El mito de la adolescencia

Teenager Forever Por Déborah García

If I was young, I'd flee this town
I'd bury my dreams underground
As did I, we drink to die, we drink tonight

Far from home, elephant gun
Let's take them down one by one
We'll lay it down, it's not been found, it's not around

Let the seasons begin - it rolls right on
Let the seasons begin - take the big king down
Elephant Gun, Beirut

Quizá no sean grandes películas, y si hacemos el ejercicio estúpido de compararlas con algunas de sus contemporáneas probablemente salgan deslucidas. ¿Qué tienen entonces las películas de “generación”, las películas de teenagers que tanto me gustan y me atrapan últimamente? Probablemente la respuesta soy yo misma, y mi propia incertidumbre agudizada sin duda por la crisis en que nos vemos inmersos, que ahonda en los miedos e inseguridades que hasta hace bien poco eran más propias de adolescentes que de jóvenes que casi rayamos la treintena.

Este sentirse de una edad, en vez de tenerla, crea una especie de tabula rasa y nos acerca irremediablemente a los protagonistas de estos filmes. Como ellos, da igual el estadio al que vayan a pasar, estamos esperando que algo suceda; y la promesa de que algo va a cambiar la mañana siguiente convierte la noche precedente en una especie de túnel del tiempo. Inmersos en él, todas las cosas son posibles. Esos son los momentos que retrata El mito de la adolescencia.

El mito de la adolescencia

Última noche del verano en Detroit, y los protagonistas de la película se preparan para pasarla en casa de sus amigos en las típicas fiestas de pijamas. La película se centra en narrar la noche de varios de ellos. A modo de vignettes se presentan las historias de todos, que acabaran entremezcladas como ya hiciera George Lucas en American Graffiti (íd., 1973) donde un grupo de Modesto en California afrontaba la última noche antes de hacer frente a sus nuevos destinos. Quizá sólo sea una conexión personal, pero no puedo evitar ver algo de Kurt (Richard Dreyfuss, American Graffiti) en el personaje de Scott (Brett Jacobsen). El primero, persiguiendo a una rubia imponente que maneja un T-Bird y con la que había cruzado su mirada en un semáforo, tiene su reflejo en Scott, que se afana por encontrar a las gemelas que le sonrieron el día en que se graduaba. Los dos están a su manera intentando recuperar un instante, la imagen de un instante en el que conectaron con alguien.

Desde mediados de los noventa (Reality Bites, 1994), y tras la crisis económica de 1993, las edades empezaron a fluctuar. Los cineastas pudieron retratar a los adolescentes contemporáneos con los que vivían porque la brecha generacional, sí es que existía, ya no era tan evidente, y ahora apenas existe. El director David Robert Mitchell parece contagiado por ese límite que se ha borrado entre las edades. Él no se retrotrae en el tiempo para contar la historia de otra generación, como hicieron Peter Bogdanovich en La última película (The Last Picture Show, 1971) o Richard Linklater en Movida del 76 (Dazed and Confused, 1993). Mitchell ha otorgado a su película un carácter atemporal. Está salpicada por elementos de diferentes épocas: ropa de los noventa, no hay teléfonos móviles, tampoco ordenadores. Lo que sí hay son emociones y sensaciones universales que bullen por encontrar otras a las que conectarse. Esas casas, esos barrios suburbanos retratados cuando Beth y Maggie van en bicicleta, representan el ideal americano de la casa de la infancia a la que no se puede volver. Ellas tienen prisa por abandonarla, igual que Ron Howard en American Graffiti. Sólo quieren agotarse, están deseosas de que algo suceda, da igual el qué, y todo tiene que ocurrir esa misma noche.

Sólo algunos iluminados, que no están atrapados por las preguntas cerradas de la adolescencia, son capaces de cuestionárselo, como en la escena de la película en que Steven está con Maggie, y alejados de la fiesta él le dice: “No quiero que te creas todas esas estupideces. Te hacen dejar atrás la niñez con todas esas promesas, y luego es demasiado tarde. No puedes recuperarla”. Al principio, ella no parece entenderlo y sigue teniendo la misma prisa por provocar las situaciones. Sólo al final, casi en el mismo lugar donde había empezado la película, en la piscina sobre el tobogán y con Steven, cuando él le dice que quiere besarla, ella parece entenderlo y le contesta: “No todo tiene que suceder esta noche”.

El mito de la adolescencia no comparte esa urgencia de querer alcanzar ya el futuro y resolverlo todo, algo que se hacía tan patente en American Graffiti, que se cerraba con una especie de epílogo que desvelada la suerte de los protagonistas. David Robert Mitchell maneja el ritmo de su película a la perfección, y se muestra plenamente consciente al hacerlo, pues su contención narrativa es la única manera de alargar y alargar ese instante en el que los protagonistas conectan, y al que intentarán volver una y otra vez desde el futuro. Es un ritmo que atesora el instante.

El cine de teenagers es un cine de la re-visitación. Recordar que la mañana antes de ver Young Adult  (2011) había estado cantando la misma canción de Teenage Fanclub que el personaje de Charlize Theron, o descubrir que las canciones de la banda sonora de El mito de la adolescencia son mis canciones, me hizo comprender que una parte de nosotros está siempre esperando el amanecer del cambio, ese maldito punto que creemos vislumbrar sólo desde un pasado incierto, inexistente, pero que se nos antoja casi siempre mejor. Es imposible volver, sólo podemos amagar el tránsito de intentar alcanzarlo mediante los sonidos e imágenes de entonces. Somos como Mavis Gary (Young Adult, 2011) pero, en vez de volver a la ciudad que dejamos para recuperar a nuestro viejo amor de instituto, nosotros regresamos a las películas, mediante las cuales intentamos reconectar y alcanzar sentimientos y sensaciones que creemos perdidas.

The Myth of American Sleepover

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Comentarios sobre este artículo

  1. marian dice:

    gran critica, delicada como el film, con los términos justos como «atesorar el instante». El director estira todo lo que puede la poesia visual de esa noche en que todo es promesa de aventura, la gran faltante en el mundo adulto de treintañeros y sobre todo y de modo mas poetente, en los cuarentones.
    Linklater en Boyhood parece intentar dar respuesta a este enigma de solución ardua, del paso del tiempo solo hacia adelante, al mostrarnos que no debemos vivir el momento, sino que el debe vivirnos a nosotros.
    gran analisis Debora.

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