El presente del horror

Un recorrido por el miedo en el cine contemporáneo Por Óscar Brox

Una puerta de armario entreabierta, un brazo que se hunde hasta el codo en la selva de chaquetas y perchas buscando el origen de un ruido misterioso, los sonidos de un callejón solitario, la respiración entrecortada del acechador que arrincona a su víctima, la mirada de la víctima reflejada en la hoja del cuchillo antes de que la primera puñalada penetre en su carne, el crujir de huesos de un cuerpo poseído por fuerzas desconocidas, los ojos vacíos de un muerto viviente, el vómito o la sangre menstrual que resbalan por la piel como afluentes de un río secreto, el rostro desfigurado por el ácido o retorcido por las garras de una criatura infernal, las máscaras, amuletos y símbolos que proyectan el poder de un horror desconocido, la visión de un terror que ahoga cualquier definición posible entre gritos de desesperación…

Una genealogía del horror

Son numerosos los ejemplos de ese instante fatal en el que el terror, ya sea cósmico o terrenal, urbano -como en Tenebre (1982), de Dario Argento- o rural, nos cala hasta los huesos. En los que el pavor por lo que sucede en la pantalla nos invita a desviar la mirada, taparnos los ojos, tragar saliva o repetir mentalmente que tan solo se trata de una ficción. Por mucho que el grito infinito, sobrenatural, de Bennings en La cosa (The Thing, John Carpenter, 1982) recorra de arriba abajo nuestro espinazo. O que el cuerpo de Tina se retuerza por las paredes de la habitación de sus padres, en Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984), ante la impotencia de su novio. Al final, se trata de mirar, de observar y compartir ese escalofrío; de redimensionarlo, con la edad y el paso del tiempo, en nuestros recuerdos cuando queremos explicar en qué consiste eso que nos hiela la sangre. Ese algo tan profundamente inquietante que, por fuerza, por estética o por ética, nunca nos abandona del todo… hasta el punto de que nos obligamos a perseguirlo, película a película, generación tras generación, tratando de reencontrar a cada poco el instante fatal, el horror más primigenio, que evoca nuestras mayores inquietudes.

Quizá porque aún no hemos digerido completamente la primera década del Siglo, la hornada del cine de terror más reciente no nos produce esa misma sensación de contagio que aquella de finales de los 80, hija del celuloide y la imagen deteriorada del vídeo doméstico. Fea, tosca y, precisamente por ello, cercana. Hija de aquellos años de prótesis y efectos físicos, de sonidos brutos que perforaban los oídos. Que provocaban asco, pura repugnancia, en su habilidad para recrear ambientes malsanos y monstruos demasiado reales. Cuyos tentáculos y cuchillas nos recorrían desde la pantalla. Y, sin embargo, no parece difícil consignar el horror frontal de Kotoko (Shinya Tsukamoto, 2011), en la que las visiones de la paranoia de su protagonista irrumpen en el plano con tanta violencia que se estrellan contra la cámara, con el ímpetu suficiente como para rasgar la cuarta pared. O la mirada lúbrica del Creeper -por otro lado, la de Victor Salva, su director- pasando la lengua por el cristal del autobús escolar mientras elige a su próxima víctima adolescente.

Por así decirlo, uno de los gestos más interesantes del cine de terror contemporáneo ha sido su recuperación del cuerpo como territorio del terror. Expresión material de identidades en conflicto, de sexualidades, nunca mejor dicho, a flor de piel, que estallan en la pantalla al confrontar sus terrores secretos. Si Jeepers Creepers (2001) terminaba con el monstruo mirando a través de la carne de Darry, en uno de los detalles más turbios del terror norteamericano de principios de Siglo, en Deadgirl (Gadi Harel y Marcel Sarmiento, 2008) lo era el festival de vísceras y sexos descompuestos con el que sus protagonistas masculinos pagaban por violar el cuerpo de la mujer muerta. En ambos casos, el sexo funcionaba como conductor del miedo, del horror a perder una humanidad que a veces nos basta reconocer con palpar el cuerpo. Estoy bien, sigo aquí, nos repetimos, como si sirviese de algo, mientras toqueteamos nuestras partes más preciadas. Un mantra contra el que ambas películas arremetían con virulencia, ejemplificando en los últimos años de la adolescencia, esa primera frontera que mantenemos con el terror; con lo desconocido. Con todo aquello que amenaza no solo nuestra integridad, sino los rincones de una intimidad que todavía no estamos preparados para sacar a la luz. Y que en Deadgirl sus directores exponen de la manera más grotesca. Invitándonos a ver en esas entrañas, en el pene descompuesto de uno de los adolescentes violadores, algo más que un castigo mor(t)al. La frontera con ese miedo cerval, que nos arrastra fuera de la sociedad con tanta fuerza para dejarnos a merced de nuestros terrores. Con el pánico a dejar de ser, a perdernos en nuestros fluidos y humores, en una pila de vísceras o en un grito congelado en la imagen. Porque pocas veces veremos un terror más nihilista, en el que los excesos físicos contrastan con el vacío de una identidad que está ahí para reflejar nuestra inquietud ante los cambios hormonales, las modulaciones de nuestra sexualidad, la emergencia del deseo y las primeras experiencias en la vida adulta. Que hace de todo ese grupo de adolescentes carnaza para representar nuestras dudas y titubeos, nuestras flaquezas y fragilidades.

En los 80 veíamos en las transformaciones de los licántropos de Aullidos (The Howling, Joe Dante, 1981) o Un hombre lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, John Landis, 1982) todo el horror de una transición a otra cosa. A un algo indescriptible que, desde luego, había dejado de ser humano. Era esa una mirada infantil, aterrorizada por los increíbles efectos mecánicos, a la que le faltaba saber. Proyectar. Encontrar entre esa carne estirada, perforada y rasgada, como la de las víctimas del cubo de Hellraiser, una explicación. Una metáfora. Puede que, en pleno Siglo XXI, la explicación para el horror provenga de la inmensa sensación de desapego que ha canalizado la mezcla de neoliberalismo y convivencia virtual, en la que hemos dejado de ser para convertirnos en colecciones de estímulos proyectados sobre la pantalla de un dispositivo cualquiera. Algo, por cierto, que hace de una engañifa como la de Catfish (Henry Joost y Ariel Schulman, 2010) una reflexión tan perturbadora de nuestra realidad. De nuestro ahora. Del grado en el que podemos aseverar que conocemos a la otra persona. Algo que se intuye, también, en el horror cotidiano del cine de Kiyoshi Kurosawa, en el que el contagio surge desde la pantalla de un ordenador, a través de una conexión inalámbrica, o desde la cara familiar de un extraño al que nunca sabemos ubicar.

Si el French Horror nos trajo una idea atrevida, esa fue precisamente la de cifrar todo el horror en la incapacidad para sostener el núcleo familiar, ya fuese por un conflicto sexual (Alta tensión [Haute tension, Alexandre Aja, 2003]), racial (Frontière(s) [Xavier Gens, 2007]) o maternal (À l’intérieur [Alexandre Bustillo y Julien Maury, 2007]). Idea que algunos de sus artífices exportaron, a través de la cultura del remake, a Estados Unidos para sacudir los fantasmas de la herida del 11-S. Sin embargo, es curioso comprobar hasta qué punto ese trasvase perdió el componente moral o psicológico para reforzar el aspecto más plástico. La crueldad, sí, pero desde el punto de vista del divertimento; de ese entretenimiento que pulía sus aristas hasta quedarse en lo macabro, como ejemplificaba Piraña 3-D (Piranha 3-D, Alexandre Aja, 2010). Película, por otro lado, nada desdeñable en su capacidad para convertir su festín de vísceras y sangre a borbotones en algo inquietante. En, casi, una reflexión sobre el exceso en el nuevo cine de terror, en la hipertrofia y el gusto por la acumulación, que hacía de su escena central en plena rave marítima un desafío a cualquier estómago. La celebración de ese placer por destruir todo, por enredar cabelleras en hélices de lanchas, partir cuerpos por la mitad o reventarlos desde dentro, que no por pueril dejaba de resultar menos perturbadora. Algo que, por cierto, sublimaría Franck Khalfoun en su personal remake de Maniac (2012), en el que las viscosas imágenes del original de William Lustig se transformaban en un juego exuberante de cámara, más cercano a las obsesiones de Brian de Palma.

Pero rebobinemos un momento hacia los orígenes del French Horror, para volver a un filme como À l’intérieur. El atrevimiento de Alexandre Bustillo y Julien Maury no fue tanto el de llevar el subgénero hasta el límite, sino el de plantear hasta qué punto había cambiado el escenario del horror. En cierto modo, su película se podía entender como la imposibilidad de una mujer de recuperar al hijo que había perdido y su obsesión por arrebatárselo, en toda su literalidad, a esa otra mujer cuyo embarazo le recordaba el instante fatal de un accidente. Lo que hacía del filme una experiencia tan perturbadora era la forma en la que Bustillo y Maury conducían ese trauma hacia lo físico, hacia un juego entre gato y ratón que culminaba con el vientre abierto de la mujer y las manos de su acechadora palpando en busca del hijo perdido. Metáfora, tal vez, de una falta de palabras, de diálogo, comprensión y conciencia, que esta vez sí reflejaba claramente algunos de los problemas de nuestro presente. Algunas de sus barreras infranqueables. Los frutos de un lenguaje impotente que, incapaz de hacer frente al horror, como en Pontypool (Bruce MacDonald, 2008), se convierte en canal para su transmisión. De ahí, quizá, el mareo y el vértigo que aún hoy producen las imágenes de À l’intérieur, su desesperada materialidad, que a su manera verbalizan ese otro lenguaje que las palabras no saben, han olvidado, cómo decir.

La familia era el coto de caza para los spree killers de Los extraños (The Strangers, 2008) o Mockingbird (2014), así como para la criatura de The Monster (2016), tríptico de Bryan Bertino en torno a la pérdida de un sentido de comunidad en la América contemporánea. Películas tortuosas que utilizaban el horror como aditivo para los dramas que narraban. Películas, asimismo, silenciosas que vaciaban el plano de retórica para dejar al espectador a merced de momentos en los que nada sucedía, de situaciones alargadas que en sí mismas construían con mayor eficacia ese sentimiento de pavor. De observar a un grupo de personajes inermes ante su incapacidad para hacer frente a sus cicatrices y deudas con el pasado. Enredados en un psicodrama en el que los monstruos no dejaban de ser proyecciones de sus miedos. Como en la extraordinaria Babadook (The Babadook, 2014), de Jennifer Kent, con la maternidad de su protagonista atrapada en la tela de araña de unas deudas morales imposibles de saldar. Cuyos terrores despertaban nuestra conmiseración, cuya fragilidad alimentaba nuestros miedos. Algo parecido a lo que sucedía con la Emmanuelle Béart de Vinyan (Fabrice du Welz, 2008), trastornada por la pérdida y engullida por el corazón de las tinieblas de la selva tailandesa.

Sin embargo, si hay una película crucial en la que se funde el horror doméstico con la reflexión sobre el terror contemporáneo, esa es Sinister (Scott Derrickson, 2012). Pocas veces un filme dibuja con tanta precisión la imagen como fermento o virus de un horror que traspasa el celuloide para instalarse en la realidad, devorando cada recodo del escenario hasta tragarse a sus protagonistas. Pocas veces una película refleja el estatuto de la imagen del horror, la desazón que inspira, los nervios y la ansiedad con la que sus personajes no pueden quitárselas de sus cabezas, borrarlas de sus retinas, pegadas para siempre en sus recuerdos.

Los tentáculos enrollados alrededor del cuello, las fauces babosas de un monstruo, el olor de la sangre seca en la piel, el aullido de la bruja mientras se retuerce entre las llamas de la hoguera, el cuerpo lívido que descansa en la mesa de disección, la vagina dentata preparada para cercenar el miembro, el ruido intestinal que desemboca en una catarata de vísceras, la colección de máscaras de piel humana del matarife, el paisaje del gótico americano y el escenario de la campiña francesa, la mirada asustada del niño ante su particular coco y el horror del adulto ante sus pesadillas, la piraña que emerge desde la garganta, el alien que perfora el pecho, la estaca que traspasa el ojo, el rifle que revienta el cráneo, el zombi que devora el cerebro y el caníbal que lo paladea junto a su víctima, la bestia que contempla al hombre que fue y el hombre que teme a la bestia en la que se convertirá…

À l’intérieur horror

À l’intérieur

El terror y sus mitologías

En cierto modo, se podría decir que el terror se ha alimentado de mitologías, que las modas y las generaciones han revisado a conveniencia. Si la figura del hombre del saco se ha transformado conforme pasaba el tiempo, también le ha sucedido lo mismo a la de sus víctimas. Quizá por ello, una película maltrecha y fallida como Almas condenadas (My Soul to take, 2011) sea, sin embargo, uno de los estudios más lúcidos sobre los mecanismos del terror. No en vano, Wes Craven se caracterizó por ser uno de los cineastas más obsesionados por la figura del boogeyman, explotada una y otra vez en sus películas. Lo interesante, sin embargo, de este filme radicaba en cómo hacía de sus protagonistas adolescentes víctimas y, al mismo tiempo, hombres del saco. Hijos de una comunidad de condenados que necesitaba purgar anualmente sus delitos y pecados para continuar con su aparente fachada de armonía. Víctimas que arrastraban desde su nacimiento un horror, un miedo cerval, que pasaba de unos a otros en busca de una nueva encarnación. Y que Craven, astutamente, utilizaba como metáfora de una comunidad herida en su interior, atemorizada y obsesionada por blindarse frente al exterior -como en El bosque (The Village, 2004), de M. Night Shyamalan. Perturbada en su horror, en ese terror propio que era el único pegamento disponible para unir a unos con otros.

Es posible que el horror contemporáneo se cifre en las comunidades enloquecidas que albergan terrores de otros tiempos. A las brujas de Lords of Salem (Rob Zombie, 2012) o a los demonios de El último exorcismo (The Last Exorcism, Daniel Stamm, 2010), a las monjas, autómatas y espectros del cine de James Wan o al racismo soterrado de una parte bastante amplia del país en Déjame salir (Get Out, Jordan Peele, 2017). Sin embargo, volvamos por un momento a recuperar esa reflexión sobre aquello que nos provoca tanto pánico. El instante fatal. Y, tal vez, a la película que lo ha descrito de la manera más desasosegante: It Follows (2014). Si antes decíamos que al terror lo caracteriza su falta de explicación, de palabras que den cuenta de un grito de pánico o un rostro desencajado ante lo desconocido, la película de David Robert Mitchell nos sumerge en ese territorio, en la ribera de la adolescencia, para hablarnos de la identidad. De la soledad. De la sexualidad. De toda esa combinación de afectos que envuelven a una edad atómica, inestable, en la que el mundo comienza a perfilarse, a abandonar las primeras intuiciones, para dar con una incipiente versión de las cosas.

Lo espeluznante de It Follows reside en su forma de plantear un horror casi invisible, a menudo plasmado únicamente en el pasmo de sus personajes, en los ojos desorbitados y el nerviosismo con el que reaccionan ante eso que nadie más ve… y que nosotros, tarde o temprano, también veremos. Que nos sentiremos arrastrados a compartir, como se comparten los fluidos, las promesas o los secretos. Pocas películas han ilustrado tan bien ese mundo de intimidades, de sentimientos, de debilidades y de emociones pueriles, recogidas en el entorno industrial de un Detroit en crisis, que hace de sus escenarios en ruinas la posibilidad de un horror del que es difícil salir. Porque forma parte de nosotros, como esa parte invisible de nuestra intimidad, de nuestra identidad, que plasmamos en nuestras acciones y decisiones. En los fluidos, en las historias compartidas, en las dudas y titubeos. En todo. De ahí, precisamente, que It Follows provoque tanta inquietud, cale hasta los huesos, pese a la simplicidad de su dispositivo. Porque logra que el lugar del terror abarque todo el campo de la imagen. Cualquier esquina de la pantalla. A cualquier personaje. Como una pesadilla de la que nadie despierta.

La sábana que cubre unos ojos que no saben cómo cerrarse, el muñeco de cuerda que se agita sin que nadie haya estirado de la anilla, la mano cercenada que recorre la habitación hasta saltar sobre la víctima desprotegida, la música de otro tiempo, de otra época, que precede a la aparición de las brujas, el balbuceo incoherente del que ha perdido su voz para pedir socorro, la turba de acólitos que encienden la hoguera que más pronto que tarde abrasara nuestro cuerpo, el meteoro desbocado que está a punto de colapsar contra la tierra, los colmillos que desgarran las venas mientras la sangre chorrea y se esparce, la masa deforme que antes fue una persona y las pústulas que advierten a la persona que muy pronto dejará de serlo, las mandíbulas expandidas que albergan lenguas gigantes y dientes infinitos, los animales infernales, los niños que saben de la presencia de espectros y espíritus, las voces de ultratumba que se pegan a las paredes del hogar, el miedo a perder el cuerpo, la carne, aquello que nos define.

 It Follows horror siglo xxi

It Follows

La imagen del horror

Puede que la lista de instantes, de momentos e imágenes de puro terror, resulte francamente extensa. Cada cual tendrá los suyos. Sin embargo, algo que las nuevas corrientes del horror en el Siglo XXI no han perdido, ya navegasen por el found footage o por el body horror, ha sido el miedo eterno a dejar de ser. Esa sensación que nos pone frente a frente con la finitud de nuestra humanidad, con la última frontera de nosotros mismos, a la que aún hoy no sabemos cómo reaccionar. Para la que apelamos a tantas imágenes, a tantas metáforas, que recorre todas las edades y comunidades, pero de la que no sabemos cómo deshacernos. Probablemente, It Follows sea la última encarnación de ese miedo, tan cósmico como carnal, en el que el terror a dejar de ser nos lleva a convertirnos en monstruos, en otredades, en rostros desencajados que no encuentran acomodo en la sociedad. Contenedores para hablar de nuestras maneras de modular la madurez y la sexualidad que, sin embargo, trascienden esos intereses para dejarnos solos ante el puro terror. Con la necesidad de taparnos los ojos, los oídos, quizá también la boca, de volver la espalda o protegernos con los brazos, repetirnos mentalmente que se trata solo de una ficción, desoír el hormigueo que en plena ansiedad recorre nuestras muñecas y se enrosca en el final del estómago. Que expone, brutal e implacablemente, eso que en algún momento de nuestra vida sucederá: dejar de ser. Carne, fluidos, voz, recuerdos. Lo que entendemos por nosotros mismos. El grito de Bennings en La cosa, la mirada del Creeper atravesando los ojos de Darry, los pasos perdidos de Jay por el pasillo del instituto de It Follows

Se hace difícil resumir una sensación, la alarma o el desasosiego que nos provoca, y que nos ha acompañado como otra clase de educación sentimental. Pero lo cierto es que el horror, ahora que frisamos la auténtica madurez, constituye una suerte de diario, de carnet de identidad, en el que inscribimos secretos, miedos e intimidades; en el que hacemos de las metáforas e imágenes formas para visar aquello que alojamos en nuestro interior. Ya no hay vampiros ni hombres lobos, acosadores o monstruos surgidos de un lugar remoto. Tan solo certezas en torno a ese misterio que supone una identidad en construcción. Modelada en cada acción, en cada reacción, en cada decisión. De ahí, pues, que reconozcamos en el pavor, en el miedo y el pánico, en las ficciones, los esbozos de todos esos conflictos que nos han acompañado durante tanto tiempo. Que hablan de nuestra convivencia, de nuestra comunidad y de las políticas sexuales; que resuenan con especial intensidad en una época de desapego emocional y de forzoso individualismo. Época en la que la crueldad de los cuentos clásicos es ya literal; nos merendamos a los débiles para, en efecto, esconder nuestras flaquezas.

Qué arduo, pues, resulta trazar un dibujo de nuestra identidad, reconocernos en el otro, pulsar las teclas del deseo y activar los resortes del conocimiento mutuo. Sin duda, una de las imágenes más turbias del género es aquella en la que el monstruo emerge del cuerpo de su víctima, en una suerte de circuito cerrado que identifica al cuerpo como espacio del terror. O lo que es lo mismo: que expresa con claridad que el terror nunca está fuera, sino en nosotros mismos. De ahí, pues, la sensación de que ese pánico, ese miedo cerval, que aún nos provocan determinadas ficciones nos retrotrae una y otra vez a eso que, pese a lo familiar, continúa resbalándose entre nuestros dedos; ese espacio íntimo, personal, al que le faltan tantas palabras, cambiante y en ebullición. Lo que autores como Clive Barker o Thomas Ligotti han retratado a través del sexo o la angustia vital. Ese nosotros mismos en el que se funda el miedo. El territorio del horror.

My-Soul-to-Take horror

Almas condenadas

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