El señor de los anillos, 20 años después
Pese a todo, siempre nos quedará la comarca Por Jorge Valle
Permítanme que comience este texto con una confesión personal: para mí, como sospecho que para muchos otros, El señor de los anillos no ha constituido únicamente una película. Sus imágenes y sus protagonistas se han entrelazado, con límites difusos, con las imágenes y los avatares de mi propia vida, como si formasen parte indisoluble de un relato en el que experiencia vital y experiencia cinematográfica se confunden. Mi memoria dibuja y reinventa ese primer contacto con el universo Tolkien de manera caprichosa, y supongo que no con pocas dosis de romanticismo. Pero más o menos lo imagino/lo recuerdo así: me encuentro en la cama de mis padres, junto a mi hermana, los cuatro en familia, viendo El señor de los anillos: La comunidad del anillo (The Lord of the Rings: The Fellowship of the Ring, Peter Jackson, 2001) en versión pirata y de mala calidad en un televisor pequeño y antiguo. Mis padres, que no me habían dejado ir al cine a verla, habían sucumbido finalmente a mis insistencias. Yo tenía siete años. Y desde entonces siempre tuve esa espina clavada, ese escozor por no haber podido acudir al estreno en salas de la que sería mi película favorita hasta el día de hoy.
Pueden comprender que la noticia del regreso de la trilogía de Jackson a las carteleras provocase entonces una reacción totalmente exagerada por mi parte. Escribí enseguida a mis amigos, tan frikis como yo, para compartirles la noticia. Rápidamente se desató la euforia y prometimos que iríamos juntos a verla. También apunté las fechas en el calendario con rotulador gordo, no tanto por si se me olvidaban como para remarcar que en el mes de mayo de este año no tenía otra cosa más importante que hacer. Ver La comunidad del anillo en un cine era algo que no podía perderme por nada del mundo. Veinte años después podía, al fin, disfrutar de mi película en la oscuridad de una sala y en la comodidad de una butaca, y saldar esa deuda que había contraído conmigo mismo y que ni tropecientos visionados —he perdido la cuenta del número— habían podido hacerme olvidar. Incluso mi pareja, que no comparte mi devoción lunática por la Tierra Media, entendió que era una ocasión única y que no le quedaba más remedio que acompañarme al cine.
Y La comunidad del anillo, película que me sé escena a escena, diálogo a diálogo, no me defraudó en absoluto. La música de Howard Shore para la comarca me inundó por dentro como hacía tiempo que no me ocurría en el interior de una sala. El lagrimal húmedo, los pelos de punta, la sensación de estar, por fin, de vuelta en casa, después de mucho tiempo vagando de aquí para allá en las insuficiencias que me provocaba el cine desde hacía meses. Más o menos como Gandalf regresando a la tranquilidad que se respira en Hobbiton: «La vida del ancho mundo transcurre como en la pasada edad. Ocupada en sus ajetreos. Casi al margen de la existencia de los hobbits. De lo que estoy muy agradecido». Las sensaciones que me provocó el (re)visionado no fueron, no podían ser, iguales a las que experimenté la primera vez, pero sí similares en intensidad. La película era la misma. Era yo el que había cambiado, aunque me sintiese reconectado con el niño que fui, con esa mirada ingenua que aún no entendía de planos y contraplanos, de usos de luces, colores y sonidos, de travellings y planos secuencia. Y que apenas sabía nada de la vida.
Era la mirada de un niño hechizado por el embrujo del cine, maravillado e impelido a vivir aventuras en un mundo mágico donde el bien, aunque necesitase tres películas y altas dosis de épica, siempre ganaba. El niño que fui quería ser Frodo, ese hobbit debilucho, torpe con la espada, pero más valiente que ninguno al aceptar la carga más pesada, el trabajo más difícil, y que todos despreciaban por inútil y cargante —recuerdo a uno de mis compañeros del colegio diciéndome que cómo me podía gustar Frodo, si era «maricón»—, mientras alababan a otros héroes, mucho más masculinizados y normativos, como Aragorn o Legolas. El adulto que soy hoy, en cambio, quiere parecerse más a Gandalf, ese sabio que es sabio no porque sepa muchas cosas, sino porque duda de tantas otras. Recuerden: «Ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos».
La comunidad del anillo no fue la primera película que vi, pero sí la primera que amé. Con ella comenzó mi largo idilio con las películas, mi romance con el cine como espejo de mi propia identidad, como forma de vida, como gafas con las que ver el mundo, como refugio, éxtasis y ensoñación de todas aquellas cosas que quería ser y que la realidad, injusta y cruel, me negaba. Me atrevo a sospechar que cualquier cinéfilo se habrá sentido identificado, en mayor o menor medida, con mis proclamas de amor hacia el séptimo arte. Aunque su momento de iniciación —porque así hablamos a veces los cinéfilos, en términos religiosos— se iniciase antes o después, con las aventuras de Frodo y compañía o con la nouvelle vague francesa, o aunque algunos pudieran decirlo mucho mejor que yo y no cayendo en cursilerías o lugares comunes, estarían de acuerdo conmigo en que el cine no ha sido para ellos únicamente un pasatiempo, sino CINE, así, en mayúsculas, como se dicen o se gritan las cosas importantes, definitorias en la vida de uno. Como se vocea el amor desde un balcón. O, en nuestro caso, desde una butaca.
Me atrevo también a afirmar que el lector que esté familiarizado con uno de los ensayos que ha sacudido la cinefilia el año pasado —y que es claro en sus propósitos, pues se titula así, Contra la cinefilia: historia de un romance exagerado— me haya diagnosticado como uno de esos cinéfilos al borde de la locura, desconectados de la vida y de la realidad y absortos en el cine hecho mundo, y que pueblan las páginas del —de entrada decimos, maravilloso y lúcido— libro de Vicente Monroy 1. No les faltará razón: leyendo a Monroy me he visto a mí mismo descrito en muchos de sus pasajes. Como André Bazin queriendo revivir la emoción por el visionado de Paisà (Roberto Rossellini, 1946), como el propio Monroy esforzándose en repetir una y otra vez el efecto que le causó El río (Le fleuve, Jean Renoir, 1951), me he encontrado con frecuencia a mí mismo corriendo detrás de un fantasma del pasado, buscando con exasperación en distintas salas de cine esa emoción primigenia, por llamarla de algún modo, que me hizo sentir en su día La comunidad del anillo.
Después de ella vinieron otros amores, claro. Nolan en mi adolescencia. Linklater en mis primeros años universitarios. Call Me by Your Name (Luca Guadagnino, 2017) como flechazo que aún duele y escuece. Pero poco a poco el amor se apagó. El hábito de ver películas pervivió, pero no la emoción a raudales, tampoco la hipnosis ante la pantalla. Como le suele ocurrir a alguno de los miembros de la pareja, al que le cuesta admitir que ya no ama a la persona con la que convive desde hace años, yo me engañaba a mí mismo, me forzaba a sentir lo imposible, me repetía a mí mismo que el cine era mi vida y rehuía constantemente las preguntas que me recorrían desde hace tiempo por dentro y que no me atrevía a responder. ¿Por qué las películas ya no me emocionaban como antes? ¿Estaba saturado de la sobreabundancia y el consumo, a veces compulsivo, de imágenes cinematográficas? ¿Ya no se hacían películas como antes? ¿O es que me había desenamorado, en definitiva, del cine?
La lectura de Contra la cinefilia me alivió, en cierto modo, al confirmarme que no estaba solo en mi desencanto con el cine, que era compartido también por otros. Y que no se derivaba solo de la experiencia de cada uno y de su relación personal e intransferible con las imágenes cinematográficas, de su propio proceso de crecer y madurar, de la transformación de sus gustos o de sus expectativas respecto a las películas, de la muerte o el acabamiento de su propia cinefilia. Como bien afirmaba Aarón Rodríguez Serrano al hilo de la obra de Monroy, el propio cine como objeto cultural, social y económico sufría desde hacía tiempo una pérdida progresiva de prestigio e influencia. No me resisto a citarle: «el “cine” como objeto sacrosanto del audiovisual, proyectado en sala y dotado del aura impecable que alcanzó en gran parte del siglo XX es, hoy en día, una fantasía erótica y delirada a la que (…) nadie que no sufra una muy seria patología puede retornar»2. La pandemia no había hecho más que acelerar ese cambio sobre nuestra manera, fuertemente idealizada, de relacionarnos con el cine. Salas cerradas, circuitos de distribución y exhibición de películas cada vez más reducidos, estrenos que se retrasaban una y otra vez mientras las plataformas inundaban nuestros salones de series de televisión de excelente calidad… todos síntomas de una nueva era del audiovisual, cuyo alumbramiento viene de lejos pero que el confinamiento ha hecho nacer de manera definitiva.
Como bien apunta Monroy, el cine es un arte que está en continua transformación por depender, quizá en mayor medida que otras artes, de la técnica y de las modas de la sociedad, al constituir una industria permeable sobremanera a los gustos de público. Esto, lejos de constituir un defecto, permitió al cine erigirse en la pasada centuria en el verdadero espejo del mundo, cuando la literatura y la pintura abandonaban cualquier vasallaje a la realidad y se entregaban al purismo y lo sofisticado de las vanguardias. Pero desde finales del siglo XX las imágenes cinematográficas han escapado de las salas de cine y se han hecho omnipresentes en nuestros smartphones. Han dejado de ser exclusivas, sagradas. Han perdido inevitablemente su aura romántica, pues están a un solo clic de nosotros. El cine compite hoy, como casi todo, por captar la atención de nuestros sobre estimulados cerebros, expuestos a mil y un estímulos diarios. ¿Y cómo ser excepcional en un mundo plagado de imágenes de consumo rápido, que ingerimos además con un apetito voraz en la era del binge-watching? ¿Cómo hipnotizar miradas acostumbradas a estar en mil sitios y en ninguno a la vez?
No vean aquí una crítica. Tampoco un lamento o un lloriqueo, sino más bien un diagnóstico. El mundo avanza frenéticamente y de nada sirve romantizar un pasado idealizado en el que las películas lo eran todo y ahora ya nadie las ve. Porque tampoco es eso. Durante el mes de mayo de este año, cuando las salas precisaban de aforo limitado y mascarilla y aún temíamos encerrarnos en un espacio interior con gente desconocida, el reestreno de El señor de los anillos dominó la taquilla española. ¿Acudieron las nuevas generaciones a verla en masa, a entrar de lleno y por primera vez en la Tierra Media delante de una gran pantalla? ¿O más bien fuimos los nostálgicos que la habíamos visto ya una y otra vez los que nos arrastramos a las salas, en plena pandemia mundial, ante la oportunidad de poder ver la película favorita de nuestra infancia en el cine?
No sé qué pensarán hoy los niños y los adolescentes que se hayan acercado a El señor de los anillos de sus formas grandilocuentes, de su realismo sucio —nada que ver con el brillo de las imágenes excesivamente digitalizadas de El Hobbit—, de la ausencia de mujeres con un papel destacado entre sus protagonistas —a excepción de la guerrera Eowyn—, o del lirismo de sus diálogos, tan impropio de superproducciones de su calibre. Si lo verán como un producto de otra época, incapaz de conectar con las aspiraciones, los gustos y los miedos actuales. Desde su estreno a principios de los 2000, la trilogía de Jackson dio el pistoletazo de salida a toda una serie de sagas cinematográficas convertidas en auténticos fenómenos de la cultura popular en las dos primeras décadas del siglo XX. Harry Potter, Piratas del Caribe, la segunda trilogía de Star Wars, el Batman de Nolan… Todas ellas dejaron su huella imborrable en las generaciones que acudían a verlas en masa al cine. Hoy, sin embargo, nos parece casi imposible que fenómenos así se repitan. Quizá la trilogía de Jackson sólo pueda despertar ya el entusiasmo de quienes en su día nos enamoramos de una historia que nos parecía la historia más grande jamás contada. Y esto, es importante recalcarlo, no tiene por qué ser malo. ¿Podrá la serie que prepara Amazon para el año que viene acercar la Tierra Media a un público más joven? Ojalá que así sea. El cine y las historias sólo sobrevivirán adaptándose. Como han hecho siempre.
Los nuevos tiempos requieren nuevas formas de ocio, nuevas maneras de mirar(nos). «Nuestra forma de mirar es en gran medida nuestra forma de ser», dice Monroy. Y desde aquí le volvemos a dar la razón. Reconozco que el reestreno de La comunidad del anillo en una sala me hizo volver a enamorarme, por instantes, del cine. Recuperar esa emoción primigenia que tanto añoraba y que tanto buscaba. Pero no era más que un espejismo. Lo que en realidad aprendí esta vez es que había romantizado demasiado el cine, como se romantiza el amor en sus primeros compases. Y que, tras el enamoramiento, llega irremediablemente el desencanto. Pero no, necesariamente, el final de ese amor. Que aún así la vida sigue y exige ser vista por quien la vive. Soñada, nos diría la filósofa María Zambrano. Y pese a todo, siempre nos quedará el cine —y esto más que una profecía es un anhelo— para soñarnos. Cuatro acordes y un mago que nunca llega tarde, sino justo cuando se lo propone, que nos transporten a donde siempre quisimos habitar, y nunca nos dejaron.
- MONROY, Vicente. Contra la cinefilia: historia de un romance exagerado, Madrid, Clave Intelectual, 2020. ↩
- RODRÍGUEZ SERRANO, Aarón. «La araña y el monstruo de Frankenstein», El antepenúltimo mohicano, 10 de septiembre de 2020. https://www.elantepenultimomohicano.com/2020/09/contra-la-cinefilia-historia-de-un-romance-exagerado.html ↩