanta. Ojalá puedan mis compañeras triunfar allí donde muchos hombres –yo el primero- hemos fracasado: en quitarles ese gesto de triunfo merecido, esa sonrisita de lagarto autosuficiente. Y ojalá lo hagan, entre otros muchos campos, allí donde uno tiene siempre la sensación de estar fracasando siempre: en la transmisión de un saber justo sobre la naturaleza, el uso y la responsabilidad de las imágenes.