El séptimo sello, de Ingmar Bergman

La muerte y nada más Por Víctor de la Torre

No siendo especialmente entusiasta de las conmemoraciones, que en demasiadas ocasiones suponen homenajear post mortem lo que no se ha sabido apreciar convenientemente en vida, poner el foco en la inmensa figura de Ingmar Bergman con motivo del centenario de su nacimiento me parece un acierto, por el sencillo motivo de que el hecho de volver a su obra, o séase a su legado, independientemente de cuál sea la razón que lo motive contribuye en sí mismo a resituar el valor de la creación cinematográfica en su justa medida: la de la imprescindible aportación del cineasta sueco. En un tiempo de mutaciones audiovisuales y nuevos paradigmas críticos tan necesarios, y estimulantes, como definitivamente cuestionables, la veleidad con que se acude a la noción de autoría para justificar según qué cosas convierte en necesario retornar cada cierto tiempo a determinados nombres que contribuyan a centrar el debate, ofreciéndonos un suelo firme, sólido, desde el que poder valorar convenientemente las diversas aportaciones. Y pocas obras encontraremos tan merecedoras de pertenecer a este selecto grupo como la del firmante de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957).

Bergman encarna la quintaesencia del autor en su sentido canónico; sea por su adscripción a un ecosistema cultural de inequívoco aroma europeo —en heroica, maniquea contraposición con el imperialismo hollywoodiense—, sea por su meticulosa exploración de un conjunto de temáticas que emanan del sentido último de la existencia, lo cierto es que sigue siendo considerado como un director complejo, denso, poseedor de una obra hermética. Ante estos epítetos, tan habituales como disuasorios, conviene tener presente que tratar de aglutinar bajo la consabida etiqueta definitoria una filmografía que abarca más de seis décadas, con sucesivas líneas de fuga derivadas, sin ir más lejos, de algo tan prosaico como los condicionantes de producción resulta siempre un ejercicio estéril. Es por ello que el acercamiento a su figura, aportación capital al arte de nuestro tiempo, debe hacerse necesariamente desde el reconocimiento a la coherencia de una obra que, sin desdeñar hibridaciones genéricas y formatos diversos, coloca en primer término la mirada profunda, reflexiva, hacia lo que implica ser humano.

El séptimo sello

¿Qué hay más humano qué preguntar acerca de aquello para lo que nosotros mismos no hayamos respuesta? El caballero que tras padecer los horrores de las Cruzadas regresa a una Europa asolada por la Peste Negra no puede evitar cuestionarse lo que hasta entonces consideraba verdades indubitables, y en su camino al hogar encontrará un aliado que puede ayudarle a entender el motivo de todo lo padecido… pero este no es otro que la Muerte, que pese a su caracterización mundana, inclusive socarrona, viene a cobrarse su vida. Desde la primera secuencia de El séptimo sello, en la que se establece el tablero de juego por el que discurrirá toda la película, queda claro que la partida de ajedrez a la que Antonius Block (Max Von Sydow) reta a su pálida némesis (Bengt Ekerot) no es sino una estratagema para despejar las dudas que le acongojan, toda vez que ya ha asumido, se diría, la inevitabilidad de su destino. En su rostro atisbamos una mezcla de temor y resignación al ver como su oponente se acerca, cadenciosamente, entre los riscos de la playa.

Pero la Muerte no ilumina, ni consuela, pues es solo el final del camino; el abismo por el que se despeña nuestra existencia, hayamos sabido —o no— dotarle de sentido. Sin duda el elemento más definitorio de esta obra capital reside en la traslación de un ideario filosófico consustancial al momento histórico en que fue dirigida —con las heridas producidas por la II Guerra Mundial pendientes de cicatrizar— a un Medievo alegórico, en el que la vida de las criaturas que lo pueblan se intuye tan precaria que resulta verosímil escucharles declamar acerca del sentido de la vida, o limitarse a sobrevivir como mejor pueden, enfrentándose con resignación a los rigores de un tiempo emponzoñado de crueldad y oscurantismo. Un escenario, en suma, en que la impronta existencialista de Ingmar Bergman, en pleno proceso de consolidación por aquellos años, podrá manifestarse con vehemencia, plenamente patente en el retrato de una sociedad secularizada, en la que la iglesia impone con brazo de hierro su visión monolítica del credo: la del Dios inmisericorde del Antiguo Testamento.

Dogma y humanismo

Ante tanta barbarie, el silencio de Dios deviene aún más ensordecedor, pero no da lugar a profundas reflexiones acerca de su influjo, terriblemente desestabilizador, en mujeres y hombres. Si bien el nivel de depuración al que se elevará esta temática, central en el corpus bergmaniano, con la denominada trilogía del silencio no se halla aún presente en El séptimo sello, la potencia iconográfica de sus imágenes insufla al espectador contemporáneo el terror inherente a un tiempo ausente de luz, en que la omnipresencia de lo sombrío se hace patente ya desde los claroscuros de su excelso tratamiento cromático. La expresividad de los primeros planos, utilizados frecuentemente para resaltar el impacto que en los rostros han de tener las sucesivas revelaciones, se ve potenciada por un blanco y negro de contrastes acusados, a la par que la medida alternancia con que al encuadre del semblante sucede el plano medio, y a este la panorámica del entorno rural, o edénico, circundante permite trascender la poderosa impronta teatral del relato —teatro es, a fin de cuentas, en origen— a través de una puesta en escena que alterna magistralmente la contención introspectiva con fogonazos de alucinada, pictórica belleza.

Toda la secuencia en que el atribulado caballero se sincera acerca de su pesar ante un mundo carente de sentido mientras su confesor, del que no ve su rostro, trata de hacerle entender, con sus escuetas respuestas, cual es la realidad que le aterra asumir —El vacio es un espejo que tienes delante de tu propio rostro. Te ves a ti mismo y te invade el desprecio. Es natural que así sea 1— deviene sumamente ilustrativa a este respecto, pues la inmovilidad inherente al propio escenario resulta transgredida por la suave cadencia del movimiento de cámara, así como del juego con la profundidad de plano y el punto de vista. El resultado constituye una lección magistral de cómo enriquecer las bondades del texto con los recursos propios del lenguaje cinematográfico que, una vez nuestro paladín descubra, horrorizado, la faz de su interlocutor del otro lado de los barrotes que les separan, adquirirá todo su dramático sentido: su confesión es con la mismísima Muerte, que también acecha en suelo sagrado, y la sutileza con que los planos han ido alternando, pausadamente, el encuadre de sus respectivos rostros nos ha hecho partícipes, desde el principio, de la inutilidad de la confesión.

El séptimo sello

El patetismo con que este se aferra a la esperanza de burlar a su adversario, jactándose de que mientras corra sangre por sus venas será capaz de ganar la partida, resulta estremecedor, pero no podemos evitar comprenderlo. En las diferentes actitudes que adoptan los personajes ante el final del camino, sea atormentándose, aceptándolo estoicamente o sencillamente ignorándolo, subyace la mirada humanista de un título cuyo trasfondo ético radica precisamente en su permeabilidad hacia el libre albedrío, que inclusive en una época tan hostil a la vida como el siglo de la Peste Negra genera diferentes posturas, sensibilidades, hacia el memento mori. Ese temor a la muerte que, a fin de cuentas, recorre incansable villas y caminos ya resulta netamente humano, pero que su visita sea recibida igualmente con resignación, quietud, inclusive paz de espíritu —todo ello atisbamos en los rostros de los que acompañan al caballero, una vez que se consume su destino en un pasaje de poderosa impronta expresionista— remite a la necesidad de aceptar un hecho tan natural, a fin de cuentas, como la propia vida. Lo antinatural es la superstición, que conlleva la renuncia a vivir: no parece casual que los pasajes más terroríficos de un filme atravesado de principio a fin por una atmósfera lúgubre, tenuemente fantástica sean aquellos en que el dogma cristiano se manifiesta en toda su crudeza.

Plasmada como una pesadillesca interrupción en la cotidianeidad de los lugareños, que ven manifestarse ante sus acongojados ojos el súmmum de sus mayores temores, la procesión de flagelantes se visualiza a ras de suelo, potenciando exponencialmente toda la carga barroca del sufrimiento que la acompaña. Un pasaje demencial, pavoroso, que concreta magistralmente el oscurantismo inherente a un integrismo religioso que, en sus años más oscuros, se valía del fuego purificador para imponer una visión sanguinaria del rito. Pero el triunfo definitivo, al menos en esta ocasión, caerá del lado de lo profano: una vez disipados los ecos del Dies Irae, la danza a la que la Muerte invita a los protagonistas es vista desde la lejanía, como si de una extraña celebración se tratase 2, por la familia de cómicos que han logrado escapar a su destino, salvados por el postrero acto de redención de Antonius Block. El séptimo sello —al igual que Fresas salvajes (Smultronstället), estrenada también en 1957— resulta fundamental para entender la evolución posterior de la filmografía de Bergman, pues los temas que presenta habrán de conformar el substrato conceptual de sus grandes cimas posteriores. Pero sería injusto no valorarla apelando a su propia aportación al acervo cinematográfico; como memorable ejercicio de plástica fílmica cuyas telúricas imágenes, que perviven al inclemente paso del tiempo, destilan la esencia misma del ser humano.

  1.  MARTÍNEZ, Luis, “Ingmar Bergman (1918-2007) Entre el amor y el dolor”, Papel La revista diaria de El Mundo, Madrid, 14 de julio de 1018, p. 28.
  2.  BADÍA, Israel P. (2018): “El silencio de Dios y la crisis del Humanismo”, en Dirigido por nº 490, 2018, pp. 68-71.
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