El molino y la cruz
El club de los eternos fracasados Por Samuel Sebastian
I. El fracaso
Érase una vez un hombre que se llamaba Albinus y vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Pero un día abandonó a su esposa por causa de una amante joven; amó, no fue amado, y su vida acabó en el desastre. Ésta es toda la historia, y en eso podríamos haberla dejado de no reportarnos provecho y placer el relatarla; y aunque hay suficiente espacio en una lápida para verter, sintetizada y encuadernada en musgo, la glosa de la vida de un hombre, a todo el mundo le gusta conocer los pormenores. 1
Hay muchos detalles en la vida de Albinus. No solo su afición no correspondida por las mujeres o su carácter fatalista, sino también que estuvo inmerso en la adaptación en dibujos animados de la obra pictórica de Pieter Brueghel. Un proyecto tan apasionante como descabellado y que recorre algunos pasajes de la biografía de este desdichado millonario alemán. Su historia es la esencia pura del fracaso y su novelización por parte de Vladimir Nabokov también lo es. ¿Hay algo más triste que comenzar una biografía afirmando que tu vida fue un desastre? Pero sin duda lo que nos apasiona de Albinus y Nabokov es su tendencia al fracaso, a naufragar en proyectos imposibles pero sin perder nunca la esperanza de llevarlos a cabo.
En realidad, nuestra cultura nace contaminada por la idea de la caverna platónica. En ella, los seres humanos viven permanentemente encadenados y mirando al frente, incapaces de ver otra cosa que las sombras que se proyectan a través del fuego. Sin embargo, cuando salen de la caverna, se deslumbran ante la luz que les hace ver las cosas tal y como son. Esta es la historia de los artistas, incapaces de reflejar a la perfección las imágenes que se proyectan en su mente. Los pintores, al pintar, no pueden trasladar exactamente los colores y las figuras que tienen en la mente; ni tampoco los escritores llegan a transmitir exactamente con palabras los sentimientos que tienen en su interior ya que por el camino siempre se ha perdido algo, un matiz, una emoción, un detalle que a los demás les pasa desapercibido pero que al autor le resulta imprescindible y no hablemos de los directores de cine. Uno de ellos fue el que dijo que la historia de un rodaje es la historia de un fracaso. Tal vez fuera Orson Welles.
Afortunadamente, la especie humana, que es la especie más fracasada de todas, siente una cierta simpatía por los artistas, porque ve en su fracaso creativo una metáfora del fracaso global humano y Lech Majewski, director de El molino y la cruz asume que su obra puede ser observada desde un punto de vista doble. El público puede pensar que está admirando una gran obra, una puesta en abismo de la pintura de Pieter Brueghel enfocada hacia sus aspectos más grandiosos y eternos. Porque Brueghel, aunque no seamos conscientes de ello, recorre casi toda la historia de nuestra cultura, desde el siglo XVI hasta hoy en día. Como una gran explosión, de Brueghel surgen imágenes de serenidad y caos, desde las postales navideñas más kitsch hasta las imágenes de horror con las que cenamos todos los días delante del televisor. Igualmente, tanto el cine de Hollywood como el más culto cine soviético han bebido de su fuente, Joe Dante, Dom DeLillo y Andrei Tarkovsky han citado y recitado su obra. ¿Hay alguien que pueda resistirse a ella? Pero también en Brueghel está el fracaso, la tensión entre el laicismo de sus formas y la religiosidad de sus contenidos, su búsqueda de una nueva perspectiva tridimensional para un objeto intrínsecamente bidimensional como es un cuadro y, sobre todo, su obsesión por renovarse, por ofrecer siempre algo distinto en sus cuadros, una idea demasiado moderna aún para su época. ¿No es Brueghel otro símbolo del fracaso? ¿Y no es gracias a este fracaso por lo que es tan adorado por las generaciones posteriores? ¿Y si Majewski, cuando habla de Brueghel, no hace sino reflejar un doble fracaso? El de un pintor que no pudo hacer nunca exactamente las obras que quiso y el de un cineasta que tampoco pudo realizar la película que deseaba.
II. El silencio
John Cage plasmó el significado del silencio en su obra 4’33» (1952) en la que los músicos se dedican a no interpretar ninguna nota musical durante el tiempo que dura la pieza. Si se sube el volumen de la grabación, se pueden escuchar algunos ruidos ambientales pero a un volumen normal parece el registro del silencio absoluto. Para Cage, estos sonidos casi inaudibles son los que se escuchan cuando una orquesta toca una pieza, pero nunca podemos escucharlos a causa de la música. A nuestros oídos de hoy en día, esta música es la que deseamos oír cuando no queremos escuchar nada. El silencio que nunca existe.
Si John Cage hubiera querido registrar el silencio absoluto, habría pintado un cuadro, como hacía Kandinski. Sus obras son la traducción en colores de obras musicales. El sonido a veces puede ser molesto. La palabra también. Incluso la música, a la que Napoleón definía como «el menos molesto de los ruidos». Majewski deja de lado a la palabra en su película y se centra en la imagen y los sonidos. Las palabras son escasas y concisas, a veces innecesarias. El cuadro es la imagen y la imagen es la poesía.
El mundo de la palabra es el mundo de lo obvio, de las sombras, de la banalización de los sentimientos; en cambio, el de la imagen es el mundo de lo sugerido, de la luz, de la sublimación de las ideas. Sharunas Bartas y Lisandro Alonso están de acuerdo con esto. Ingmar Bergman y Woody Allen no tanto. Y luego está Béla Tarr cuyas imágenes son de otro mundo.
Por alguna razón, tenía en la mente todavía las imágenes de El caballo de Turín (The Turin Horse, 2011) mientras veía El molino y la cruz.
Para Tarr no es necesario hacer evidente la poesía de la imagen, su poder nace de su fuerza intrínseca, de su majestuosa puesta en escena, de la hipnótica secuenciación de un plano detrás de otro. Majewski, en cambio, depende de otras imágenes para recrear su propio universo y esta dependencia merma su fuerza. Nunca habíamos visto filmado un caballo como el de El caballo de Turín ni la muerte de una niña como la de Sátántangó (1994), en cambio obras de Brueghel ya hemos visto muchas y son todas preciosas, por esa razón, al verlas calcadas en una pantalla cinematográfica el impacto no es tan grande, aunque hay algún momento verdaderamente impresionante, eso sí. El respeto de Majewski hacia Brueghel hace que muestre siempre en silencio sus cuadros. Busca una pureza en la poesía de la imagen. Tanto como en el silencio.
No hace mucho se realizó un experimento en el que se colocaba a hombre en una habitación que absorbía todos los ruidos, de tal manera que aunque gritara, viera la televisión o escribiera en el ordenador, le era imposible oír nada. Poco a poco, el hombre comenzaba a oír ruidos que nunca había escuchado con tanta nitidez, sus ruidos interiores: su corazón, la actividad de sus órganos, incluso el fluir de su sangre. El experimento se interrumpió debido a que el hombre estuvo a punto de enloquecer debido a estar sometido a un silencio tan prolongado. Si las películas no tuvieran sonido, ¿acabaríamos enloqueciendo? Qué feliz locura ver una y otra vez películas en silencio con el 4’33» de John Cage sonando de fondo.
III. El infinito
Hubo un profesor que me hablaba frecuentemente de los dos infinitos. De lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande. Lo infinitamente pequeño era toda esa gama de submundos que se desarrollaban en mi imaginación cuando veía un hormiguero, un montón de arena, unas flores salvajes que crecían en las grietas de una casa abandonada. Hoy en día lo infinitamente pequeño serían las partículas elementales o el bosón de Higgs. Lo infinitamente grande lo tenemos cada noche cuando miramos al cielo y vemos un fragmento de la Vía Láctea. Y aún así, lo que nos parece infinitamente grande es, en realidad, infinitamente pequeño en comparación a nuestro grupo local de estrellas, a nuestra galaxia, a nuestra agrupación de galaxias o el universo en el que habitamos.
La pintura flamenca intentó reflejar siempre la tensión de estos dos infinitos. En muchas de las obras de Van Eyk, El Bosco y, por supuesto, Pieter Brueghel, vemos cómo conviven imágenes de cielos abiertos con personas paseándose en espiral, casi como hormigas y, al mismo tiempo, como contraste, hay pequeñas figuras trabajadas hasta el más mínimo detalle. La obra capital de Brueghel en la que se reflejan estos dos infinitos es La procesión al calvario, precisamente el cuadro en el que se basa El molino y la cruz. Majewski mira primero la obra con un gran angular y después con un macro. Se acerca a cada uno de los personajes que la protagonizan y luego vuelve de nuevo a la composición principal mientras el pintor le da los últimos retoques. La ficción del cuadro se mezcla con la realidad del cine y viceversa, creando un abismo continuo, un flujo interminable, similar a un campo abstracto de color o a un monocromo de Yves Klein. Para mí, ese es el lugar del infinito, una materia inmodificable, perdurable en el tiempo sin que pierda su fuerza, ni su textura, ni su color. El infinito es el cine, la pintura, el arte.
- Inicio de la novela de NABOKOV, Vladimir: Una risa en la oscuridad, Anagrama, Madrid, 2000 ↩