El quimérico inquilino
La posesión Por Manu Argüelles
¡Todos somos esquizos! ¡todos somos perversos! todos somos Libidos demasiado viscosas o demasiado fluidas... y no por propio gusto, sino porque allí nos han llevado los flujos desterritorializados...
¿En qué momento preciso un individuo deja de ser quién cree que es? – Se pregunta Trelkovsky (el propio Roman Polanski) ¿Es posible detener ese proceso una vez que hemos llegado al punto de percatarnos de la atomización de nuestra identidad? Cuando Trelkovsky reflexiona en voz alta ya es demasiado tarde, la secuencia no se puede revertir, tampoco se puede detener. El quimérico inquilino es la historia de una posesión, la que los muertos realizan en nosotros. Dos años después, Truffaut en La habitación verde (La chambre verte, 1978)- también se encarga de encarnar al intérprete principal, – en una clara alianza mortuoria con Polanski, nos sumergía en el acto desesperado de una obsesión; los muertos ocupan un lugar que no les pertenece. El proyecto del modernismo fenecía, las películas se testimoniaban como piras funerarias de ambiciones truncadas, dejándonos al autor solo con su obstinación, precipitados hacia su propia autodestrucción, como un William Friedkin o un Francis Ford Coppola atrapados en la selva del infierno. Ninguna de estas películas fueron últimas obras, pero con ninguna posterior llegaron a ese extremo de vaciado visceral, a esa patente sensación de la anunciación de un fin. Un fin absolutamente subjetivado como crónica angustiosa de una pérdida irreparable. Truffaut, el mismo año de La habitación verde, cerraba el ciclo Doinel. Polanski cerraba su trilogía de los apartamentos, tras Repulsión (Repulsion, 1965) y La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), así como acababa dejando totalmente definido uno de los rasgos más característicos de su obra, al trabajar como nadie atmósferas claustrofóbicas en espacios cerrados.
II
Una ventana con unos visillos dividida por una madera rugosa que la segmenta, una ventana que determina un evidente paso del tiempo. Sobre ella se impresionan el nombre del director y el título de la película para que emerja como una aparición la presencia de Roman Polanski en la ventana. Como decía, estamos ante un relato de muertos que vuelven a la vida transfigurados, encarnados en los vivos, vivimos entre fantasmas, somos fantasmas. Él permanece brevemente, su cara y su mirada mantiene un signo de inquietud, para que posteriormente la cámara lo abandone y se efectúe un picado –el filme es una caída vertiginosa- que nos lleve a un agujero en una vidriera en la parte inferior, la huella de la muerte, el rastro de Simone Schoule, de la suicida maligna, como si fuese esa marca de lo aberrante, de aquello contra natura que no se puede borrar (el suicidio y su tabú), que permanece en el tiempo. Desde aquí, en el mismo movimiento, la cámara realiza el recorrido inverso hasta llegar a la ventana del inicio y encontrarnos en ella, no a Trelkovsky, sino a una mujer que ocupa su lugar con una sonrisa maléfica, la citada Simone Schoule. Esta magnífica apertura, que supone una perfecta síntesis del relato, también nos evoca el imponente picado del edificio Dakota al principio de La semilla del diablo. Si entonces la expresividad de la imagen nos impregnaba de desasosiego para hacernos sugerir que dicho lugar será un habitáculo donde emerge el mal, ahora Polanski nos enuncia claramente un fenómeno de suplantación, enmarcado en un aire de perversidad.
Con esta imagen no solo nos inscribe dentro del género del terror sino que subvierte uno de los característicos motivos visuales del cine, el de la mujer mirando a través de la ventana. No hay atisbo de introspección, de reflexión o de cierto sobrecogimiento existencial. Aquí estamos ante el rasgo del pánico masculino y la fuerza motriz del invasor (femenino).
Si proseguimos con la secuencia de los títulos de crédito, volveremos a verlos ambos en otra ventana alternados, como si fuesen las dos caras de una misma moneda. La cámara no se detiene y recorre las diversas ventanas de las viviendas que componen el edificio donde el inquilino alquilará un apartamento. Esa misma secuencia bajará a tierra para finalizar con Trelkovsky entrando para interesarse por la vivienda, uniendo a Trelkovsky con el rastro que dejó la fallecida, los dos momentos en los que la cámara baja a la tierra. Por su parte, la ventana, disposición para ver, que comunica el exterior con el interior, lo íntimo con lo social, dos planos que entrarán en conflicto, dos perspectivas que se combinarán, lo subjetivo con lo objetivo, la misma acción desde dos ángulos.
Si entendemos que lo posclásico construía con gesto autoconsciente la puesta en escena a partir de la mirada de los propios personajes para horadar la invisibilidad del cine clásico y acentuar el dispositivo fílmico como mecanismo de representación, mientras que el modernismo escarbaba en la opacidad de lo real, en aquello incognoscible, Polanski jugará con estas variables para inscribirse en el terror moderno, cuando el infierno está en nuestro interior, en nuestra casa, en nuestra cotidianeidad. Y como buena ficción de terror, lo fantástico agrietará el orden de lo reconocible, prolongando el trabajo de la ambigüedad ya explorado en La semilla del diablo. Si esta última y Repulsión se focalizaban desde la mujer, El quimérico inquilino se articulará desde el hombre. Pero como ya sucedía en Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966) con el personaje de Donald Pleasance, Polanski escarbará en esta ocasión en el cuestionamiento de los atributos simbólicos de lo masculino para licuarlo en el travestismo, en el cruce donde se une el hombre y la mujer, sin que entremos específicamente en las categorías de las tendencias sexuales. No se trata tanto de comprometer la virilidad, tal como la desarma en Callejón sin salida (aquello que se espera de un hombre), sino como una retorcida plasmación de la difusión de los códigos genéricos construidos socialmente. Y esto es último es muy importante ya que Trelkovsky se siente presionado y acorralado por su inmediato lugar de convivencia. El desequilibrio viene a partir de la inmediata estructura social que asfixia al diferente, al extranjero (Trelkovsky es polaco), al soltero raro. Trelkovsky, como hombre frágil, fácilmente acabará desquiciado ante la exposición a una presión con base real 1, incidente incitador para que salga a la palestra el león dormido.
III
Existen muchas maneras de contextualizar El quimérico inquilino. Lo más recurrente, acudir a la propia trayectoria vital del director, aquello que conocemos públicamente, y rastrear en ella aquellos signos que nos concuerden con la película. Como es un ejercicio ampliamente transitado y al fin y al cabo estoy escribiendo de una de mis películas favoritas, voy a pensar que estamos ante aquello que el glam 2 justo en los años anteriores había utilizado como arma política y subversiva, la ambigüedad y la androginia, como una clara celebración hedonista y desprejuiciada en la ruptura de las convenciones genéricas. Polanski se sirve de ese magma cultural que ya se vivía en la época y se lo lleva a su propio terreno, la plasmación de una desintegración psíquica. Pero no en cualquier lugar, sino nada menos que en la propia vivienda de los personajes, para dar pábulo a lo siniestro, aquello reprimido que emerge desde lo familiar.
Una lectura, obvia decir que personal:
El quimérico inquilino se dibuja como si la revelación de la auténtica identidad supusiese un acto de canibalismo. Si partimos de la base que todo es una alucinación del propio personaje (Polanski nos lo desvelará progresivamente según avance el filme), que hay un evidente desgaste psíquico, que estamos ante una espiral obsesiva y autodestructiva, y que no conocemos nada del personaje más allá de su inmediata entrada en esa lóbrega comunidad de vecinos, el terreno está suficientemente abierto para que se puedan elucubrar significaciones en esa dirección 3. Considero que hay suficientes elementos sintomáticos y reconocibles para rescatar aquello que decía Susana López Penedo 4:
‘Salir del armario’ es una forma de muerte, pero una forma de muerte fabulosamente afirmativa. Para renacer tienes que destruir a la persona errónea que existió anteriormente.
Situémonos en los años 70. El quimérico inquilino no posee nada de afirmación, porque precisamente es la crónica de una negación. Es decir, estamos ante un desarrollo truncado y así se justifica también su estructura circular. No todo el mundo llega al final feliz y en aquella época menos. Estamos ante una figura clausurada de la que no se puede salir. Trelkovsky entra en contacto con aquello que está proscrito dentro de lo masculino, con su propia feminidad, y de ahí que esta se dibuje como una metafórica posesión maligna. Se hace desde lo visible, de aquello que es la escenificación, maquillaje, accesorios y vestuario femenino, desde lo artificial, en clave fantasmática, incluso bajo signo psicoanalítico. Cierto, el transformismo se caracteriza un tanto grotesco, porque en El quimérico inquilino circula como una capa subyacente un inconfundible sarcasmo de tintes muy negros. Cabría preguntarnos entonces si esa forma de entrar en lo ridículo-patético por qué no nos agrede. Quizás porque advertimos en ese gesto un acto de ruptura de lo ordinario, me remito a la crisis de lo masculino. Y porque estamos del lado de la víctima, ya que durante buena parte del largometraje el posicionamiento siempre ha sido subjetivo, situarnos dentro de la pesadilla que sufre el propio Trelkovsky. Da igual que después sepamos que esa conspiración es una mera fabulación, porque en ese momento Trelkovsky sigue siendo todavía más víctima. Entrar en él es saber perfectamente como funciona el daño de los demás, la degradación moral hacia el débil, el diferente, por parte de aquellos que se instituyen como la ley, como la autoridad.
De esta manera, lo que está en juego, desde una clarísima misoginia, es aquello que culturalmente se asocia a lo femenino y que el hombre, el macho, no puede apropiarse. Trelkovsky no puede sobreponerse a ese cortocircuito y lo proyecta hacia los demás en una distrofia paranoica: son ellos los que me obligan. No puede construirse y por eso en esa alarmante trayectoria patológica entra en juego la figura del doble, ese desdoblamiento de sí mismo cada vez más pronunciado. Pero con el doble no estamos ante una división del bien y del mal tradicional. Por ejemplo, cuando él se ve a sí mismo en el lavabo, se produce una (infructuosa) fuga psíquica. Porque, dado que no me puedo reconocer, me disgrego. Todavía están en liza las dos identidades, la que tiene que morir y la nueva, pero la segunda va ganando terreno y eso resulta cada vez más insoportable. Al verse en el lavabo entra en contacto con lo esotérico, con todo aquello que se va fraguando en la película como un signo misterioso, a través de la presencia de lo egipcio, según aquello que fascinaba a Simone Schoule. Es una similar carga a la que La semilla del diablo contenía respecto a lo diabólico, pero aquí es más un juego de distracción de cara al espectador, no tiene el peso revelador dentro la narrativa argumental. Porque si el infierno son los otros pero también somos nosotros, El quimérico inquilino es como el grito ahogado frente a lo normativo, frente a su fuerza aplastante y castradora, frente a su carácter totalizador que asfixia al disonante.
- Efectivamente, existe un comportamiento represor y de hostilidad por parte de su comunidad vecinal. Polanski se sirve de ello para denunciar la xenofobia subyacente en el comportamiento del vecindario. Pero tal fuerza coercitiva es magnificada por el personaje a partir de su fractura. Es decir, el principio de realidad se interioriza con consecuencias destructivas. ↩
- El fantasma del paraíso (Phantom of the Paradise, Brian de Palma, 1974) y The Rocky Horror Picture Show (Jim Sharman, 1975) como piedras angulares del glam en el cine, dos películas que preceden a El quimérico inquilino ↩
- La extraña relación que Trelkovsky mantiene con el personaje de Isabelle Adjani nos permite reforzar más la tesis, por no mencionar su fracaso ante el acto sexual con ella. Lógicamente, en la cascada descendente, ella también se acabará uniendo al enemigo. ↩
- López Penedo, Susana (2008): El laberinto queer. La identidad en tiempos del neoliberalismo. Barcelona, Editorial Egales, pág. 13 ↩