El mundo sigue
En movimiento Por Alejandro Sánchez
Verás maltratados a los inocentes, perdonados los culpados, menospreciados los buenos, honrados y sublimados los malos; verás los pobres y humildes abatidos, y poder más en todos los negocios el favor que la virtud.
El mundo sigue es una historia sobre el movimiento, el movimiento de un tiempo que pasa, un tiempo de odio, un odio entre dos hermanas, un odio inveterado, un odio irracional, un odio hacia la prisión de lo moral, un odio irreflexivo, un odio incierto. Es una historia sobre la envidia, sobre la decencia, sobre el honor y sobre la honra, sobre la violencia, sobre el dinero, sobre la riqueza y la pobreza, sobre el latrocinio, sobre la mujer y sobre el hombre, sobre el hambre, sobre la prostitución, sobre la ludopatía, sobre el nepotismo, sobre el aborto, sobre el suicidio, sobre la muerte, y sobre la vida.
El mundo sigue es la historia de una época que pasó, y de una época que aún está, de una época que viene y que se va, que discurre y que retorna, una época en perpetuo movimiento. Puede que los títulos de crédito que abren El mundo sigue constituyan la mejor metáfora posible para plasmar subrepticiamente esa idea del movimiento. En ellos se aúnan palabra, música e imagen. El enunciado «El mundo sigue» anuncia el comienzo de la cinta, pero, además, actúa como una revelación: el mundo sigue, no se para. No obstante, aunque el movimiento es continuo, como refuerzan gráficamente el desplazamiento ascendente de las letras y sonoramente esa melodía radiofónica repetida varias veces a lo largo de toda la obra, el plano de la radio de un automóvil sobre el que se imprime el texto es estático. La música avanza en el tiempo, los créditos suben, el coche es la máquina móvil por antonomasia, pero, sin embargo, paradójicamente, la escena que el espectador ve permanece inmutable. Con este conciso inicio se declara la primera intención filosófica de la propuesta: el estudio sobre el devenir.
A continuación, tras un fundido, sobre el plano general de un bullicioso barrio madrileño, se desliza la cita de fray Luis de Granada que encabeza este artículo. Ya en el siglo XVI, el eclesiástico se percató de una realidad que, todavía hoy, se antoja inadmisible: lo moralmente abyecto triunfa, mientras que lo decente y bueno fracasa. He ahí el conflicto con la actualidad, en la que quien se desvía del camino de la rectitud debe perecer, mas el que lo transita no puede sino alcanzar la cúspide del éxito. Lejos de ser una simple frase célebre que, como argumento de autoridad, sirva falazmente de sostén del discurso de la película, este fragmento de la Guía de pecadores expone la segunda finalidad de la obra: el análisis de la moral ambigua, injusta según la cultura occidental, dominante en la España de posguerra de finales de los años 50. En este prólogo, la referencia a Fray Luis surge como una sutil advertencia hacia el espectador: El mundo sigue es una tragedia en la que los conceptos del bien y del mal, tan perennes que resultan ya hasta manidos, se invertirán.
Por último, una sucesión de planos urbanos en blanco y negro contextualiza el espacio de la historia, al tiempo que la banda sonora, carente de música extradiegética y llena de pitidos de cláxones, griteríos de chiquillos y rumores metropolitanos, manifiesta el propósito documental de la película. Aparte de un drama entre personajes, El mundo sigue es un análisis realista de un tiempo y un espacio de España, de la mentalidad opresiva de sus gentes, de su lenguaje y de sus tradiciones.A lo largo del metraje, se hallarán por doquier pinceladas insignificantes, pequeños trozos de historia, que, como las imágenes de anuncios de bebidas refrescantes o las de niños leyendo tebeos y comiendo pan con chocolate para la merienda, retratan a la perfección las costumbres de este país putrefacto.
Tras concluir esa suerte de proemio con el que Fernando Fernán Gómez sintetiza las tesis de su filme, da comienzo la acción. Entre todo el gentío, un zoom destaca a una mujer de edad avanzada, doña Eloísa (Milagros Leal), cuyos andares demuestran su cansancio, que se opone al de los críos que juguetean a su alrededor. Se fotografía de esta manera un mismo mundo humilde, pero distinto para cada individuo. Una simple calle, un mercadillo, emergen ante la cámara como un pequeño universo imparable: una mujer que se acerca tambaleándose, unos niños que se alejan raudos brincando; la vejez que se viene, la juventud que se va, siempre en movimiento. Doña Eloísa se dirige al piso donde vive con su familia, en la última planta de un edificio, alto, pero aún más para ella, como subraya concisamente la panorámica vertical ascendente que realiza la cámara al filmar el inmueble. La mujer sube lentamente las escaleras; los niños las bajan velozmente. El sonido parsimonioso y armónico de sus pasos se intercala en un montaje alternado con el griterío infantil de la calle. Sus pisadas son pesadas; las de los chiquillos, ágiles. La propia mujer explica el símbolo: la subida hacia arriba representa el movimiento hacia la vejez a través de esos escalones.
Al llegar al ático, pronto se conoce cuál es la causa del agotamiento de la anciana: el conflicto irremediable entre sus dos hijas, Eloísa (Lina Canalejas) y Luisa (Gemma Cuervo). Su aparición en el piso las define con precisión y permite apreciar el contraste que existe entre ambas: Elo, de prendas oscuras y recatadas, de semblante abatido y cargada de hijos pequeños, apesadumbrada por la pobreza, compadecida por sus padres y su hermano, tristemente casada con Faustino (Fernando Fernán Gómez), un rufián patético obcecado con el fútbol y las quinielas; Luisita, de vestimenta luminosa y ligera, vivaz, fulgorosa, soltera e indecente.
Eloísa, la más casta, pero, simultáneamente, más voluptuosa a ojos de los hombres, añora aquellos días en los que era galardonada por su físico, mas maldice internamente cómo el tiempo, pese a la rectitud de sus comportamientos, la ha despreciado en favor de su alocada hermana. El estado mental de Eloísa queda sintetizado en una de las escenas clave del filme, en la que ella, en la cama con su marido, casada como corresponde a una mujer socialmente moral, en vez de feliz, está abstraída. Un fundido encadenado conduce sus pensamientos en un flashback hacia el certamen «Miss Maravillas 1950», que la protagonista, gracias a su belleza, ganó años atrás. La Eloísa actual rememora a aquella Eloísa henchida de felicidad, pero la voz en off con la que recrimina a su rudo marido desde el presente indica que los recuerdos que las imágenes analépticas muestran están ya mancillados. Lo que fue no volverá a ser. El mundo ha seguido y lo que la debería haber conducido hacia la placidez según los cauces de la convención y la moral imperante, el matrimonio y la maternidad, la han transportado hacia la penuria. Siguiendo la frase de Fray Luis, Eloísa es la inocente a la que su marido maltrata; es la hija buena a la que incluso sus padres, por su inexistente ascenso en la escala social, acaban menospreciando; es la virtuosa que acaba pobre y abatida. Eloísa sabe que su físico aún le proporcionaría el éxito entre los hombres, que éstos volverían su cabeza cuando ella se contonease sola por las calles, que está en su cuerpo la llave para acabar con sus miserias. Quisiera abandonarse a los pecados sexuales, pero no puede. No es capaz porque su integridad y su decoro se lo impiden, y porque, si cayera en las redes de la impudicia que atribuye a Luisa, se equipararía a ella.
Luisa, aun consciente de la desdicha de su hermana, aspira a un buen marido que la mantenga, pero sus ambiciones de ascenso y poder desvían sus proyectos. Probablemente, como atestiguan las convulsas lamentaciones que, por sus malas artes, experimenta tras perder a un novio honrado, quisiera ser como Eloísa, pero, al igual que ésta, no puede. La envidia que cada hermana siente por la otra, por ser como la otra, queda tan arraigada entre ambas que se diluye su sentido y, olvidado éste, se convierte en un quiste inextirpable, en una costumbre histórica tan incrustada en la familia que una vida sin el odio hacia la hermana es inconcebible, aunque se desconozca la causa primera de esa aversión fraternal.
Existe un punto culminante en la obra en el que Luisa, después de abandonar su hogar y haberse liberado de la opresión a la que la sometía el sentido de la honra y del honor de su padre, decide visitar la casa parental por primera vez. Entonces los espectadores somos galardonados con una secuencia de inusitada belleza, en la que un magistral montaje paralelo entremezcla una serie de planos de la Luisa adulta subiendo a casa en frenética carrera, de una Luisita joven también ascendiendo por las mismas escaleras con inocente emoción, y de escenas sucesivas que, a modo de cortos flashbacks nostálgicos, muestran el movimiento de la vida de la muchacha desde su infancia hasta el presente. Vemos simultáneamente a la Luisa presente, a la Luisa pasada y, a través de esos momentos felices y fugaces de su vida, a la joven en adulta transformada. Podrán mostrarse tres líneas temporales distintas, pero en ellas sólo habrá una Luisa. En efecto, el mundo ha seguido, pero los personajes que lo habitan, aun cambiados, son los mismos.
Con la llegada de la hija ausente, las opiniones de la familia se han transmutado: «Pero hija, si estás hecha una reina» son las primeras palabras que, con gran satisfacción, pronuncia la madre cuando abraza, por fin, a la que se fue siendo una hija deshonrosa. En ese momento la frase de Fray Luis adquiere su significado completo. Si hasta ese instante sólo se apreciaba la desgracia de la buena de Eloísa, desde entonces también se desvelan el progreso y el triunfo que la mala de Luisa, hecha una reina, ha cosechado al convertirse definitivamente en una prostituta. Podría pensarse que el regreso de la muchacha es la única fuente de felicidad de la vieja, pero la imagen se encarga de plasmar escrupulosamente los verdaderos motivos: mientras, finalizado el encuentro, la madre descansa en la cama con una sonrisa de placidez, la cámara enfoca los suntuosos presentes que la niña ha traído. Los pomposos regalos de Luisa y, en fin, el estatus adquirido, han trastocado la ideología de la familia. «Todo, todo lo tolero menos una hija así», decía el padre; «La verdad es que con esta hija nos hemos equivocado», corrige ahora. «Al dinero no hay que mirarle el origen, sino su cantidad y su poder adquisitivo», acabará afirmando más tarde. No hay duda: don Dinero ha vencido a doña Honra.
A partir de esa sublime secuencia, la obra cobra un cariz diferente. Mientras el público presencia la devastadora decadencia física y psicológica de Eloísa y la película prosigue insertando críticas y feroces menciones a toda clase de realidades y grupos sociales, Fernán Gómez se permite experimentar con la mixtura de géneros cinematográficos e innovar aún más con los recursos formales. De esta forma, valiéndose de las alusiones al fútbol y a las quinielas que anticipadamente han ido dosificándose por todo el metraje, el director introduce un nuevo relato que convive con el hilo argumental de las dos hermanas, casi una nueva película acerca de la insania por el juego y el deporte. Lo que hasta el momento había sido sólo un claro drama familiar y social, se enriquece con escenas esperpénticas, a veces próximas a la comedia, y con fragmentos de suspense, en los que se tiende al tenebrismo de luces y sombras y se llega a ralentizar el ritmo para crear, con éxito, súbita tensión. Asimismo, pese a que en la primera parte se había utilizado el monólogo interior en voz en off, es en este segundo bloque donde el recurso se despliega abiertamente para añadir un apabullante realismo psicológico a la cinta. Con este recurso se consigue una rigurosa exposición de la psique de los personajes, pero, lejos de ser una forma simplista de expresar sus pensamientos, la voz en off se yergue como un jugoso método con el que rociar la narración de perspectivismo y de una interesantísima frivolidad que surge de la oposición entre lo que los protagonistas piensan, dicen y hacen.
De este modo, la película se configura como un filme moderno de extraordinaria complejidad, rebosante de técnicas visuales, elipsis, metáforas y símbolos que siguen sorprendiendo. Así, las lociones en la cara de Luisa van acompañadas de los razonamientos con los que pergeña sus ardides; los numerosos planos de manos sugieren la nerviosa y creciente locura de Faustino, el marido de Eloísa, cada vez que se halla cerca de billetes; la diferencia entre los colores blancos y negros de las ropas de Eloísa y el dueño del bar encarnan las tensiones sexuales y las tentaciones. El mundo sigue es una película repleta de detalles aparentemente nimios que pueden pasar desapercibidos en un único visionado, pero que robustecen la obra y sirven de presagios para el destino inexorable y fatal que depara a todos y cada uno de los protagonistas.
Entonces, cuando al final este destino los alcanza, se revela que aquella alusión original a Fray Luis era un engaño, que no hay ni justicia ni injusticia morales, que no hay buenos castigados ni malos ensalzados. La tragedia es implacable y anuncia lo innegable: sólo hay una vida y un mundo que sigue incluso cuando aquélla expira. Y cuando nos damos cuenta de que el plano final coincide con el primero, con ese vehículo estático, con esa música recurrente, con ese rótulo que, sobre plano fijo, indica que la cinta ha concluido, el sentido de la obra se torna aún más ambiguo y comprendemos aquella paradoja inicial sobre el movimiento: el mundo sigue, es puro devenir, pero siempre, en ese discurrir imparable, nos devuelve al punto de partida, ese limbo en el que, como el lujoso coche en que llegaba Luisa para confluir con Eloísa, lo mutable y lo inmutable se fusionan y se difuminan, la imagen se detiene y la música continúa. El mundo siempre sigue, pero preso de un eterno retorno en el que nada cambia.