El mito del vampiro en Persona y Arrebato
La máscara y el éxtasis Por Jorge Fidalgo
De todos los mitos y leyendas que pueblan el folklore de las distintas civilizaciones que han surgido a lo largo de la Historia, posiblemente el del vampiro sea uno de los más fascinantes. Rodeado de un halo de atracción y miedo, el vampiro siempre se ha definido como una entidad sobrenatural que se alimenta de la sangre de los vivos y que sólo puede ser destruido siguiendo determinados ritos. A grosso modo, esta sería una explicación más o menos canónica que, por supuesto, varía de unos continentes a otros, de unas tradiciones culturales a otras.
No es el propósito de este texto trazar un recorrido íntegro y minucioso del mito del vampiro en el séptimo arte, entendiendo al vampiro como un terrorífico cadáver chupasangre cuya misión es hacer la vida imposible a los pobres mortales, sino adentrarse en el originalísimo y rompedor tratamiento que de él se han hecho en dos cintas capitales de la Historia del cine. Dos rara avis dotados de una belleza especial, dos proyectos singulares y complejísimos, mesmerizantes y aterradores, como son Persona (ídem, 1966), del cineasta sueco Ingmar Bergman, y Arrebato (ídem, 1979), del español Iván Zulueta.
En primer lugar, nos trasladamos a al Norte de Europa, a Suecia. Allí, el maestro por antonomasia de la cinematografía nacional y uno de los más brillantes realizadores que ha dado el cine, compuso en 1966 un auténtico quebradero de cabeza audiovisual. Quebradero de cabeza porque a día de hoy se siguen produciendo montañas de ensayos, artículos y reseñas en páginas web (desde aquí, recomendar el exhaustivo análisis efectuado por Aarón Rodríguez sobre Persona en esta misma página web) que, desde diferentes perspectivas, han intentado diseccionar y sacar a la luz los entresijos dramáticos, filosóficos y conceptuales de Persona.
Para intentar comprender un poco más la génesis de esta obra, debemos prestar atención a tres elementos capitales. El primero de ellos es la obra de teatro «La más fuerte», escrita por el dramaturgo sueco August Strindberg en 1888. En ella, dos mujeres, la señorita X y la señorita Z, coinciden en un café el día de Nochebuena. La señorita Z no habla. La señorita X hace gala de su verborrea. La señorita Z no responde. La señorita X se enfada con ella. En Persona tenemos a dos mujeres: la enfermera Alma (Bibi Andersson) y la actriz Elizabeth Vogler (Liv Ullman). Elizabeth ha perdido el habla durante una representación teatral de «Elektra». Alma recibe el encargo de cuidar de Elizabeth y logar que ésta vuelva a comunicarse con los demás. Alma se abre emocionalmente a Elizabeth. Elizabeth absorbe, vampiriza pacientemente el testimonio de Alma, lo que no deja de ser una succión implacable de sus recuerdos y sus emociones. En definitiva, de su vida.
En segundo lugar tenemos el desarrollo de la trayectoria fílmica del propio Bergman. Si repasamos su obra desde los orígenes (Llueve sobre nuestro amor) hasta el final (Saraband), nos encontraremos con diferentes puntos de ruptura que marcan su incursión en nuevos y cada vez más sofisticados terrenos técnicos, narrativos y argumentales. El primero momento sería con El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), el trabajo que le catapultó a la fama mundial. El segundo, con Persona (1966), su obra más radical, intrigante y compleja; punto de partida hacia un cine-ensayo donde importan más las emociones generadas y las ideas abordadas, que las historias narradas.
En tercer lugar y ligado a lo anterior, se encuentra el propio contexto fílmico europeo, definido por el nacimiento y consolidación de las Nuevas Olas que surgieron en Francia, Gran Bretaña, Alemania, República Checa y que reverberaron incluso en el lejano Japón. Fue este contexto de cambio, experimentación y búsqueda el que sedujo a Ingmar Bergman a escribir un guión durante su estancia en un hospital. Un guión, que según palabras de la propia Liv Ulmann, era difícil de seguir y comprender. Un guión en el que Bergman reflejó sus obsesiones (la angustia existencial, el miedo a la nada, la incomunicación, el papel de los recuerdos a la hora de configurar la identidad histórica de las personas, el silencio de Dios, la vida y la muerte, el (sin)sentido de la religión, la enrevesada y fluctuante esencia de la naturaleza humana) y luego las llevó a la gran pantalla, gritando alto y claro que «Esto es lo que yo filmo (temas citados anteriormente) y cómo yo lo filmo (sobria puesta en escena, impecable fotografía en blanco y negro, juegos de iluminación, magnífico empleo de la profundidad de campo, sobreabundancia de estilizados primeros planos marcados por una clara vocación plástica y dramatúrgica). La cuestión del vampirismo se infiltrará de manera sibilina a continuación…
‘Persona’ viene del griego prosopon, término con el que en la antigua Grecia designaban a las máscaras con las que los actores se cubrían el rostro durante las representaciones. Partiendo de esa definición, la persona es la máscara, la fachada, lo que los demás ven de nosotros y lo que nos define como individuos en oposición al conjunto de la sociedad. La actriz Elizabeth, curiosamente durante una representación teatral, se queda muda, pues se da cuenta de que lo que es ella, tanto como personaje sobre las tablas, como personaje en el mundo real, no es más que una máscara, una imagen artificial de lo que los demás esperan de ella o de lo que ella pretende ser para con los demás. Harta de esta situación, deja de hablar. No quiere saber más del mundo, pero lo que no puede evitar es el adueñarse de las experiencias ajenas. Elizabeth, en sus claustrofóbicos silencios, se apropia del testimonio sincero y a veces sufriente de Alma. Elizabeth es una auténtica vampiresa emocional y Bergman realza esta circunstancia a través de dos planos significativos. El primero es durante el etéreo sueño de Alma, en el que Elizabeth, emergiendo como un espectro, avanza entre los cortinajes mecidos suavemente por el viento hasta acercarse a Alma. Alma se levanta y se encuentra con ella. Las dos se giran a cámara. Elizabeth le acaricia la frente para, a continuación, posar su boca sobre el cuello de Alma, al tiempo que un fundido a negro va diluyendo la fantasía onírica. El segundo momento, mucho más explícito, tiene lugar cuando una iracunda Alma no soporta más la tensión y se desgarra un brazo. Elizabeth se abalanza sobre la herida y succiona la sangre con avidez.
Para Ingmar Bergman, las personas podemos llegar a ser unos auténticos vampiros para con los demás. No nos hacen falta afilados colmillos, ropajes mortuorios o dormir en ataúdes. Acabamos con la paciencia de otras personas, les arrebatamos testimonios y experiencias, les chupamos hasta el último litro de su existencia, succionamos sus sueños, esperanzas e ilusiones sin el menor atisbo de compasión. Los seres humanos nos vampirizamos unos a otros. Pero a veces, nos vampirizan otras cuestiones (miedos, obsesiones, adicciones,…) y en este sentido, Iván Zulueta rodó en 1979 una de las películas más transgresoras (si no la más) de toda la cinematografía española. Nos referimos a Arrebato.
Ahora nos trasladamos al sur de Europa, a España. Plena Transición. Nuevos aires de libertad inundan diversos aspectos de la vida cotidiana y entre ellos, el arte va a ser uno de los estandartes de la nueva era. Iván Zulueta, al igual que hiciera Berman con Persona, se aleja de los presupuestos temáticos y técnicos del cine convencional, y opta por jugar libremente con los elementos del lenguaje audiovisual, convirtiendo a Arrebato en un desafío para la exégesis fílmica y una experiencia cuasi lisérgica para los espectadores.
Nada más arrancar el filme, nos encontramos con una referencia explícita al vampirismo: la película de terror que José Sirgado (Eusebio Poncela) está terminando de editar. En ella, una vampiresa sale de su féretro y abre la boca de una manera lasciva. Poco después, el propio José se colocará unos colmillos de plástico en la boca y pronunciará una de las frases míticas de la cinta: «No es a mí a quien le gusta el cine. Sino al cine a quien le gusto yo». Poco más basta para decirnos que el cine, además de espectáculo, magia, emoción y todo los calificativos que uno quiera ponerle, es también un poderosísimo vampiro que nos engancha irremisiblemente con sus historias. En medio de la oscuridad de la sala, la película hace acto de aparición sobre un enorme rectángulo luminoso, hinca sus dientes invisibles en nuestra retina y nos atrapa en un universo que se desliza a 24 frames por segundo. Quedamos extasiados, arrebatados.
Arrebato
Zulueta compuso con esta cinta una de las más audaces, y por momentos incomprensible, reflexiones sobre el séptimo arte. Partiendo de sus experimentaciones con el Súper 8 y el 16 mm (véanse títulos como Frank Stein, A MAL GAM A o Leo es pardo), el realizador vasco teje pacientemente un poliédrico, siniestro y apabullante tapiz que a ratos recuerda a los video-diarios de Jonas Mekas, y en otras ocasiones, a los mundos oscuros y desquiciados de David Lynch; un tapiz sobre la upirología que nace de la admiración incondicional al cine, así como de la dependencia hacia los estupefacientes (la droga concebida como un nosferatu que proporciona efímeros destellos de placer a cambio de arrancar trocitos de vida). El cine como droga, el cine como «alucine», el cine como éxtasis surgido de la comunión vampírica entre un trabajo audiovisual que necesita de espectadores para vivir y de unos espectadores que reclaman sus dosis de arrebato emocional y /o intelectual.