El muerto y ser feliz, Roquero y El artista y la modelo
Por Manu Argüelles
Un día como la tercera jornada del Festival de San Sebastián nos recuerda cuánto tiene un festival de montaña rusa. El punch del día fue, claro, la flamante y acertadísima Concha de Oro, En la casa, de François Ozon. La caída vertiginosa nos esperaba a la vuelta de la esquina, porque los días posteriores fueron una tortuosa travesía entre películas fallidas y mediocres. Ozon, no solo demuestra a los escépticos de su cine que es un realizador que sigue en excelente forma, sino que además acabó dando el mejor film de la Sección Oficial. Y encima, de rebote, no es exagerado afirmar que es de las mejores de su filmografía. Prácticamente convenció a todo el mundo, solo detectamos un tuit negativo de nuestros compañeros de Detour, porque excepciones siempre tienen que haber. No me extenderé con ella porque para ello ya nos habla mi compañera Déborah en su crónica. Fue tal el subidón que nos dio, que acudir después de ella a ver Roquero fue un tremendo error. Porque en las curvas sinuosas del festival y en los giros sobre su propio eje vertical, ahora tocaba descenso. Pero sí que es pertinente señalarla dentro del leitmotiv que pareció aglutinar a los films que vimos en ese día. Espiritualidad, política y aquel domingo tocaba la expresión artística: el metalenguaje cinematográfico de El muerto y ser feliz, los vericuetos enredados de la ficción literaria a través de En la casa, la música en Roquero y la escultura en El artista y la modelo. Además en las tres últimas se dirime una reflexión del creador en su senectud. De su frustración y la transferencia que deposita en las nuevas generaciones. La del padre roquero con su amargo e insoportable hijo, la del profesor que alienta a su alumno a que desarrolle su potencial literario en la de Ozon. O incluso, la del escultor de El artista y la modelo que recupera su aliento artístico gracias a la juventud pletórica de su modelo. La transmisión del arte, la renovación necesaria para que la llama no cese (el arte como oxígeno de nuestra alma), y los peligros e infortunios que conlleva hacer recaer en otros la resolución de las necesidades no satisfechas.
El muerto y ser feliz
Empezábamos con la película de Rebollo, El muerto y ser feliz, donde Jose Sacristán se basta y se sobra para interpretarse a sí mismo en fase terminal, con una auténtica farsa cinematográfica que se revisa constantemente a sí misma.
Un gesto deconstructivo que alude a los juegos y rupturas de los Nuevos Cines pero que acaba situando al film en un ensimismamiento que solo hace divertirse a su propio realizador. Es de esas ocasiones en las que el creador disfruta mucho con su film, pero no logra contagiar ese entusiasmo al espectador, o, si quieren en singular, a mí mismo. Un pequeño detalle. Quizás porque el pase era un domingo a las 8:30 de la mañana y todos estábamos quitándonos todavía las legañas de los ojos, pero creo recordar que fue la única ocasión en el Kursaal donde el film no recibió ningún aplauso. Toda una hazaña porque, hasta una película totalmente imperfecta como Venuto al mondo, recibió aplausos a su finalización. Dado que sí ha obtenido el premio FIPRESCI, posiblemente estamos ante un film arriesgado y no apto para públicos mayoritarios.
Quiero destacar que no calibro un film bajo estos parámetros, solo pretendo constatar el clima de aquel día en aquel pase en concreto. No es un vector que suponga en mi caso ni un valor añadido, lo exquisito por serlo ya es positivo, ni tampoco me provoca las iras iracundas de esos críticos que ya todos conocemos. Creo que hay que ser proclive a todo tipo de propuestas, hay que saber disfrutar de la heterogeneidad que uno puede encontrarse en el cine y soy partidario absoluto de fomentar a conciencia el eclecticismo y derribar cuantas barreras quieran imponernos. En este caso en concreto, yo no era proclive a que me quedase en la coraza, cuando los materiales manejados por Rebollo eran afines a mi propia inquietud como espectador cinematográfico. Tengo un impulso irracional por las road movies, por la revisión de los códigos del thriller, por esos personajes desclasados y ausentes del ritmo ordinario, que se ubican voluntariamente en una suspensión a modo de exilio de las redes sociales convencionales. La road movie es un campo abonado para este tipo de sujetos explotados a conciencia desde finales de los años 60. Y todo eso está inscrito en El muerto y ser feliz, pero no consigue llegar más allá del esbozo de una simple sonrisa. Quizás no había más pretensión, pero hubiese preferido encontrarme con ese tono entrañable que podía palparse en La mujer sin piano. Tampoco es que no cumpliese mis expectativas (prefiero ir sin ellas porque hipertrofian la recepción), pero, al menos, poder haberla disfrutado tanto como lo hice con La mujer sin piano. Si en aquella Rebollo configuraba un Madrid nocturno totalmente espectral, casi irreconocible, en ésta embarca a José Sacristán, a través de su personaje, Santos, un asesino a sueldo que no asesina, por páramos descorazonados de la Argentina septentrional. Una película en tránsito con paradas en paradores, hoteles de la 3º edad y playas fantasmas, pensando en la estructura de la novela de caballerías, tal como afirma el director. El film hace uso de la voz en off, recurso típico del cine negro clásico -el film juguetea barrenando los códigos del noir– pero precisamente para demoler constantemente el estatuto cinematográfico. Una estrategia narrativa que llega al límite de su paroxismo, que miente en lo que la imagen muestra, que provoca que el film sea sobreleído a conciencia, repitiendo diálogos que escuchamos, que los interrumpe para abrirse paso, que hace de la redundancia una estrategia humorística. Casi parece una parodia cruel de Diario de un cura rural (Journal d’un curé de champagne, 1950) de Robert Bresson, donde la yuxtaposición entre voz narradora y la enunciación de la propia imagen en sí misma, lo que allí era una reflexión entre los vasos comunicantes entre literatura y cine, aquí es casi la subversión de las películas literarias, el comentario del director en dvd utilizado como arma provocadora (presumo que a muchos espectadores no les hizo gracia el desafío). Hay toda una lógica del absurdo, valga la contradicción, que se basa en la suma de contrarios, en los momentos crepusculares de un personaje en sus últimos días de su vida. Pensé en Wes Anderson y su forma de destilar el humor a través de la caracterización de los personajes, aunque seguramente Rebollo tendría en mente otros referentes que mi escasa erudición no logró advertir. Un apunte al respecto, Raúl Pedraz en twitter alude a la deuda que tiene El muerto y ser feliz con el film argentino, Historias extraordinarias (2008) de Mariano Llinás. Pendiente la comprobación y dicho queda para el que le interese investigar más sobre el film que proporcionó a Jose Sacristán la Concha de Plata al mejor actor.
Roquero
También el director rumano Marian Crisan es irónico consigo mismo cuando le hace decir al hijo en la filmación de un videoclip que quiere planos largos fijos como en las películas rumanas. Un plano secuencia como rebeldía a la MTV.
Cierto, Roquero cumple fehacientemente con las señas de identidad estilísticas del cine rumano contemporáneo que nos ha venido filtrado por su presencia en festivales, pero aquí el estatismo de la propuesta acaba enquistándola en el sopor más absoluto.
No se trata de llevar el realismo baziniano a sus últimas consecuencias como hacía Cristi Puiu en Aurora (2008), porque en aquella había una radical voluntad experimentadora que provocaba la opacidad absoluta del registro de la cotidianeidad. En cambio, Marian Crisan, desde la atonía más absoluta, pretende crear un grado cero, en cuanto realismo sucio se refiere, que petrifica la narración. Una mínima base argumental centrada en la letanía de desencuentros entre un padre que antaño era músico (ese corte de pelo como recuerdo de un pasado) con su hijo toxicómano y líder de un grupo de rock. Una relación perversa, donde los ejes se subvierten, hasta el punto que es el padre quien facilita el dinero y la droga para que su hijo pueda colocarse y pueda darse una tregua al permanente enfado que tiene desde el fotograma 1 con el mundo. Crisan acostumbra a filmar al primogénito desde la imagen borrosa, del desencuadre que no fija la visión del personaje en el marco visual, precisamente para empatizar el carácter oscuro y perverso de ese músico con infulas. Como si fuese un Jekyll y Hyde desdoblado en dos personajes, donde el segundo abusa y trata con desprecio al primero, el progenitor, absolutamente sumiso a las vejaciones que va engullendo sin rechistar. Una pena, porque su anterior film, Morgen, sí que resultaba muy simpático en aquella variación del film de Spielberg, E.T (1982), en clave de drama social, y cambiando al niño y el extraterrestre por un rumano y un turco inmigrante ilegal. Con Nuevos Directores seguíamos sin levantar cabeza.
Y finalizamos la jornada con la sobriedad, la contención y la rúbrica elegante de un blanco y negro bien orquestado, con bellos planos ajustados y medidos, a través de la pequeña historia de El artista y la modelo.
Fernando Trueba saborea las mieles en las que se encuentra tras Chico y Rita (2010) y aborda una historia que se presupone personal, al dedicar el film a su hermano, también escultor. El ganador de la Concha de Plata al mejor director realiza un film si se quiere de formas delicadas, que tiene el material suficiente para caer en la elucubración intelectual a través de la reflexión del creador en su senectud, pero que evita el cultismo exacerbado. No nos extenderemos demasiado, ya que mi compañero Fernando Solla glosará los detalles del film en una crítica aparte, pero se trata de un cine que nos empuja a utilizar un cliché manido entre los que escribimos sobre cine. Encontrará su público en sus maneras y en sus formas, pero no siento que sea un film del que me pueda hacer partícipe. Nicolás Ruiz en Cineuá comentaba a propósito de Spring breakers en su cobertura de Venecia, que ésta era la más cercana a nuestro lenguaje, a nuestra generación, a nuestra fragmentada narrativa vital donde las redes sociales, alter egos y avatares se alternan con el contacto humano. Pues con El artista y la modelo me pasa justamente lo contrario. Su pulcritud me trae a la actualidad a un director al que hace años le perdí la pista, porque al yo crecer, su cine no ha crecido conmigo. Cuestión de elecciones, pero a veces prefiero los excesos viscerales, crípticos y desorbitados de un Peter Greenaway o de un Derek Jarman, cuando plasman a artistas en crisis que tratan de buscar con ahínco la musa de la inspiración, que se ahogan en sufrimiento para culminar su obra magna, que no el correcto y mesurado ejercicio de filmación expresiva que es El artista y la modelo, al que le echo en falta garra y fuerza para sumergirme en el drama muy bien transmitido por Jean Rochefort.