El poder del perro

El recuerdo que no alcanza Por Javier Acevedo Nieto

Hay algo en la forma en la que Phil se aferra a la vieja silla de montar y Ada acaricia la tapa del piano. Cuando el recuerdo no alcanza, tantear la memoria con las manos es un acto desesperado por no olvidar. No se trata de visibilizar la realidad perdida, tampoco de intentar construir una dolorosa representación mental de esa realidad perdida. Simplemente, acariciar lo inmediato para abrazar el pasado furibundo: en el fondo, el futuro es la esperanza de que el pasado por fin se quedará en el pasado. Jane Campion ha construido una filmografía sobre el monólogo de la imposibilidad del presente narrativo para reconciliar el recuerdo simbólico de sus protagonistas. Visibilizar el amor como una experiencia fuera del marco histórico y al margen del presente. El poder del perro (The Power of the Dog, 2021) es la historia de un hombre al que se le privó de su propio presente. Un hombre sin tacto que ha gastado la vieja silla de montar de Bronco Henry; qué bonita contradicción la de ese cowboy que monta en una silla que no se mueve: un jinete sin caballo, un hombre emasculado, la parálisis del amor que enferma el presente. En El piano (The Piano, 1993), Ada también vive fuera de su marco histórico y es una mujer sin voz que ha gastado la vieja tapa del piano; qué bonita contradicción la de esa pianista que inventa su lenguaje, pero no puede verbalizarlo: una pianista amputada, una mujer anulada y, allí, la agitación del amor que contamina el presente.

Es bonita la manera en la que Campion hace dialogar ambas obras a través de sendos relatos de época que, de maneras muy distintas, operan con los códigos del género —el western y el melodrama victoriano— para decir que amar disloca. Disloca tanto que las escalas del plano en las que se mueven sus protagonistas son tan gigantes que no pueden ni cobijarles: el sujeto romántico es un apátrida. Contamina tantísimo que cada gesto está asociado con un símbolo que nace muerto: la vieja silla, las revistas fundidas en la hierba, el pañuelo cuya fragancia embalsama y que parece ya una mortaja que envuelve el cadáver del amante. Hiere tan profundamente que Phil y Ada no saben qué hacer con todo el amor que sienten y, quizá por eso, el amor se convierte en una ponzoña estática, gotera en el alma que se vacía gota a gota, un veneno que mancha su hogar. Asimismo, sus experiencias frustradas se narran con paisajes musicales que horadan la geografía física. La banda sonora de Jonny Greenwood solo puede átona y desincronizada porque el amor de Phil es ahora una permanente aspereza, un callo en la memoria. La banda sonora de Michael Nyman solo podía ser un ensueño romántico porque el amor de Ada era una enajenación, una tristeza que se sentía como un peso absoluto en el pecho.

El poder del perro

Queda claro que Jane Campion es una cineasta mayúscula, pero hasta aquí pueden enunciarse las resonancias entre dos obras tan cercanas, tan alejadas. El poder del perro es un ejercicio de cine frustrado, frustrante y denso porque debe serlo; sin embargo, la ventana del género y el marco histórico del relato se sienten en todo momento como un ejercicio de sobreidentificación del presente y sus filias con ese pasado reconstruido en la granja de Montana allá por 1925. Dejando a un lado recalcitrantes consideraciones sobre la pertinencia del calificativo de western en la película, Campion narra la historia de estos dos hermanos y de Rose negando a su relato la capacidad de tener una existencia independiente del mundo real que quiere reflejar —una masculinidad tóxica que colinda con la imagen de la “otredad queer” tan superficial como peligrosa— y del mundo imaginario que construye —pocas películas tan obsesionadas con pensar su dispositivo estético para lograr resultados tan sumamente intrascendentes—.

En la secuencia en la que Phil y Pete, hijo de Rose, ven la misma sombra del perro proyectada en las montañas se aprecia de nuevo ese delicado juego de símbolos con los que Campion aspira a construir el reflejo exiguo y pálida de la mirada del Otro. Sucede que la evocación de esta mirada, la de una masculinidad en conflicto, es fetichizada desde el presente enunciativo y sus filias. El poder del perro es una mirada melancólica e inánime, consciente de la miseria moral y de la pena tan poco espiritual que construye a partir de las exigencias artísticas de un presente mediático hipertrofiado.  Como toda melancolía, no entiende que la nostalgia es más complicada. El enamoramiento es una psicosis, pero el amor es una nostalgia por una imagen del pasado profundamente conflictiva, inasible y atemporal. La película refleja un enamoramiento muerto y melancólico sin aprehender la conflictiva imagen del amor. Un amor que no tiene por qué ser romántico, aunque ya nadie sepa muy bien qué es ese amor romántico que hoy día se denuncia. Campion construye una película llena de ideas, esquemas y conceptos, pero se ubica en un régimen historicista simplista —una revisión del western desde el presente que se olvida del trauma identitario del cowboy, del exilio emocional, de las masculinidades siempre fronterizas y al límite— e impone una posición discursiva a sus imágenes que ahoga todo vuelo emocional. En efecto, se ha señalado la condición psicológica del film y su raigambre en la obra de Faulkner o, incluso, John Huston. El arte de la cita está ahí, aunque la mediación de la realidad social a través de la imagen es tan sumamente roma que nada queda del espíritu espurio y contradictorio de los éxodos morales de los individuos de Huston.

El poder del perro

La mirada de Campion es diacrónica, casi revisionista, y sus imágenes son sincrónicas, incapaces de abrir el artefacto visual a nuevas inquietudes. De esa relación asíncrona sale una película desafinada.  También podría hablarse de la recepción acrítica de una película que es sumamente pertinente. Hallar en la celebración de sus virtudes un síntoma más de la actual cultura venérea que se infecta de discursos y sensibilidades para aupar supuestas obras representativas del tiempo y de las éticas vulneradas. En ese sentido, ¿es lícito que toda película que aspira a problematizar el presente desde el pasado esté sincronizada con las sensibilidades morales de la actualidad mediática y el establishment crítico? La experiencia indica que ser contemporáneo es una experiencia dolorosa y exiliada de un presente problematizado. La evidencia de El poder del perro es que una película sincronizada con ese mismo presente que intenta problematizar: el reconocimiento público de viejas instituciones en nuevos cuerpos quizá sea el mayor síntoma de que, en realidad, ya nadie es moderno.

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