El rostro de la muerte

Lugares desiertos Por Diego Salgado

I.

El 8 de abril de 1966, la portada de la revista Time exhibía en rojo sobre negro ominosos un interrogante provocador: “¿Ha muerto Dios?” El titular estaba destinado a llamar la atención del lector sobre el artículo principal del número, “Hacia un Dios Oculto”. Su autor, John T. Elson, analizaba el estado coetáneo de la teología, forzada en una sociedad cada vez más secularizada a dirimir sus controversias y estudios dejando fuera de la ecuación a su Protagonista. En puridad, Elson no mataba a Dios. Lo situaba en un lugar indeterminado, peligroso, de la conciencia religiosa. “Los creyentes temen poner de manifiesto en voz alta su miedo a que el Dios de su imaginación no exista. Los ateos, mientras, conjeturan en silencio con la idea perturbadora de que haya logrado sobrevivir a la imagen que tenían de él”. O la ausencia como expresión de un juego perturbador del escondite planteado por la divinidad. El Dios de la Biblia lo ponía fácil: “Me hallará quien me busque”. El Dios de los años sesenta era más perverso: Cuanto más desees encontrarme, menos probable será que me reconozcas. Cuanto más incómodo te sientas por la posibilidad de que me halle presente, con más certeza percibirás mi aliento… El silencio, el vacío, como señal de una entidad oculta a simple vista.

En los convulsos Estados Unidos de entonces, un artículo como aquel no podía ser interpretado únicamente como reportaje sobre las mutaciones de la teología. El alma del país se debatía en equilibrio inestable entre las morales del desarrollismo económico y la contracultura, lo pequeñoburgués y lo hippie, el American Way of Life y el auge de los feminismos y las diversidades, el intervencionismo militar y el Verano del Amor, la esperanza y los magnicidios. Los años siguientes inclinarían la balanza del lado de las tinieblas espirituales. En La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanski, 1968), la película que certificó la victoria de la cultura de lo cool y el advenimiento de una nueva era a costa de vender el alma al diablo, veíamos a la desdichada protagonista leer en una consulta el número de Time que hemos comentado. El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) y La profecía (The Omen, Richard Donner, 1976) ejemplificaron la oleada de títulos que “sirvieron al público como catarsis de ansiedades colectivas suscitadas por la estampa, hasta cierto punto mediática, de una América consumida por el caos, el incivismo, tensiones inexplicables (…) una paranoia y un terror irracionales desencadenados por sospechar la presencia de un Otro insidioso que corrompía y destruía la sociedad desde dentro” 1. Un Otro que podía ser el diablo, emblema de valores insurgentes, o el propio Dios, representante tornado demoníaco de cultos sociopolíticos en decadencia.

II.

El rostro de la muerte, cuya denominación oficial es Communion pero que también ha sido estrenada y editada a lo largo de los años con los títulos de Holy Terror, The Mask Murders y Alice, Sweet Alice —el más popular—, da cuenta con sensibilidad de aquel panorama sociológico, a lo que debe sumarse su oportunidad y su oportunismo. El escándalo fue la norma en el cine mayoritario gestado entre mediados de los años sesenta y setenta; la era del controversial film content 2, a causa de los factores apuntados y otros relacionados con la producción y la distribución cinematográfica, las normativas fluctuantes sobre censura, y condiciones técnicas más accesibles para rodar. Aunque hoy por hoy figure en muchas listas sobre los mejores filmes de terror estadounidenses surgidos en aquel periodo, El rostro de la muerte es una obra en el límite con lo amateur, sufragada por su director, Alfred Sole (1943-), en base a ahorros, la rehipoteca de su vivienda familiar, y contribuciones de familiares y conocidos. El sueño de Sole, arquitecto y diseñador de interiores católico nacido en Nueva Jersey, era la realización de películas, y ya había intentado meter un pie en la industria del cine como Francis Ford Coppola, Wes Craven o Abel Ferrara, es decir, dirigiendo porno. Sin embargo, Deep Sleep (1972) solo le había traído quebraderos de cabeza con la justicia bajo acusaciones de obscenidad. La segunda elección obvia para despuntar en Hollywood era el terror.

El rostro de la muerte

Que un católico no viera ninguna discordancia en estrenarse como cineasta con un filme pornográfico, y que los problemas legales y la excomunión que le acarrearon los contenidos (in)morales de su ópera prima le llevasen a escribir una segunda película en la que cargaba rabiosamente contra los estragos de la religión en las mentes y las sociedades, son anécdotas que se bastan para retratar las esquizofrenias reinantes en los Estados Unidos de la época, que enfrentaban a los individuos entre ellos y consigo mismos. En la escritura de El rostro de la muerte, Sole es ayudado por una vecina asimismo católica, Rosemary Ritvo, profesora de literatura y gran aficionada al cine de género. La película alberga reminiscencia obvias al cine de Alfred Hitchcock, el giallo y Amenaza en la sombra (Don’t Look Now, Nicolas Roeg, 1973). Por lo demás, el fruto de la sinergia creativa entre Sole y Ritvo es una historia decididamente opresiva en torno a los asesinatos cometidos en el seno de la comunidad católica de Nueva Jersey por un misterioso enmascarado. El psycho killer estrangula a una niña, Karen (Brooke Shields), el día de su primera comunión; trata de matar a cuchilladas a su tía Annie (Jane Lowry), y consigue liquidar a su padre, Dom (Niles McMaster), y al párroco de la congregación. Como puede apreciarse, el ajuste de cuentas fílmico de Sole tiene que ver tanto con la Iglesia como con la institución familiar, hacia la que el guionista y director, de origen italiano además de católico, tampoco sentía ya ninguna simpatía.

III.

La transmutación en la mente del creyente de la fe en un estado de éxtasis monstruoso se ve reflejada en El rostro de la muerte desde sus títulos de crédito iniciales: una figura femenina ataviada para recibir la comunión revela que la cruz que porta entre sus manos enguantadas es el mango de un gran cuchillo, en el que se refleja una luz cegadora. A lo largo de la película, el fanatismo tradicional es encarnado por una parroquiana de cierta edad, la señora Tredoni (Mildred Clinton), intransigente con las debilidades ajenas, censora del sexo prematrimonial y el divorcio, y perturbada desde que su hija falleciese el día de su primera comunión, suceso del que ha extraído conclusiones religiosas delirantes. Por su parte, la hermana mayor de Karen, Alice (Paula E. Sheppard), ha desarrollado con solo doce años tendencias psicopáticas más elípticas que las de la señora Tredoni, que la impulsan a acariciar abstraída ilustraciones del Sagrado Corazón, envidiar con gesto casi lascivo el crucifijo que se le regala a su hermana con motivo de su inminente primera comunión, y completar un altar íntimo que ha dispuesto en un sótano —en el que se mezclan reliquias y baratijas— con un tarro en el que languidecen cucarachas vivas.

El rostro de la muerte 1976

La señora Tredoni y Alice representan el haz y el envés de una misma moneda, la alienación religiosa, que para la primera asume la forma de sistema de vida y creencias y, para la segunda, de mero conjunto de signos. Desde los primeros planos de la película, la atención de Sole a lo iconográfico es obsesiva. Las figuras de santos, los crucifijos y retratos de papas en las paredes, los elementos litúrgicos, programan en Alice un modo de mirar que ejerce un efecto de distorsión aberrante sobre la realidad —hay algunos close-ups muy bellos de ojos tratando de abrirse paso entre sábanas tendidas, enrejados, cortinas hospitalarias y otros obstáculos—; una realidad empeñada, pese a ello, en descubrir a la niña aristas incómodas, desestructuradas: pedofilia, desavenencias de pareja, unas instancias familiares, psiquiátricas, policiales y religiosas de nula efectividad en la resolución de problemas. “Los policías que interrogan a Alice hablan entre ellos de cómo se destacan los incipientes pechos bajo la ropa de la niña; su madre, Catherine (Linda Miller), se entera a través de una psicóloga de que Alice le ha ocultado que ha empezado a menstruar. La careta de plástico con forma de cara de bebé que suele ponerse Alice evidencia la escisión de su mente, dividida por el sentimiento de culpa entre su nueva forma de mujer mientras intenta agarrarse al último vestigio de su infancia” 3.

IV.

Lo más interesante es cómo la mirada de Sole se confunde a menudo con la de los personajes, haciendo gala de un talante mórbido cuya concepción del terror amplifica los tropos del género hasta que invocan un horror existencial profundo. Véase la escena en que Annie, la tía de Karen y Alice, despierta en el hospital tras la agresión casi fatal de que ha sido víctima, y la cámara se deleita en la instalación de un gotero junto a su cama, el rostro deformado del enfermero a través del vidrio, la sangre de la convaleciente que mancha la cama cuando el gotero se acopla a la cánula inserta en su antebrazo… La repulsión un tanto gratuita de esos momentos participa del sensacionalismo intrínseco a buena parte del terror de la época. Su shock value, en cualquier caso, incide positivamente en la unidad estilística de la película y, por tanto, su consecución de una atmósfera tétrica que cala en el ánimo. Cualidad aún más meritoria si se tiene en cuenta que El rostro de la muerte no disfrutó de fechas cerradas de filmación; sufrió parones considerables forzados por su financiación precaria, lo que supuso la participación de hasta seis operadores de cámara distintos. Sole soslaya los posibles problemas de continuidad visual mediante un empleo ambicioso, con personalidad, del celuloide en 16mm por lo que toca al color y la profundidad de los encuadres, y un montaje meticuloso.

El rostro de la muerte Sole

Las escenas bajo la lluvia, las planificaciones del ataque a Annie en las escaleras o del asesinato de Dom en una inmueble abandonado, evidencian el talento de Alfred Sole, que por desgracia no ha tenido muchas oportunidades posteriores de ser puesto en práctica. Salvo por dos realizaciones ignotas —La isla virgen (Tanya’s Island, 1980) y Pandemonium: Capital del infierno (Pandemonium, 1982)—, su carrera en el cine ha estado restringida al ámbito del diseño de producción en multitud de títulos cinematográficos y televisivos. Es una evolución profesional significativa, por cuanto hemos señalado que la formación académica de Sole fue la de arquitecto: la elección de interiores y exteriores en El rostro de la muerte, así como la plasmación de sus dinámicas con o sin personajes, es esencial para evaluar en toda su magnitud el alcance terrorífico de la película, rodada en la misma Paterson fantasmagórica en la que ambientó Jim Jarmusch una de sus últimas realizaciones.

V.

En el cine mudo dramático, que aún no había asimilado por completo el canon de lo narrativo —la obra temprana de Fritz Lang es paradigmática al respecto—, resulta habitual encontrarse con habitaciones o paisajes muertos. Se nos brinda un plano de un escenario, y transcurre un instante antes de que los personajes hagan acto de aparición en el mismo. De igual manera, cuando los personajes lo desalojan, la cámara se demora una fracción de segundo en el lugar desierto, repositorio de ausencias que han sido presencias y de presencias que ahora son ausencias. Un principio de indeterminación en el que se solapan la existencia y la inexistencia. También la del propio espectador, cuya mirada no halla en la imagen un correlato figurativo que ampare su subjetividad. Ha de abismarse en un espacio objetivo en el que las dinámicas de lo cinematográfico, la ilusión fugaz de vida que procura el movimiento en un espacio durante un periodo de tiempo, ha dado paso a la eternidad de lo fotográfico, a la revelación de un misterio escenográfico: la puesta en escena inmutable del mundo en sí.

El rostro de la muerte Alfred Sole

Cuando una película nos ofrece un lugar desierto, contemplamos lo que no nos está permitido contemplar: el universo sin nuestra presencia. A su vez, nuestra mirada desde el otro lado del espejo denota una ausencia en dicho universo que su naturaleza intuye pero es impotente para aprehender. Somos Dios. Una mirada que no se puede devolver, una presencia que se representa como ausencia, una ausencia que se percibe presencia. Recordemos que el cine mudo tenía aún mucho de fotografía en movimiento, de captura de una representación. El cine posterior teme “ese espacio abstracto, matemático” 4, esa quietud sublime que es un hervidero latente de terror metafísico. En el cine clásico, los espacios se definen por la presencia humana en ellos. Las transiciones entre planos implican la noción de un cuerpo, una voz, un objeto, que se traslada de uno a otro estableciendo una continuidad. Hasta las panorámicas sobre habitáculos o paisajes tienen el propósito de comunicarnos con un personaje.

Esa ficción es problematizada por la modernidad, en especial Michelangelo Antonioni, e impregna el cine popular. Las películas de William Friedkin son un ejemplo de ello. También lo es El rostro de la muerte, con su insistencia en los vestíbulos vacíos, los descansillos mudos, los soportales anegados por la lluvia y los edificios en ruinas. Es en esas encrucijadas de lo inefable donde la película de Alfred Sole otorga voz cinematográfica plena al interrogante que se planteaba diez años antes la revista Time en su portada: “¿Ha muerto Dios?” ¿Había muerto Dios para los años sesenta y setenta? ¿Habían muerto aquellas décadas para Dios? ¿Qué eran capaces de expresar al respecto las calles, los crucifijos, las imágenes? Una fanática religiosa mata, una niña siente el impulso de matar, y las creencias y pulsiones horripilantes de una y otra se integran sin fricciones en los engranajes del mundo que nos rodea, que nos atraviesa, que nos aplasta y sobre el que la cámara se eleva para contemplar.

  1. WINSTEAD, Antoinette, F. (2011): “The Devil Made Me Do It! The Devil in 1960s-1970s Horror Film”, en HEIT, Jamey (coord.), Vader, Voldemort and Other Villains: Essays on Evil in Popular Media, Jefferson, NC: McFarland & Company Inc., Publishers, p. 29.
  2. MILLER, Stephen Paul (1999): The Seventies Now: Culture as Surveillance, Durham, NC: Duke University Press, p. 107.
  3. GARCÍA, José M. (2011): “El rostro de la muerte”, 10 de diciembre en el blog de int, http://elblogdeint.blogspot.com/2011/12/el-rostro-de-la-muerte.html.
  4. FORGACS, David (2000): “Antonioni: Space, Place, Sexuality”, en KONSTANTARAKOS, Myrto (coord.): Spaces in European Cinema, Exeter: Intellect Books, p. 110.
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