El rayo verde
La sed de la espera Por Ignacio Pablo Rico
El verano de Delphine se despliega en un diario, y sus pasos vacilantes la llevan de Cherburgo a Biarritz, mientras aguarda de la única manera en que creemos que las fuerzas secretas que rigen el destino pueden premiarnos: fingiendo que no esperamos ya nada. El lunes 2 de julio, presentándose a nosotros como una figura grácil y discreta, ajena al ajetreo humano de la oficina, Delphine entra en el encuadre únicamente para descubrir que sus vacaciones han sido canceladas. El martes nos confirma algo que acompañará a la heroína a lo largo de todo el metraje, y es la alienada intimidad en que desarrolla el relato de sí misma, apenas basado en la presencia difusa de un novio distante —física y emocionalmente— que ya pertenece más al ámbito del recuerdo que al del día a día. Delphine parece haberse acostumbrado a ser una visitante en su propia cotidianeidad, entrando con asiduidad en planos ya ocupados —en términos fílmicos, pero también vivenciales—, o aislada de quienes pretenden penetrar en su mundo interior, hermético pero paradójica y extrañamente diáfano. Jamás antes en el cine de Éric Rohmer habíamos encontrado a una mujer tan reticente a permitir que la empatía ajena fluya hacia ella, ni tan dura en su autopercepción: «Si tuviera algo que ofrecer, la gente lo vería», se dice.
Asimismo, reflexiona: «Yo observo mucho a la gente… pero lo demás me resulta enmarañado». No es una aventurera y, sin embargo, su mente trabaja en secreto en la búsqueda de una aventura. Al igual que la Felicia de Cuento de invierno (Conte d’hiver, 1992), Delphine es una creyente en un sentido providencialista, a la eterna expectativa de que el universo le brinde las piezas que necesita para escribirse. Un aspecto que la distancia de otros personajes rohmerianos que persiguen un objetivo de contornos bien delineados. Por ejemplo, la Sabine de La buena boda (Le beau mariage, 1982) observa, soñadora, la realidad circundante a través de cristales, pero no así Delphine: cuando viaja en busca de unas vacaciones que se adapten a sus vaporosas expectativas, sus ojos no se vuelven hacia la ventanilla, sino al interior del encuadre. Uno de los aspectos determinantes de la novela, modalidad narrativa contemporánea por antonomasia, es que las idas y venidas del personaje —que a menudo responden a un movimiento interior— son las que configuran la historia; la protagonista de El rayo verde intenta encontrar el destello —literal y literario— que brinde un significado a un vagar más errático que el de ningún otro ser rohmeriano.
Resulta de una preciosa coherencia que el filme más libre en términos de estructura —abandona la división dramática del resto del ciclo— y escritura —sin diálogos ni itinerarios prefijados— de las «Comedias y proverbios» sea aquel en que su heroína, en un período de inefable melancolía, encuentra problemas para contarse quién es y qué desea. La vertiente «documental» de Rohmer brilla en El rayo verde con un vigor especial —prefigurada por los «insertos» de individuos paseando por el parque de Les Buttes Chaumont en La mujer del aviador (La Femme de l’aviateur, 1981)—, no solo por ser una obra que integra constantemente la acción en el todo azaroso de la vida que tiene lugar más allá del aparato audiovisual, sino por esa magia que consigue que cada cosa que sucede en pantalla se convierta en cine. Asimilada por el dispositivo cinematográfico, la «verdad» sensible de lo real otorga una conmovedora organicidad a las cuitas de Delphine: el viento que mece los rizos de Béatrice Romand, el gato que pasea cerca de las amigas, o los bañistas que solapan la figura de esta mujer joven y, en el fondo, deseosa de aprender a perderse entre los demás.
«No puedes vivir siempre de recuerdos», le espeta a Delphine una de sus compañeras más cercanas. Si bien Rohmer jamás intenta definir con exactitud las formas necesariamente etéreas de su tristeza —que la llevan a estremecerse cuando el viento agita ramas y plantas, enigmáticamente entregada a los ritmos y tiempos de la naturaleza—, este consejo define el problema esencial de la heroína: su incapacidad para incorporarse plenamente a ese «ahora» que el director despliega en torno a ella en toda su abrumadora limpidez. En uno de los hoteles que visita, la vemos cercada por una decoración de otro tiempo, y sin tropezar en la tentación de la metáfora, el cineasta la retrata así encapsulada en un reducto confortable, no menos alienante que el ocupado por la misma actriz, Marie Rivière, en La mujer del aviador. Delphine teme, esencialmente, acontecer, y solo cuando el estío alcance su término se atreverá a confesárselo a Jacques, otra alma secretamente impelida por la voluntad de la fe: «Sigues soñando y esperando, y es mejor eso que la realidad, que te hace perder la esperanza».
¿Es ese rayo verde que contemplan ambos, abrazados y extasiados, la señal de un orden superior capaz de corregir el rumbo de nuestros corazones? ¿O más bien dichos signos se hallan menos en los naipes que se le aparecen a Delphine que en cada brizna de hierba que acaricia sus pies desnudos, en los almuerzos compartidos con quienes la aprecian, en esas oportunidades de darse a conocer y, con ello, de conocerse mejor, o en los paseos ociosos al borde de la playa? Jules Verne acaba con estas palabras su novela El rayo verde (Le rayon vert, 1882): «Hemos visto la misma felicidad que la leyenda atribuye a la observación de este fenómeno. Y ya que la hemos encontrado, mi querido Oliver, ¡no necesitamos nada más, y podemos ceder el famoso rayo verde a los que no lo conocen y quieren conocerlo!». Fiel a sí mismo, Rohmer no ofrece certezas sobre la naturaleza de este acontecimiento extraordinario, quizás solamente que esas milagrosas «casualidades» que afloran en muchos de sus largometrajes sean un modo de despertar a los personajes al milagro mayor: la insondable belleza del mundo, que nos incita a vivir y a amar, y que tantas veces nos pasa desapercibida.