El pianista
La Kultur judía Por Paula López Montero
“Algo sobrevivió en medio de la ruinas: el lenguaje”
Bien podría decirse que el ser humano es ser humano porque tiene lenguaje. Una sentencia asumible si obviásemos las manchas negras de la historia que se concentran en la primera mitad del siglo XX (incluimos la Gran Guerra y La Guerra Civil Española, que como algunos apuntaban fue, a pequeña escala, antesala de la Segunda Guerra Mundial) y nos encontrásemos en una cultura europea pre-barbarie, más o menos moderna. El sello de la Modernidad llevaba impreso su fin, su ocaso, su occidente, y la pregunta es ¿fue el lenguaje la determinación y la premisa que anunciaba tal telos? Aún estamos asumiendo nuestra respuesta a tal pregunta desde una perspectiva no tan diferente al tiempo previo de la gestación de la barbarie. Nosotros tardo-modernos o, como genialmente apunta un maestro, modernos cansados, aún compartimos la Modernidad como temporalidad pero llevamos con nosotros el desasosiego de la cultura (Kultur y Civilización) y la aceleración del capitalismo que obvia en la mayoría de los casos su propia raíz.
Hablar por supuesto de Barbarie es hablar entonces de lenguaje, de acontecimientos extranjeros, ajenos a lo que nosotros podemos asumir como inteligibilidad del ser humano. Barbarie proviene de bárbaro que era el término que se utilizaba en Grecia para designar a los extranjeros que balbuceaban y que por lo tanto era sinónimo de incivilización ya que el lenguaje era uno de los pilares de la polis. Pero la Barbarie nazi, el no poder describir tales acontecimiento bárbaros, aunque queramos desahuciarnos de ellos como característica intrínseca al Zoon politikón (animal racional), está claro que no significa que no lo podamos hacer, que no esté en nosotros como potencia. Pero entonces ¿qué somos? La mayoría de las respuestas de la filosofía después de la Shoah tratan de dar respuesta a tal pregunta.
Pero como apunta el gran poeta Paul Celan el lenguaje, la casa del ser, ha sobrevivido. Aquello que nos llevó al genocidio fue el mismo lenguaje. Lenguaje que compartían judíos, alemanes, nazis, polacos, húngaros, etc. Y que fue sin embargo desamparo. Peter Sloterdijk, en un libro que está siendo muy comentado, Los hijos terribles de la Edad Moderna, apunta ciertas premisas de cómo el idealismo alemán y postidealismo nietzscheano contenían el germen de esta división. Y es por cierto en esta época (S. XVIII y XIX) donde se gesta el auge y esplendor musical logrado sobre todo en el centro de Europa con Mozart, Bach, Haydn, Händel, Schubert, Schumann, Vivaldi, Beethoven, Kalkbrenner, Tchaikovski, Chopin, Mahler, Liszt, Strauss y Wagner. Y es ahora en el cumplimiento del fin moderno, tras las posibilidades acabadas del arte, de la música, de la filosofía, del hombre y de los mismos lenguajes, donde se ancla este relato, las manos del pianista judío Szpilman. Ironía maestra de Polanski, cuyo guiño aquí no surge desde el posicionamiento superfluo que consigue la fácil risa, sino en la inmersión en las raíces del acontecimiento que consiguen su desvelamiento.
El pianista representa la misma ficción y los escombros de la Shoah. La película de Polanski abre con unas imágenes documentales de Varsovia en el año 1939 mientras que suena de fondo la nocturna en Do# menor de Frederick Chopin interpretada por las manos de Władysław Władek Szpilman, pianista y compositor judío (interpretado por un insuperable Adrien Brody) sobre el que versa el largometraje. Imágenes documentales de la aparente normalidad de la ciudad de Varsovia donde de la posterior división del gueto y el horror del exterminio nazi sólo nos queda una ficción, un pre- y post- y la incapacidad de imaginar lo que sucedió en medio.
Pero como ya apuntábamos, algo sobrevive en medio de las ruinas, el lenguaje, y Polanski hace especial ahínco en el lenguaje musical, pero sin olvidar que lo que también sobrevivió fue nuestra capacidad de seguir produciendo ficción, y largometrajes, desmarcándose de la imposibilidad de la representación y de la sobreexplotada y mal entendida frase de Adorno “No hay poesía después de Auschwitz”.
Polanski, que vivió lo inexpresable en su propia biografía, tiene especial carta de justificación, además de un Óscar y una merecida Palma de oro en Cannes. Y digo merecida, porque a pesar de las demasiado prematuras, y explotadas producciones fílmicas sobre la Shoah (y sólo tres o cuatro considerables), Polanski consigue sobrellevar un relato que podría pecar de excesivo dramatismo y que sin embargo nos dice mucho más sobre el propio genocidio y sobre nuestra condición de post-modernos.
Muchos son los filósofos y las líneas de investigación abiertas sobre las posibilidades de representación del holocausto. Para Jean-Luc Nancy, “la efectividad de los campos habrá consistido, ante todo, en un aplastamiento de la representación misma” 1. Y como decía, atreverse a re-presentar el genocidio es una tarea escurridiza que puede tomar dos vías, el mostrar algo de nuestra condición moderna y de la gestación del propio acontecimiento, y un acto de pre-potencia y querer ganarse la taquilla con discursos que pecan de sentimentalismo fácil desde la butaca. Defendibles en primera instancia, bajo mi punto de vista, estarían las interpretaciones que de una manera u otra tocan el pilar del nazismo y el exterminio, como las películas-documentales de Lanzmann (Shoah), Resnais (Noche y niebla), Godard (Adiós al lenguaje), Tarantino (Malditos bastardos), Benigni (La vida es bella), Haneke (La cinta blanca) y sin embargo tengo mis reticencias y argumentos para pensar en que la película de Spielberg se instaura en otro régimen, y que sin embargo logra la mayor empatía con el espectador con su La lista de Schindler, empatía cuya metáfora directa es la propia industria y el mercado capitalista-laboral. Y pongo a parte la reciente aparecida obra maestra de Lázlo Nemes, El hijo de Saúl, quien personalmente Didi-Huberman tuvo a bien escribirle una carta, que desde luego, dice mucho más de lo que aquí se pueda explicar.
Polanski, director excepcional, cuya maestría genérica y técnica le lleva a hacer películas como Repulsión (1965), Callejón sin salida (1966), Chinatown (1974), Un dios salvaje (2011) o, entre otros, La Venus de las pieles (2013), es con El pianista quizá donde recoja con unanimidad un mayor reconocimiento por parte de la academia y de la crítica. Con un discurso, que como ya hemos citado atiende a cierta responsabilidad con la ética de la representación misma, la puesta en escena de Polanski sin duda es el gran aliado de la narración, junto con la continuidad de planos excepcional que mantiene la atención, y una recreación de escenarios que sin duda ponen en situación y en atmósfera lo que sólo puede ser ya un rumor. Pero es quizá donde mayor se luce lo que aquí se viene a explicar, en la Banda sonora elegida y que entra en la diégesis de la narración mediante las manos de Szpilman y cuyas obras interpretadas son: Nocturna en C# Menor, Grande polanaise brillante, OP 22. Ballad No. 1 en G menor de Frederick Chopin, la Sonata No. 14 en C# Menor “Mondscheinsonate” de Ludwing Van Beethoven y la Suite No.1 Bwv de Johann Sebastian Bach.
El final, cuya encadenación de causas-consecuencias me ahorro, no por economía narrativa sino porque escribir sobre una representación sobre lo irrepresentable vuelve redundante el asunto, es quizá la expresión misma del pathos post-barbarie, una sonrisa irónica de supervivencia, unas manos que siguen tocando la música hasta el final, unido al llanto desolado en las ruinas, y al nihilismo propio de aquellos lenguajes que alcanzaron tan altas cumbres, y que sin embargo siguen re-sonando. Quizá algo no esté tan muerto como presuponíamos.
- NANCY, Jean-Luc (2006). La representación prohibida. Madrid: Amorrortu, p. 33. ↩