El Otro e Inseparables
El gemelo como encarnación del doble: El Otro e Inseparables, dos ejemplos en el cine Por Montse Rovira
Homo homini lupus. El hombre es un lobo para el hombre según nos contó Hobbes en su Leviatán. Para el inglés el hombre, abandonado a su estado de naturaleza, estaría inmerso en una continua guerra de todos contra todos, ajena a la justicia y en la que los fuertes someterían siempre a los más débiles sin el menor respeto por sus vidas. Un estado de inseguridad perpetua de la que sólo se puede salir a través del pacto civil en el que todos renuncian a su fuerza para depositarla en un hombre o asamblea. Es una visión negativa de la naturaleza humana que contrasta con la de Rousseau, quien se instala justo en sus antípodas. Según lo entiende Rousseau, en el estado naturaleza todos somos iguales, es la sociedad la que establece las diferencias que conducen al sometimiento del hombre por el hombre. Se hace eco así del mito del buen salvaje, de la visión de la naturaleza humana como un estado de bondad incorrupta.
Estas dos concepciones antagónicas se han ido repitiendo a lo largo de la historia del pensamiento desde sus orígenes. Más allá de terciar en la polémica, si la traemos aquí es para señalar como somos conscientes de nuestra capacidad de dañar, pero también de la de sanar. No en vano somos la única especie en la que se da el asesinato del igual, pero también somos la única que cuida de ancianos y enfermos. La naturaleza humana es bipolar y somos conscientes de nuestra dualidad.
La dualidad nos conturba y nos fascina por partes iguales. Esa inquietud de los espejos que nos devuelven un reverso de nosotros mismos en el que no siempre nos reconocemos. Para indagarla y exorcizarla hemos generado el tópico del doble, expresado bajo diversas manifestaciones. Una de las más obvias es la del gemelo. Esa sorprendente réplica exacta, que, sin embargo, es otro, es una evidencia propicia para exponer nuestro desdoblamiento en virtudes y defectos que se compensan y, porque no, para exponer también la dialéctica del bien y del mal. Todas las culturas tienen leyendas al respecto: Isis y Osiris en Egipto; Caín y Abel en el Antiguo Testamento; Cástor y Polux en la mitología griega, los dioscuros, hijos de Leda que se reparten entre ellos lo divino y lo humano, a los que el relato mítico supone caracterizados en la constelación de Géminis, ese signo zodiacal al que se le considera propenso a la doble personalidad. De la leyenda, el mito viajó a la literatura y de la literatura al cine, que es el que nos interesa. Vamos a repasar dos ejemplos paradigmáticos El Otro (The Other, Robert Mulligan, 1972) e Inseparables (Dead Ringers, David Cronenberg, 1988).
Constelación de Géminis
Se habla a menudo de la importancia de la primera frase de una novela, la oración inicial debe sorprender y atrapar al lector. «Aujourd’hui, maman est morte» escribe Camus al principio de El extranjero y ya nos ha puesto en el presente del protagonista, ha situado al narrador y el tono de la novela. Así ocurre también muchas veces en el cine y ese es el caso de El Otro: la primera secuencia ya sienta las bases de lo que va a ser el alma del relato. La película arranca con un travelling lateral que recorre lentamente un plano general de los árboles de un bosque, se detiene al descubrir un claro y con un zoom nos acerca hasta el primer plano del rostro de un niño. Sobre la música de Goldsmith, una tonadilla que evoca el mundo de la infancia, con lo que esta tiene de misterio, se superpone sonido de ramas al pisarse y, por contraplano, vemos a otro niño idéntico al primero. Con el travelling lateral parece que se nos está retratando un locus amoenus en el que va desarrollarse el mundo idílico de un niño un verano, pero el zoom acompañado del score siembra la inquietud. Hay algo turbador en ese espacio ideal.
El Otro
Este arranque es una clara muestra de las dotes de Mulligan para la puesta en escena: «su puesta en escena es de una limpieza cristalina, tan diáfana con todo lo planteado que, ocasionalmente, puede resultar incómoda. Ahora bien, jamás se encuentra tamizada de autocomplacencia ni teñida de huecas ambiciones. La mirada de Mulligan es siempre directa, sincera, exacta, algo que corrobora su enorme talento como director» 1.
Este virtuosismo formal ayuda a abastecer de una profunda introspección psicológica a todas sus películas, sea cual sea el género al que se adscriban, así El Otro ha sido calificado como thriller psicológico. La película nos narra, en apariencia, las vivencias de los gemelos Niles y Holland Perry (Chris y Martin Udvarnoky) durante el verano de 1932 (con la opinión pública conmocionada por el secuestro y asesinato del bebé de Charles Lindberg), su padre ha muerto en un accidente y su madre (Diana Muldaur) atraviesa una profunda depresión. Es su abuela (Uta Hagen) la figura emocional que les arropa, enseñándoles a proyectarse en la naturaleza gracias a la imaginación mediante lo que ella llama el gran juego. Aunque gemelos idénticos, los niños guardan muchas diferencias entre sí: Holland es el más decidido y autónomo; Niles es más sensible, bondadoso y atento con sus mayores. Durante ese verano veremos como Holland escala desde las travesuras hasta las fechorías y las muertes. Se diría pues que estamos ante el típico reparto de virtudes y defectos que desde siempre se han asociado a las parejas de gemelos, llegando hasta el tópico del gemelo malvado como encarnación del doble.
Durante dos tercios del filme estaremos convencidos de ello, pero tras el giro de guión en la magistral escena en la que la abuela obliga a Niles a ejecutar el gran juego ante la tumba de Holland, descubrimos que la cinta tiene un planteamiento más profundo. Hay que destacar que Mulligan nos convence de la existencia de los dos hermanos sin necesidad de grandes artificios ni efectos especiales. En ningún momento los hemos visto juntos en un plano, siquiera hemos visto a Holland en compañía de ningún otro personaje que no sea el de Niles.
Todo es sugerencia en El Otro, y si puede sugestionarnos de que ambos hermanos conviven es gracias al depurado trabajo de montaje realizado por Folmar Blangsted y O. Nicholas Brown. No ha habido más que ilusión (la nuestra y la del protagonista). Mulligan nos ha llevado a dar un paseo por los límites de lo real en su convivencia con lo imaginario, para hacernos ver que la naturaleza, la externa pero también la humana, tiene una doble vertiente: lo bucólico alberga en sí lo siniestro, así como la inocencia infantil puede acabar en un viaje a la más terrible locura.
El filme investiga, pues, sobre nuestro horror a la muerte del igual llevado hasta el abandono del yo y la prestación de la propia persona para que el ausente la habite, en un juego de sustitución y asimilación. La otredad de la que habla el título es la que alberga el propio sujeto en su interior y que se expresa en el desdoblamiento de la personalidad. La dualidad está en uno mismo, Mulligan parece decirnos, igual que Borges, que todo hombre contiene en sí mismo al héroe y al traidor. Y más allá, que incluso lo que alimenta a la virtud es la misma fuerza que late en el defecto. Cada hombre puede albergar en sí su doble perverso. Los reversos son indisociables y el uno existe por razón del otro.
El Otro
El doble es, pues, el complementario, y a través de él podemos investigar la naturaleza humana en su complejidad. Un tema así, el de los contrarios que se imbrican y se dan luz en tensión trágica, no podía dejar de interesarle a David Cronenberg, uno de los cineastas que más lejos ha ido a la hora de reflexionar sobre nuestros límites. Su excursión al doble recaló también en la metáfora carnal del mismo que son los gemelos en su carismática Inseparables.
En 1975 aparecieron muertos (y al parecer mutilados) en su apartamento los gemelos Steven y Cyril Marcus, fallecimiento provocado por la ingesta de barbitúricos. La anécdota fue novelada en 1977 por Bari Wood y Jack Geasland en la obra Twins y pronto Cronenberg se interesó por ella, pero no fue hasta 1988 que tuvo ocasión de adaptarla. En la ficción, Elliot y Beverly Mantle (Jeremy Irons desdoblándose magistralmente en los dos papeles) son dos gemelos homocigóticos y reputados ginecólogos. Casi indistinguibles físicamente, hay entre ellos diferencias de matiz: mientras Elliot es sociable y abierto (en apariencia es el dominante en la relación), Beverly (un nombre casi de mujer como se insinúa en un momento de la película) es introvertido y sensible; no se trata, pues, de un reparto maniqueo de virtudes y defectos sino de una variación en la actitud ante el mundo que les hace complementarios. Gracias a sus similitudes y a esas leves disparidades, los gemelos Mantle tienen organizado todo un sistema en el que se suplantan a voluntad para completar sus experiencias tanto profesionales como íntimas, incluido el sexo. La experiencia de cada cual no estará completa hasta que la experimente el otro también. Cuando aparezca Claire Niveau (Geneviève Bujold) para que la ayuden con sus problemas de fertilidad, todo ese mundo en equilibrio va a tambalearse hasta caer en un declive insano hacia la autodestrucción y la locura. A partir de este argumento Cronenberg, pues, en Inseparables nos propone una expedición hasta las raíces del yo y su alteridad, el uno mismo y la alienación.
Inseparables
Si a Cronenberg le seducen los gemelos idénticos, es porque gracias a su figura como metáfora puede adentrarse en los recovecos de la mente y discernir el principio de la unicidad y el de la disolución, investigar los límites del yo hasta donde éste se desdibuja y se diluye. Elliot y Beverly son dos físicamente pero sus mentes están tan unidas, están tan comprometidos y compenetrados el uno con el otro, que es en su dualidad donde reside la propia unicidad de cada cual. No es que el uno sea el doble del otro, al menos no entendido como reverso, es que ambos conforman un ser único del que cada uno manifiesta un matiz de personalidad. Son los miembros de un entramado complejo fuera del cual no pueden existir por separado, dependen de ellos para conservarse, por eso serán una unidad sincronizada o no serán. La dependencia existencial se proyecta en la película en la dependencia de las drogas: introducidas estas desde el exterior de su entidad, a través de ellas iniciarán un descenso a los infiernos del que no habrá más salida que la muerte del uno por el otro, un homicidio suicida que es un auténtico acto de piedad (y remedando la iconografía de la piedad escultórica se cerrará el último plano del filme).
La mujer es la auténtica otredad, el principio de la disolución, pues asociado a ella está el amor (no se trata, sin embargo, de un alegato misógino en el que se vea a la mujer como portadora de la tentación) entendido éste como una ansia de fusión que inevitablemente arroja a la pérdida del principio de identidad. No es gratuito que Claire Niveau, esa encarnación del opuesto, padezca una mutación en su matriz, con ello se refuerza la imagen del otro como patógeno que disuelve la unidad. La mujer, sobre todo la mujer amada, supone la escisión del propio yo que entra en conflicto consigo mismo pues, de una parte, quiere seguir conservándose y a la vez, de otra parte, se anhela fundido al objeto amado, perdido en él. Aquí es donde mayor juego da la figura del gemelo porque presta rostro a la complejidad del yo enfrentado a sí mismo por la fuerza mutante del Eros, dos rostros que son en verdad uno (y aquí es el momento de señalar el gran acierto de haber elegido a Jeremy Irons para el doble papel) desdoblado en un debate íntimo. Y la resolución es clara (u diáfana en su oscuridad perfectamente retratada por la fotografía de Peter Suschitzky): el amor es imposible porque el principio femenino y el masculino son inabsorbibles, se duplican y duplicarse es fracturarse. Inseparables de nosotros mismos no podremos nunca comprender al otro.
Inseparables
- VALLET, J.: ‘La pureza del horror, Robert Mulligan director’ en Miradas de Cine nº53 Agosto 2006. ↩