El peral salvaje
Nada es realmente banal Por Ignacio Pablo Rico
El peso de esa sombra, que cubre los pasos de Sinan sobre la tierra, del lugar al que pertenece, tiene un efecto devastador sobre su espíritu. Las débiles expectativas en su futuro laboral o sentimental las condensa con furia en la figura de Idris, su padre, un maestro envenenado de su empleo durante veinticinco años, que se juega el sueldo en las carreras, y pasa los fines de semana sudando bajo tierra, empecinado en la prospección de un pozo que no parece tener agua. Cuando Idris era apenas un bebé, sus padres solían dejarlo descansando en una cesta que pendía de la rama de un árbol. Un día, los abuelos de Sinan lo encontraron cubierto de hormigas, y creen que este el origen de su ánimo excéntrico. De la misma forma lo halla su hijo, una tarde, pensando que está muerto. Sinan no puede sostener la mirada de Idris, pues el rechazo hacia quien le dio la vida solapa un terror abismal: reconocerse en los ojos del padre.
Nuri Bilge Ceylan, el gran cineasta contemporáneo de la distancia, aleja constantemente a Sinan e Idris a través de la puesta en escena. Al poco de volver el joven a su aldea natal tras graduarse, se sienta a ver un programa de televisión con su familia. Es la única actividad compartida por todos ellos en tres horas de metraje. De espaldas a Idris, Sinan responde a las palabras de este sin girarse. Un sutil efecto de pigmentación, sumado al suave desenfoque, sustrae al protagonista del plano, como si no perteneciera al mismo. En las películas de Ceylan, hay un largo camino que recorrer entre el umbral de una puerta y la habitación a la que se abre. Ya sea desde la labor escenográfica, el recurso al plano-contraplano, o haciendo convivir de un modo conflictivo a dos siluetas humanas en un mismo encuadre, la lejanía entre los seres, el desapego de los otros y del mundo, reverbera en lo que vemos.
Al inicio de Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu’da, 2011), tal y como ha explicado Déborah García en esta misma publicación, Ceylan nos permite acceder a un espacio naturalmente vedado: la reunión que se sucede detrás de un cristal empañado. Vemos, pero no escuchamos, lo que ocurre entre los tres hombres que charlan en una habitación; la clave para comprender la verdadera dimensión de los acontecimientos sucesivos se nos escapa. Por razones de clase, de género, ontológicas, en ocasiones Ceylan asume con honestidad su incapacidad para aprehender lo que expresa un movimiento o el rictus de un rostro. En Los climas (Iklimler, 2006), Bahar se aleja de las ruinas que su marido, Isa, fotografía. Cuando se sienta, el escenario por el que aquel hombre pasea pierde consistencia frente a ella, y empieza a llorar, silenciosa, con una tristeza al borde de lo inexpresivo. Los seres humanos del cine de Ceylan —y aquí radica parte de la excelencia del director turco— crecen más allá de los horizontes que alcanza la mirada del autor y, como sus imágenes, acaban por cobrar vida propia.
El temor de Sinan al reflejo que pueda devolverle Idris se podría equiparar al nuestro en identificarnos con los habitantes del universo audiovisual del realizador. Por ejemplo, en Lejano (Uzak, 2002), el fotógrafo Mahmut, escindido entre los deseos de juventud y el mediocre yo presente: un hombre que ha renunciado a seguir los pasos de Tarkovski para entregarse a una existencia frívola y extrañada de sí mismo y de su entorno. O, para quienes escribimos, Aydin, actor retirado que, en Sueño de invierno (Kis uykusu, 2014), ha olvidado sus viejas aspiraciones, dejándose mecer por la vanidad vacua del aplauso fácil, firmando artículos que critican, cuestionan, dictaminan, sin jamás comprometerse ni comprometerlo; en definitiva, decepcionado secretamente de sí mismo, ahogando sus emociones en el cinismo. Sinan es también hosco, solitario, despectivo. Su primera novela, El peral salvaje, en torno a los usos y costumbres de la tierra que lo vio nacer y madurar, está condenada al fracaso, pues germina en una región aburrida de sí misma.
Hay, sin embargo, una terrible lucidez existencial que atraviesa la rabia tardoadolescente de Sinan. De pie en la playa junto a sus amigos, su conciencia fluye así: «¿Por qué nos duele tanto comprender que no somos tan importantes? ¿No sería mejor verlo como una revelación? Somos los progenitores de todas nuestras creencias. Por eso debemos creer en la separación, en la belleza y el amor, y estar preparados. Por todo lo bello que nos ocurra, nos espera una ruptura. Sería mejor estar preparados para hacer frente a lo que nos espera, y verlo como un desastre constructivo que nos ayudará a aclarar nuestro misterio». Sinan no ha tenido en cuenta algo que aprenderá de su padre, una vez haya regresado del servicio militar: hay cosas que permanecerán en nosotros para siempre. Son aquellas que producen «muescas en el tiempo», y que otorgan sentido a la frustración y la abulia del día a día.
Pese a la conciencia del absurdo que ha arraigado en Sinan, y que lo acompaña por interminables senderos y vastos paisajes, el lenguaje fílmico de Ceylan se erige una vez más en acto de oposición a la banalidad. La apabullante paleta cromática que Göhkan Tiryaki aplica de principio a fin nos aboca a un sentido vertiginoso de lo bello, a una cosmogonía que evoca los versos del poeta Yunus Emre, admirado por el director: «Aunque el mundo está impregnado de Dios/ nadie alcanza a ver su misterio./ Si quieres verlo, búscale en tu mundo,/ descubrirás entonces que Él no está lejos./ Esa tierra sobre la que caminas,/ esa comida con la que te alimentas,/ si crees que son tuyas, te equivocas». El viento, que comienza a agitar las hojas, acaricia un plano después el cabello de Hatice, y entre las ramas, filmados como parte de esa naturaleza abrumadora, ella y Sinan se funden en un beso. Para Ceylan, el cine ocupa el lugar de Dios en tanto dador de un sentido que solamente está allí para quien quiera verlo. Únicamente la belleza media entre la decisión de ahorcarse con la soga que desciende hacia un pozo a todas luces estéril, y el ímpetu de seguir cavando trabajosamente como acto de rebeldía. Como danza sobre el vacío.