El médico de Budapest

Hungría esta condenada Por Yago Paris

I. Encarando el final

Si hay películas en las filmografías de ciertos directores que se pueden entender como una suerte de resumen de las obsesiones arrastradas a lo largo de una carrera, así como una conclusión final a las incertidumbres manifestadas, El médico de Budapest (Zárójelentés, István Szabó, 2020) es un ejemplo claro de ello. La que hasta la fecha es la última película de István Szabó funciona como obra testamentaria del cineasta húngaro, quien, a pesar de que sigue vivo en el momento en que se escribe este texto, quizás haya decidido dejar de dirigir y cerrar su filmografía con una película que, de manera clara, recopila los temas recurrentes de su cine y parece querer darles un cierre. La película, que se podría considerar como la tercera parte de la trilogía de filmes que se ambientan en la Hungría alejada de la capital, Budapest, otrora personaje fundamental en su cine, narra la historia de un reputado médico que reside en la citada ciudad, al que prejubilan de manera forzosa debido a que se están produciendo recortes en la sanidad pública. Ante la perspectiva de quedarse en casa, el protagonista decide darle una oportunidad a vivir en el campo, en el pueblo donde se crió, ejerciendo allí de médico de familia, como ya lo había hecho su progenitor —otro padre ausente, idealizado en la mente del protagonista y al que considera insuperable, habida cuenta, en este caso, de la gran reputación que se labró en su pueblo—. Su vuelta al campo implica el paso de una vida más individualista y atomizada en la ciudad a una apuesta por la vida en comunidad. La mirada inicialmente idealizada de lo rural va dando paso, a medida que se desencadenan distintos sucesos, a una observación agria de la población húngara, donde nadie parece salvarse de la quema, salvo aquellos que reniegan de los valores y los modos de vida asentados en la sociedad, lobos esteparios condenados por tanto al ostracismo. 

El médico de Budapest es una obra crepuscular que expresa la decadencia económica y social que un István Szabó ya por encima de los 80 años en el momento de rodar el filme parece observar en su país, en el que parece no encontrar atisbos de esperanza. Como es habitual, el protagonista se puede leer como un alter ego del realizador, y más si se tiene en cuenta que Szabó recupera para dicho papel al actor que con mayor intensidad ha encarnado este rol: Klaus Maria Brandauer, el protagonista de la conocida como trilogía de Centroeuropa —Mephisto (1981); Coronel Redl (Redl ezredes, 1985); Hanussen (El adivino) (Hanussen, 1988)—, el conjunto de obras con que mejor se entiende la obsesión de Szabó por los dilemas éticos asociados a la colaboración con el poder. La decadencia moral del país se mimetiza con la decadencia física del protagonista, apenas cinco años menor que el realizador, a la que se suma la de su compañero en la ficción, otro médico al que interpreta András Bálint, el actor fetiche y alter ego de Szabó en su cine de los sesenta y los setenta. Ambos se quedan sin trabajo y sin espacio —el hospital va a ser cerrado y desmantelado—, lo que se podría leer como una analogía del propio cineasta, un director en el pasado reivindicado como un gran autor europeo, y actualmente olvidado, con cada vez mayores dificultades para sacar adelante proyectos y con presupuestos notablemente menores. Aunque la vuelta a lo rural se observe inicialmente con ilusión, la evolución narrativa lleva a la decepción humana y a una nueva crítica del poder, en este caso a través de la relación del protagonista con el alcalde del pueblo (András Stohl). De esta manera, Szabó podría estar viéndose a sí mismo como una persona desencantada con su sociedad, ya quemado de lo urbano y lo rural, con demasiada experiencia en la vida como para poder mirarla con un mínimo de ilusión, así como en permanente conflicto con la autoridad estatal, y por tanto condenado a ser otro de esos lobos esteparios, como los que aparecen en el propio filme.

El médico de Budapest 01

II. Ya no hay cabida para el idealismo

Budapest Tales (Budapesti Mesék, 1977) es una obra crucial para entender la visión idealista que durante un tiempo István Szabó mostró sobre su sociedad —en este caso la urbana—, y los conflictos que esto le generaba cuando la contrastaba con el pasado de su país, donde acciones como el colaboracionismo de su sociedad con los nazis en el exterminio del pueblo judío —por poner solo un ejemplo— ponían contra las cuerdas cualquier posibilidad de mirada optimista. En ese filme, que funciona como una especie de cuento lleno de simbolismos, existe una tensión tan evidente como resistente: aunque ya se mostraba profundamente crítico, Szabó todavía no había arrojado la toalla, todavía confiaba en las posibilidades de la sociedad húngara. Esto ya no es así en el momento de filmar El médico de Budapest. A pesar de que la historia arranca mostrando la mudanza del protagonista a su pueblo natal como una oportunidad inesperada, donde nuevas y pequeñas aventuras pueden estimular la rutinaria vida del personaje, esto se produce como una manera de crear un arco narrativo que aumente la fuerza de la decepción que posteriormente se producirá, tanto en el protagonista como en el tono del relato. 

Inicialmente, la ciudad de seres atomizados contrasta con la esencia comunitaria de lo rural. Así lo observa un protagonista extasiado ante la posibilidad de volver a pasar tiempo con su madre y ayudar con sus conocimientos médicos a mejorar la vida de sus vecinos, quienes actualmente solo cuentan con una enfermera en el ambulatorio. Al mismo tiempo, otras oportunidades le surgen, expandiendo su proactividad y optimismo. Por un lado, ve en el coro infantil del pueblo una oportunidad para, por fin, poder dar rienda suelta a sus inquietudes artísticas —el filme abre con una escena onírica en la que el médico fantasea con ser cantante de ópera, con todo lo que ello tiene de entusiasmante y aterrador—. Al mismo tiempo, esto le permite entrar en contacto con la maestra y directora del coro, Erzsi (Éva Kerekes), considerablemente más joven que su mujer (Dorottya Udvaros) y una oportunidad para echar una cana al aire —aunque esto tenga más de fantasía liberadora que de intención real—. Sin embargo, poco a poco la ilusión del protagonista se va desvaneciendo, a medida que observa que nada se adecúa a lo que tenía en mente. Desde una madre brusca y sutilmente maltratadora hasta un sinfín de cotilleos, famas ganadas por el pasado y malas prácticas por parte de sus vecinos, el protagonista se va desencantando y comienza a observar que el microcosmos en el que vive está en realidad podrido.

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Si se tiene en cuenta lo explicado en textos anteriores de este dossier, referente a la polémica y crisis reputacional que tuvo que vivir István Szabó en 2006 a raíz de que se hicieran públicos unos documentos donde se señalaba que el realizador había colaborado con la policía comunista, delatando a compañeros suyos, no resulta complicado leer esta durísima mirada sobre la sociedad húngara como algo más que un mero retrato ficcional. Quizás se trate más bien del resultado de un Szabó desamparado en el plano laboral y asqueado en el social, incapaz ya de verter la más mínima visión positiva de la sociedad de su país. En este sentido cobran especial fuerza algunas líneas de diálogo del protagonista del filme, quien, en referencia a los habitantes del pueblo, explicita que «este pueblo esta sordo y anticuado», así como que «está maldito, no tiene salvación. Aquí todo se pudre lentamente. Las almas también. En sus cuerpos lo veo todos los días. Les hago recetas para nada. El odio los enferma. Dios no se deja ver en este mundo». Esto es fruto, en buena medida, de las habladurías que se producen en torno a Erzsi, de quien se sospecha que ha tenido un pasado poco honroso —para los estándares moralistas y sexistas del pueblo—, y quien sufre las consecuencias de haber tenido una relación sentimental con el alcalde del pueblo sin haberse casado. La rabia del protagonista alcanza su cénit tras el suicidio de Erzsi, lo que provoca la condena irremisible de sus vecinos. Se trata de un caso tan bochornoso que todo el pueblo se sume en la vergüenza colectiva, incluido el gran villano de la obra, el alcalde del pueblo, uno de los que con mayor ahínco le hizo la vida imposible a la víctima. Aquí la música sirve como elemento que trasciende la mediocridad y la mezquindad de la sociedad. Durante el entierro, poco a poco los diferentes asistentes se van sumando en un canto espontáneo, iniciado por los alumnos de la difunta directora del coro, hasta el punto de que incluso el propio alcalde acaba cantando, con notoria cara de vergüenza y arrepentimiento. La cámara, por su parte, se eleva hasta el cielo, como si, gracias a la música, fuera capaz de zafarse de todo lo pernicioso que caracteriza el microcosmos que ha estado retratando, lo que se refuerza con la frase del cura del pueblo (Károly Eperjes), amigo íntimo del protagonista y otro de esos lobos esteparios de la historia, quien, antes de bajar definitivamente los brazos, clama «Señor, permitenos seguir cantando». En su conjunto, la película parece querer hablar de la infinita ingratitud y mezquindad de la sociedad húngara, y lo hace a través de los tres outsiders del relato, que han vuelto al pueblo para tratar de convertirlo en un lugar mejor, pero que sufren las consecuencias de una sociedad que, simplemente, no tiene salvación, por lo que se ven condenados a la renuncia, ya sea a través del suicidio o de la huida a no se sabe muy bien dónde, como les ocurre al protagonista y al cura, quienes abandonan el pueblo en coche sin que quede claro cuál es su destino.

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III. La colaboración con el poder

Como buena película de la tercera etapa narrativa de István Szabó, los dilemas asociados a la colaboración con el poder están presentes. En este caso, se manifiestan en la relación entre el protagonista y el alcalde del pueblo. Inicialmente, el primero se muestra predispuesto a la colaboración, como parte de su iniciativa en favor de hacer de la localidad un lugar mejor. Sin embargo, enseguida observa los habituales tejemanejes que se esconden detrás de las aparentes buenas intenciones y declaraciones proactivas y desinteresadas de las personas en puestos políticos. Concretamente, el conflicto se desata cuando el médico pide una mejora en las instalaciones del ambulatorio, para poder ofrecer un servicio sanitario digno a sus vecinos, pero el alcalde prefiere invertir todo el presupuesto y los esfuerzos en construir un balneario, que, para más inri, se ubicará donde actualmente se encuentra el ambulatorio. La salud se cambia por el negocio; la verdadera salud, por la aparente. Como en tantas otras películas anteriores de Szabó, el poder está pendiente de su propio beneficio, no de la ayuda al ciudadano, y el diálogo es imposible. Aquí se da el principal cambio en el personaje, que marca un punto de inflexión en las reflexiones que Szabó ha ido mostrando a lo largo de su carrera. Por lo general, sus personajes siempre acaban siendo seducidos en mayor o menor medida por el poder, o por las comodidades que colaborar con este ofrece. En muchos casos no se trata de personajes políticamente ambiciosos; de hecho, no suelen tener una ideología marcada. Pero sí son personajes que ansían vivir mejor, o ser populares. Y, en ese sentido, la trilogía de Centroeuropa, además de ser paradigmática de esto, forzaba a Klaus Maria Brandauer a interpretar a tres personajes bastante grises, oscuros y, por momentos, mezquinos. Al mismo tiempo, y sabiendo que el cine de Szabó es profundamente autoral, se puede extraer con facilidad que estos dilemas han asolado la mente del realizador —más si cabe una vez se supo que en el pasado había colaborado con la policía comunista de su país—. Es por ello que cobra especial fuerza lo que sucede en esta película, ya que tanto él como su representación cinematográfica —el cuerpo y la voluntad del personaje, al que interpreta Brandauer—, obtienen una redención: el médico se muestra inflexible e implacable a la mínima que observa el turbio proceder del alcalde. 

Más interesante todavía, si cabe, y ya a un nivel extracinematográfico, es la lectura que se puede extraer de lo que sucede posteriormente en el relato. Al recibir la negativa, el alcalde decide jugar sucio y destapar posibles secretos que tenga el personaje, para forzarlo a colaborar: «Quien tiene algo que esconder suele ser manejable», verbaliza el personaje. Cuando descubre que en el pasado el médico fue detenido por la policía comunista e interrogado durante varios días, el alcalde sabe que tiene un as bajo la manga. Y ahí decide dejarlo en primera instancia, porque su primera decisión no consiste en presionarle, sino en ofrecerle un cargo de poder, para seducirlo y hacerlo dócil. No obstante, el protagonista entiende claramente de dónde procede esta oferta, que decide rechazar, y es entonces cuando el alcalde pasa a ordenar que se haga pública la información que había obtenido por medio de un investigador privado. Y es en este momento donde Szabó parece querer cobrarse una cuenta pendiente con el caso que tuvo que sufrir, puesto que el tiro le sale por la culata al alcalde: la historia refuerza la valentía y el coraje del protagonista, quien fue detenido junto con varios compañeros, pero fue el único que no testificó absolutamente nada, motivo por el que fue el único que estuvo varios días retenido por la policía. Desvelar la historia permite que el personaje, al menos a ojos del público de la ficción, quede como un héroe del ámbito cotidiano. Es cierto que para el resto del pueblo su nombre quedará manchado para siempre —¿como le ha pasado a Szabó con la sociedad húngara?—, pero es que Szabó en estos momentos probablemente no estaba tan interesado en la ficción como en el mensaje que quería mandar a su audiencia. Por último, y retomando sus reflexiones sobre el poder, también parece cobrarse una venganza, que aquí adquiere incluso tintes de fantasía, cuando una pirueta narrativa le da una soberana lección al alcalde: por un lado, recibe una carta oficial donde se le informa de que ha ejercido abuso de poder y será investigado, lo que da lugar a que una noche sufra un problema cardiaco pero que no pueda ser debidamente atendido, precisamente, porque él mismo no se ha ocupado de mejorar las intalaciones sanitarias del pueblo. Que el protagonista acuda a casa de este de noche a atenderle como buenamente pueda es el broche final a la venganza de Szabó, quien parece quedarse a gusto saldando cuentas pendientes con la sociedad y el poder, aunque tenga que ser exclusivamente en el plano de lo ficcional.

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IV. El hogar está en ninguna parte

En un momento anterior del texto señalaba que había tres lobos solitarios en la historia, pero lo cierto es que probablemente sean cuatro, aunque queda la duda de si este cuarto es un verdadero personaje de ficción, o la representación de la mente maestra que mueve las fichas en el tablero. De manera recurrente, se muestran planos de lo que podría ser un vagabundo, sentado en un parque de la plaza, observando diferentes situaciones que acontecen en el pueblo. ¿Es esta la representación de Szabó, que observa, sin decir palabra, cómo el pueblo se va hundiendo poco a poco en su propia miseria moral? De interpretar a este personaje en este sentido, se reforzaría la idea de que El médico de Budapest no solo es la obra testamentaria de István Szabó en un sentido meramente narrativo y creativo, sino también un ajuste de cuentas extracinematográfico con sus obsesiones y lo que ha sufrido a lo largo de su vida, con especial énfasis en su visión de la sociedad húngara. Que sea un vagabundo, una persona sin hogar que observa, con serena perplejidad, lo que ocurre, se podría leer como la posición que Szabó considera que tiene actualmente en Hungría y en el cine europeo, una vez ha perdido prácticamente todo su prestigio y posibilidades de sacar adelante proyectos, al mismo tiempo que su nombre ha quedado manchado por los sucesos con la policía comunista. 

Esta idea se refuerza con las tres huidas anteriormente relatadas, la de los tres lobos esteparios que sí tienen entidad de personaje de ficción. «Somos un poco viejos para este nuevo mundo», dice uno de los dos amigos en un momento del relato, y su huida certifica que ya no parece haber espacio para ellos en una sociedad que, más que haber evolucionado y haberse modernizado, simplemente es imposible de salvar. De esta manera, no hay hogar al que retornar para personajes que encaran la recta final de sus vidas y que pasan revista a lo que han vivido y a aquello en lo que creen (o han dejado de creer). O, cuando menos, el espacio que les queda no es físico: el filme termina con el protagonista finalmente apostando por aquello que siempre había querido hacer, que no es otra cosa que cantar en un coro. Representada en un espacio abstracto e irreal (el del decorado de un teatro), quizás el hogar no está en ninguna parte en un sentido físico, pero todavía queda un refugio al que acudir, y este es el del arte. István Szabó parece despedirse del cine con una obra profundamente crítica, más valiosa por las lecturas que ofrece de su cine, de sus obsesiones y de la sociedad húngara, que por sus virtudes cinematográficas; más valiosa por su relación con los demás filmes que por sí misma. Algo mejor filmada que las otras dos obras que integran esta trilogía final, con un mayor interés por escarbar en las significancias de las texturas visuales, y con una ambición subtextual evidentemente superior a las anteriores —aunque el mundo ficcional sea, curiosamente, el más simple de las tres—, la no obstante profundamente telefilmesca El médico de Budapest parece el cierre más digno posible que un cineasta ya desgastado y con la creatividad agotada podía ofrecer a su propio legado. 

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