El odio que das
La experiencia fracturada Por Ignacio Pablo Rico
La escisión es uno de los rasgos esenciales del angst adolescente: lo que somos frente a lo que mostramos, el yo público frente al privado, lo —poco— que estamos dispuestos a compartir con quienes nos quieren y lo —mucho— que preferimos atesorar, a veces con resignada tristeza, en nuestra intimidad. Para Starr Carter, protagonista del best-seller de Angie Thomas y de su adaptación cinematográfica por parte de George Tillman Jr., este carácter «quebrado» de la experiencia alcanza cotas inusuales en los libros y películas orientadas al consumo púber. «Chica de gueto», criada en el barrio ficticio de Garden Heights, estudia sin embargo en un exclusivo colegio privado gracias al denodado esfuerzo de sus progenitores. Starr se siente doblemente disociada. La «girl from the hood» se esfuerza en ocultar sus raíces entre la «woke generation» que representan sus compañeros de clase, quienes interpretan la cultura popular afroamericana en clave de objeto de consumo. Tampoco se siente mejor cuando llega la hora de socializar en el vecindario, ya que su educación la convierte en extraña y extrañada —y, como buena protagonista de teen movie contemporánea, en alguien con nostalgia de un tiempo no vivido, en este caso los ’90—. El odio que das (The Hate U Give, 2018), más allá de su marco coyuntural, relata un periplo interior común a cualquier época: el de una joven que intenta armonizar las dos vivencias de la realidad que la hacen ser quien es. Inscrita en uno de los más prolíficos y apreciables itinerarios del cine americano, El odio que das es una película generacional tal como la fue la seminal Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, Nicholas Ray, 1955): el adolescente no solo es el depositario de los dilemas y contrariedades de generaciones previas, sino que de él depende la posibilidad de un porvenir más luminoso.
Si las teen movies a menudo alivianan o eluden los conflictos más crudos inherentes a la pubertad —algo que tienen en común varias producciones recientes con trasfondo racial, imbuidas de una boba autoindulgencia—, El odio que das toma con audacia el camino diametralmente opuesto. La problematización de las relaciones humanas permea lo familiar —las cicatrices del pasado, o las fricciones entre Russell, el padre, y su cuñado Carlos, agente policial…—, lo comunitario —la presencia ominosa de King, el narcotraficante local—, lo institucional —las colisiones persistentes entre la policía, que opera como una banda callejera más, y los residentes de Garden Heights—, lo afectivo —el creciente hastío de Starr con respecto a sus amistades— y, por supuesto, lo racial —la «programación» ideológica y cultural referente a lo que «ha de ser» una afroamericana—. En este último sentido, la Starr que encarna una Amandla Stenberg de notable expresividad corporal, ha sido concebida por la escritora Angie Thomas como heredera de una tradición de mujeres negras que, destinadas a dejar huella en la Historia pop, se han visto obligadas a lidiar con la exclusión segregacionista que promueven las políticas identitarias. El heroísmo de esta Katniss Everdeen del gueto, llamada a suturar las heridas de una América tan escindida como su propio interior, recoge el legado de aquella Whitney Houston atacada por la intelligentsia afro porque cantaba «música de blancos», o de la Chaka Khan ignorada y vilipendiada al performar a una madre italoamericana en Little Italy, de Stephen Bishop.
En El odio que das, la primera vez que leemos el eslogan «Black Lives Matter» lo hacemos en el contexto encabezado por un grupo de estudiantes, procedentes de familias acomodadas, que encuentra la excusa perfecta para faltar a clase. Un malicioso reflejo del doble reto que ha de afrontar Starr: encabezar una movilización pervertida por el oportunismo de unos —sus compañeros de clase— y por la frustración comprensible pero mal canalizada de otros —sus vecinos—, a la vez que redefine, a nivel individual y social, los horizontes colectivos. El carácter imaginario de Garden Heights les sirve a Tillman y a Thomas para habilitar en su seno un proyecto utópico: actualizar el T.H.U.G. L.I.F.E. de Tupac Shakur («The hate you give little infants fucks everybody») con el fin de incidir en los problemas que enfrentan los barrios de mayoría afroamericana —aquí, las familias desestructuradas y la tolerancia a la presencia del narcotráfico—, entendiendo que toda acción revolucionaria ha de comenzar por un proceso de implacable autocrítica.
El hecho de que en El odio que das asistamos a la descripción detallada de lo que pasa por la cabeza de un policía al abrir fuego contra un joven negro probablemente desarmado, sin caricaturizar a las fuerzas de la ley, da cuenta de lo escasamente complaciente que pretende ser el filme. El racismo, entendido como mal histórico de raíz psicosocial antes que como una beligerancia activa del blanco hacia el negro, es tan dañino, comprende Starr en el clímax del largometraje, como la actitud permisiva y autocompasiva que ha normalizado la violencia dentro de muchos barrios de clase trabajadora. En unos tiempos que han hecho del victimismo un modo legítimo de empoderamiento —véase el reflejo de ello en trabajos audiovisuales recientes como Así nos ven (When They See Us, Ava DuVernay, 2019), Queen & Slim (Melina Matsoukas, 2019) o Da 5 Bloods (Spike Lee, 2020)—, y que han trasladado la lucha racial al terreno yermo del partidismo político, El odio que das propone una nueva mitología heroica negra para hoy. Esta se halla a medio camino entre el sesgo mesiánico de las distopías teen de la década pasada y el legado del blaxploitation feminista, donde la iracunda mujer negra se batía tanto contra el patriarcado afro como contra las instituciones creadas y gestionadas por el hombre blanco —Coffy (Jack Hill, 1973), Cleopatra Jones (Jack Starrett, 1973) o Get Christie Love! (William A. Graham, 1974)—. Cuando Starr acomete un gesto tan valiente como es el de mirarse en el espejo, da el primer gran paso para desafiar el statu quo y reunificar la experiencia de una nación fracturada.