El puente de los espías

El ingenuo americano Por Pablo Sánchez Blasco

En su película Un día en la vida de Andrei Arsenevitch (Une journée d’Andrei Arsenevitch, 2000), Chris Marker trazaba una brillante oposición entre el espíritu ruso y el estadounidense a través de sus ángulos de cámara recurrentes. Mientras el director ruso coloca la cámara «por encima de los personajes» para contemplar la tierra, el ángulo ligeramente contrapicado del cine norteamericano pretende justo lo contrario, resalta la estatura del personaje y engrandece su silueta respecto al entorno que le circunda. «El ingenuo americano contempla el cielo», decía Marker en una cita que aún puede aplicarse al enfoque adoptado por Steven Spielberg en El puente de los espías, su regreso al cine de espionaje tras la magnífica Munich (2005).

Concretamente, hay una escena decisiva en la película donde el espía soviético Rudolf Abel, un hombre modesto, escéptico, lúcido, práctico, de mirada siempre baja, define a su abogado James Donovan, no sin abierta admiración, como un «standing man», un hombre en pie capaz de levantarse tras cada golpe y tras cada obstáculo. Su halago no es casual; el director enfatiza el diálogo con un lento travelling de acercamiento hacia ambos y con una música de trompetas, lejanamente épicas, que confieren grandeza al personaje estadounidense. Donovan es descrito, pues, como un James Braddock, el veterano boxeador que vencía sus combates a fuerza de resistir todos los golpes; como el cowboy mencionado por Marker, con su erguida silueta alzada hacia el cielo; o como el espigado, y no menos ingenuo, Mr. Smith de Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington, Frank Capra, 1939), quien debía proteger la democracia norteamericana ante un Congreso corrompido.

El personaje ruso —descrito como pintor y, por tanto, atento observador de la realidad— le sirve a Steven Spielberg para dibujar en James Donovan al perfecto héroe estadounidense. Y la Unión Soviética, en general, le sirve a la película como reflejo del pueblo norteamericano a quien va dirigido su discurso. El propio Donovan afirma que no se trata de «ellos o nosotros», sino de «mostrarle al enemigo quiénes somos». A pesar de introducir la palabra puente en su mismo título, El puente de los espías está menos interesada en este diálogo entre las dos potencias que en un segundo diálogo destinado a unir las dos partes del film. Su puente es aquel que justifica el comportamiento de Donovan, en apariencia contradictorio, cuando defiende primero a un espía soviético en suelo americano y después a dos soldados americanos en territorio soviético. Por ello, la nueva pelicula de Spielberg desperdicia, de partida, un aspecto primordial del cine de espionaje: la relación entre dos culturas enfrentadas y los problemas de identidad que esto acarrea, tratados recientemente en las series de televisión Homeland (Showtime, Howard Gordon, Alex Gansa, 2011- ) o The Americans (FX, Joe Weisberg, 2013- ). No existe esta ambigüedad en su relato. El núcleo del film diserta sobre la protección de la democracia y de la Constitución en tiempos de fanatismo y posturas radicales. Y lo hace a través de un firme posicionamiento moral.

El puente de los espías

No obstante, sí que hay algo curioso en el enfoque de Steven Spielberg. Porque James Donovan no es un héroe al uso, como los antes mencionados. James Donovan es un negociante, un vendedor, un abogado de seguros a quien nos presentan regateando la indemnización de un atropello múltiple. En esa primera escena, el personaje defiende que lo más importante es mantener a flote el sistema, proteger el orden establecido, porque, de lo contrario, «nadie está a salvo». Donovan es un producto del sistema capitalista en cuanto equilibrio entre las fuerzas de la oferta y las fuerzas de la demanda. A pesar de su testarudez, puede convencer a los americanos con la posibilidad de un beneficio futuro, como un verdadero agente de seguros. Y, a pesar de las tensiones internacionales, puede convencer a los rusos al descubrir sus debilidades y su verdadero margen de negociación.

Como nuevo héroe del siglo XXI, su negociante supera en todo al espía internacional, que impide el diálogo al operar fuera de la ley, y al agente de inteligencia, que pierde su objetividad al enfocar el conflicto como un enfrentamiento entre bandos.El puente de los espías finge regresar al thriller para luego desbaratarlo, para desmitificarlo y eliminar su sentido aventurero.

Apenas hay en él suspense, ni intriga, ni mucho menos acción. De hecho, la actividad en paralelo de los aviones espía estadounidenses debe rendirse ante la acción de los hombres de negocios, de los hombres maduros y bien vestidos que hablan, desde sus despachos, y resuelven la situación política mundial. Comparados con la figura del aventurero propio del siglo XX —exaltado por Spielberg en su trilogía de Indiana Jones—, el negociante es un hombre práctico, comprensivo, sensato, educado, testarudo, programable; cumple su función hasta el final y realiza su trabajo en un discreto segundo plano, en una película discreta y pragmática, sin sorpresa alguna que sobresalte sus planes.

Podría decirse que, alcanzada su madurez como director, Spielberg ha comprendido que la democracia es solo un negocio, una negociación, un acuerdo entre los intereses de cada uno de los ciudadanos. Y ojalá fuera siempre así. La Constitución protege el sistema para que siga funcionando o el sistema protege la Constitución por una cuestión de orden práctico. De esta manera, El puente de los espías prolonga las luces y sombras de su acercamiento a la figura de Lincoln (2012), donde el cineasta abogaba por recurrir a medios políticamente discutibles —sobornos, chantajes, presiones continuadas— con tal de sancionar una ley necesaria. El discurso del film se descubre entonces tan prudente como razonable y tan clásico como el estilo de una película que roza el convencionalismo, quizás incluso el aburrimiento, abocada a un peligroso exceso de cordura junto a un sentimentalismo apenas bajo control.

El puente de los espías

Semejante planteamiento, sin embargo, tiene asimismo un reverso inquietante del que el cineasta, a tenor de los recursos que utiliza, no puede, o no quiere, darse cuenta. Desde esta perspectiva, el equilibrio entre la oferta y la demanda se convierte en garante del sistema democrático, en vez de ser el propio sistema de libertades el garante de su actividad económica. El puente de los espías mencionado, ese diálogo entre las dos potencias enfrentadas, solo sería posible desde una perspectiva capitalista, un juego de intereses y debilidades, de anhelos más o menos desesperados para llegar a un acuerdo. El intercambio político se revela inútil en la realidad, o demasiado complejo para resultar eficaz durante un conflicto. Y, en este magma repleto de tensiones, siempre hay un bando que tiene las mejores cartas en su mano. De hecho, es contradictorio, y hasta reprobable, el gesto final de desprecio a la postura de Alemania Oriental, cuyos delegados solo han perseguido sus objetivos como cualquier otro participante. Ya que así funciona este juego.

Siempre cabe pensar que Spielberg sí es consciente, de forma pasiva, de esta aparente contradicción, aunque todos los recursos que emplea su película se esfuerzan por indicar lo contrario, por reducir las ambigüedades de su discurso a una visión edulcorada, moralista, algo demagógica y de inevitable talante norteamericano. Por ejemplo, en el retrato del ruso Abel a quien Donovan defiende ante los tribunales. En lugar de mostrarnos a un personaje huraño y a la defensiva, Spielberg describe a un anciano entrañable, de gustos artísticos, rápidamente confiado a Donovan y con una frase recurrente que provoca la carcajada. Si el director aprueba que su protagonista defienda a un enemigo, este ha de ser el más apolítico y amable de todos los que veremos durante el film, ya que, además, el extenso prólogo centrado en él nos invita a participar de su intimidad, a empatizar con su existencia, mediante un punto de vista inconcebible en los demás personajes soviéticos.

Esta falta de objetividad es igual de perceptible hacia el desenlace, cuando un recurso de guion nos sugiere un final dramático para el personaje mientras los títulos de crédito, la voz de los hechos reales, nos indican lo contrario. Por no mencionar el hecho de que, al menos en la copia exhibida durante el pase de prensa, los diálogos en ruso no estén subtítulados; ni siquiera cuando el propio Donovan se comunica en su lengua.

Curioso, también, es el uso constante de los paralelismos, que muchas veces sirven para crear comparaciones fáciles entre dos estados sucesivos; algunas brillantes, como el café que le sirven a Donovan solo cuando quieren pedirle algo, pero otras no tanto, como la puerta que se abre y se cierra tras su polémica intervención judicial. Podemos encontrar un montaje paralelo excelente, por ejemplo: cuando Spielberg interrumpe una sesión en los tribunales por una clase destinada a infundir el miedo entre los niños americanos, igualados ambos como órganos del terror de la Guerra Fría. Pero también hay un montaje paralelo, como mínimo, sospechoso: cuando la música de Thomas Newman iguala a los pilotos que emprenden una misión espía con el abogado que acude a su juicio, ambos como ciudadanos que trabajan para su país aunque sea de formas contradictorias, y sin especificar cuál de las dos labores dignifica más a la otra.

El puente de los espías

La sombra de Munich se hace inevitable al comparar, finalmente, el regreso a casa del personaje tras su aventura. Mientras uno descubría la falsedad de todos los constructos políticos que había defendido, el otro se encuentra de nuevo un hogar de paredes firmes, estables, acogedoras, más próximo al hogar recuperado en La guerra de los mundos (War of the worlds, 2005) que al de la ya mencionada Munich. Un paralelismo que a mí me resulta de lo más perturbador —los ciudadanos que primero le desprecian y luego le admiran según lo que diga la prensa— es convertido por Spielberg en un gesto de redención, no ya para el personaje, sino para un sistema democrático capaz de regenerarse, como es habitual, a partir de un solo ciudadano honesto. De esta manera, en El puente de los espías acaba por aflorar esa filosofía del héroe individual, o individualista, que sostiene por sí solo, como ejemplo, como líder, como representante de sus valores comunitarios, un sistema sin el que «nadie está a salvo».

La última película de Steven Spielberg había generado difusas esperanzas de recuperar una etapa anterior de su cine, la del extravío, la del hogar roto y las dudas políticas y existenciales tratadas en Inteligencia Artificial (AI, 2001), Atrápame si puedes (Catch me if you can, 2002), Minority report (2002) o la citada Munich. Sin embargo, el estilo de Spielberg nos demuestra, una vez más, hallarse lejos de esa encrucijada. Su punto de vista ha pasado del cuestionamiento a la afirmación, de plantear dudas a ofrecer ejemplos en el mismo sentido que, hace tres años, nos llegó su biopic de Lincoln (2012). Su encuentro con el cine de espionaje nada tiene que ver, pues, con los enfoques neblinosos, inducidos por el desasosiego, de El topo (Tinker tailor soldier spy, 2011) de Tomas Alfredson o de las últimas series televisivas. Spielberg se mantiene, por el contrario, erguido igual que su admirado «standing man», argumentando o reclamando con persistencia unos valores en los que siempre ha confiado.

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Comentarios sobre este artículo

  1. vicente dice:

    Tu mirada critica sobre la película es sumamente prejuiciosa.
    Toda forma de arte es manipulable y una critica también es una forma de imponer una visión sesgada de la subjetividad.
    Cuando comentas que al final hay una redención del propio individuo y,por extensión,,de toda la forma de vida americana,te niegas a ti mismo la posibilidad de ver la visión que subyace de una población que esta subyugada por la impersonalidad.Como tu bien dices la gente convierte en villano o en héroe a las personas que los medios de comunicación escogen.El ser humano piensa lo que le dicen que tiene que pensar.Esa es,en ultima instancia,lo que Spielberg pretende que el espectador absorba.
    Pero a veces es mas fácil confundir subversividad con inmoralidad.
    ¡O acaso no manipula Scorsese al espectador en casi todas sus películas haciendo identificarse al espectador con personajes repugnantes y pscicopatas hasta un punto excesivo!.Un director que ha banalizado la violencia de tal manera que la música popular va acompañando un cumulo de escenas desagradables que quedan ocultas a través del ritmo de música popular.

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