El rey de la Habana
La parte sucia de La Habana Por Carlota Ezquiaga
La Habana es una de esas ciudades que siempre toman las películas y se convierten en un personaje más. Esta vez, sin embargo, es una Habana recreada: Agustí Villaronga no consiguió permiso para rodar El rey de la Habana en Cuba y tuvo que hacerlo en Santo Domingo. El director de películas como Tras el cristal (1987) o Pa negre (2010) ha presentado su adaptación de la novela El Rey de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez dentro de la Sección Oficial del Festival de San Sebastián.
Son los últimos años de la década de los noventa y Cuba no pasa por un buen momento. Reinaldo es casi un adolescente cuando escapa del correccional, y tiene que darse a la picaresca para buscarse la vida. El azar lleva a esta especie de Oliver Twist cubano a enamoriscarse (por decirlo de alguna manera: es más pasional que otra cosa) de dos vecinas: por un lado Magda, amor platónico infantil de Reinaldo, pobre y promiscua, y por otro Yumisleidy, transexual, dulce y cariñosa.
Estos tres protagonistas y el resto de los habitantes de La Habana llevan su miseria como pueden, y El Rey de La Habana refleja ese espíritu de oscilar continuamente entre el buen humor (más que un “reír por no llorar”, un optimismo genuino, propio del Caribe al menos según los estereotipos) y la desesperación más absoluta. Es precisamente esa mezcla de drama y comedia la que marca el tono de la película, que no siempre funciona: a pesar de tener gags efectivos, la comedia no acaba de casar con el ambiente y los cambios no son nada sutiles.
El Rey de La Habana tiene un comienzo muy prometedor. Su primera secuencia, una especie de mini Relatos Salvajes (Damián Szifrón, 2014) en la azotea de Regreso a Ítaca (Retour à Ithaque, Laurent Cantet, 2014), es muy divertida en su truculencia. Desgraciadamente, la película no es capaz de mantener el ritmo.
Uno de los temas principales, casi por encima de la pobreza y la misma Habana, es el sexo. Tiene un papel central y es casi un hilo conductor de la historia. Según los protagonistas, el sexo es lo único que tienen “los pobres que viven en un país pobre”. Las mujeres no pueden resistirse a la (y cito literalmente) ‘gran pinga’ de Reinaldo. Esto, por un lado, lo convierte en una especie de Narciso parecido al de Larry Clark en The smell of us (2014). Sin embargo, Villalonga no desarrolla este potencial de manera que llegue a resultar interesante. Por otro lado, no deja de ser una oda al poder falocrático. Y el poder falocrático nunca fue tan literal como aquí.
En un ambiente tan sórdido y penoso como este sale lo peor del hombre y, efectivamente, hay un machismo manifiesto en la manera en que Reinaldo trata a las mujeres y en la manera que espera ser tratado por ellas, que llega a su punto álgido en el final de la película. Un final que, además, es desconcertante y supone un cambio de tono muy drástico con el resto de la película.
Como cine social no llega a alcanzar gran profundidad. No es una Ciudad de Dios (Cidade de Deus, Fernando Meirelles, Kátia Lund, 2002) aunque, de primeras, tiene todos los ingredientes para serlo. Aunque la mayoría de los actores salvan bien sus papeles (yo soy especialmente fan de la mirada franca de Yumisleidy), la empatía es difícil con cualquiera de sus personajes. No se sabe por qué hacen las cosas que hacen: muchas veces ni siquiera es el instinto de supervivencia lo que los mueve, sino una especie de impulsos aleatorios. No se plantean cuestiones morales, éticas o trascendentales. Viven el minuto; quizás no son más que producto del tiempo que les ha tocado vivir.
Dicho todo esto, El Rey de La Habana me ha disgustado mucho menos que a la gran mayoría de la crítica de San Sebastián. Siento algo de responsabilidad para defenderla, así que terminemos con lo positivo: es una fotografía de la Cuba de una época concreta, tiene muchos gags que funcionan, tiene ritmo y siempre es bonito ver La (aquí falsa) Habana y sus rincones. Y el acento cubano es divertido.