El slasher, la Final Girl del nuevo milenio
Kill 'Em All Por Israel Paredes
Hacia el slasher del nuevo milenio
El slasher como (sub)género de cine de terror nació con unas limitaciones constitutivas que, con la estimable ayuda de los propios fans del género, ocasionó una pronta decadencia. Si tomamos el año 1978 con La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) como posible punto de arranque del slasher, 1985 puede ser el de una cierta desaparición de las salas, destinado al consumo doméstico en un bucle de secuelas y subproductos concebidos para alimento del fandom. Diez años después, Scream. Vigila quien llama (Scream, Wes Craven, 1996) sitúa de nuevo al subgénero en un espacio de consumo comercial y popular en el contexto del género de los noventa, con una conciencia referencial que hace renacer al slasher durante varios años. Sin embargo, tampoco dura demasiado. Con la llegada del nuevo milenio, se siguen produciendo, en algunos casos manteniendo de manera férrea sus tropos, en otros a partir de remakes de clásicos del género, también en combinación con algunas nuevas tendencias del género –torture porn o found footage, o documental falso, por ejemplo- que en gran medida logran desplazarlo hacia una posición residual dentro del género en las dos últimas décadas.
El slasher del nuevo milenio es como esa final girl que protagoniza y, en última instancia, acaba dotando de sentido a gran parte de sus discursos: ha resistido (como ha podido) a la masacre. Un superviviente de las derivas del cine de terror, de sus cambios y de sus modas puntuales, tan ajeno en algunos casos a su contemporaneidad como insertado en ella irremediablemente. Asumiendo que, en un alto tanto por ciento, hablamos de un subgénero netamente norteamericano, el 11 de septiembre y, después, la crisis económica, el slasher parece haber buscado un camino netamente cinematográfico ajeno a la realidad; al menos, en apariencia. Es evidente que la atmósfera y las derivas sociales y emocionales de las últimas décadas, como veremos en un epígrafe, han influido en el slasher; no podía ser de otra manera. Pero posiblemente no al mismo nivel que en otros subgéneros del terror. La autorreferencialidad cinematográfica de los años noventa mostraba un subgénero consciente de su herencia tanto a nivel creativo como mitómano y popular. Con ello lograron mostrar la casi ausencia de separación entre vida real e imagen dentro de sus ficciones, una conciencia como subgénero que derivó, a su vez, en unas producciones muy particulares que calaron, al menos algunos de sus títulos más representativos, en el público. La desinhibición de los noventa y los excesos de producción, ayudaron a ellos. En la década posterior, y hasta nuestro presente, si bien es cierto que se pueden encontrar, como veremos, buenos ejemplos del género, han quedado varado en una realidad y en un contexto cinematográfico ante los que parece no tener nada que decir, salvo sobre sí mismo como subgénero. Ahora bien, ya no hay esa referencialidad de los noventa, consciente de las pautas del slasher, de su trascendencia popular y de la necesidad de hablar, a través de él, tanto de su herencia como de su momento. La mayoría de los slasher del nuevo milenio avanzan a modo de repetición, en un bucle que saca partido a sus tropos y a unas ideas transmitidas como alimento, a veces ni eso, de un espectador, en la mayoría de los casos, vendido al género.
La nueva ola ideológica neoliberal de las últimas dos décadas parecía, por diferentes razones, el contexto perfecto para que el slasher reviviese, tanto a modo de contestación, así como vehículo, como sucedió en cierta manera en los ochenta, para proyectar ciertas líneas ideológicas. El constreñimiento, en líneas generales, del slasher impide que pueda operar de modo crítico, salvo en contadas y reveladoras ocasiones. Del mismo modo que no puede ser, por el contrario, muestrario de esa ideología y sus valores más allá de que, en su propia proyección de formas pasadas, acabe haciéndolo por activa o por pasiva. Su apenas proyección comercial y popular, ocasiona este deambular del subgénero, con esa resistencia a base de repetición; pero también lo hace su escasa relevancia e incisión. La violencia y el sexo del slasher de los ochenta poco a poco fue tamizado por los estudios para rebajar ambos términos; durante la segunda mitad de los ochenta, debido a su decadencia, recuperó algo de su subversión gracias, precisamente, a que ya no interesaba, relegado a producciones residuales de consumo doméstico en la mayoría de los casos. Los años noventa trajeron una violencia algo más explícita, pero desde luego nada impactante; el sexo, a pesar de la supuesta apertura de ideologías, quedó absorbida por la ironía de sus narraciones, más interesadas en conformar textos cinematográficos referenciales. La sexualidad seguía siendo eje motor de gran parte de los relatos del slasher como tropo constitutivo, pero más allá de las insinuaciones carnales de los actores elegidos, se percibía un claro intento de rebajar la desnudez. En el nuevo milenio, no ha cambiado demasiado el panorama heredado. La violencia en los últimos años del slasher, por explícita que pueda llegar a ser, ha quedado poco a poco diluida por otras aproximaciones del terror, dejando sus regueros de sangre en una cierta artificialidad que, en muchos casos, roza lo funcional y meramente ornamental por muy cafres que sean algunas propuestas. La sexualidad, salvo contadas ocasiones, igualmente se presenta como tropo insoslayable como definición genérica, pero sin tener una fuerza particular y, acorde con la época, con un pudor conservador heredado de las formas de los noventa. Por mucho que algunos slasher hayan seguido usando el desnudo femenino, y, puntualmente, escenas sexuales, poseen algo pueril e inofensivo, situadas más por una ordenación lógica de los tropos del subgénero.
Tres series como paradigma del slasher del nuevo milenio.
Una serie como Slasher (Aaron Martin, 2016-2017), en términos generales muy mediocre, sirve sin embargo para situar gran parte del espacio que el subgénero viene ocupando desde hace tiempo. Por ahora compuesta por dos temporadas, cada una toma un modelo particular del subgénero. En la primera, una joven regresa a su pueblo natal, donde sus padres fueron brutalmente asesinados. A partir de su llegada, se suceden algunos asesinatos que recuerdan aquella noche y ella se convierte en el posible blanco del asesino. En la segunda, en cambio, un grupo de jóvenes regresan a la casa en las montañas donde, años atrás, cometieron un crimen que escondieron y que, pasado el tiempo, puede salir a la luz; durante su estancia, un asesino se encargará de ellos uno a uno. La serie, formal y narrativamente de gran planicie, posee el interés de evidenciar en ambas temporadas los tropos del slasher y sus bases constitutivas, usadas de manera funcional sin ánimo de indagar en ellas o proponer alguna nueva deriva a partir de sus elementos. Aunque es un caso extremo dada su mediocridad, revela en gran medida el devenir del slasher, convertido en un alto porcentaje de su producción, como, por otro lado, gran parte del cine de terror reciente, en subproductos confeccionados bajo parámetros inamovibles, cómodos y adecuados a lo que se cree que se espera de ellos. Por supuesto, estamos hablando del caso de una serie televisiva que, en pleno apogeo de este tipo de producciones, pretende rentabilizar cualquier idea previa en busca de réditos con la misma desidia creativa que presentan gran parte de la creación televisiva.
El segundo ejemplo son las dos temporadas de Scream (Jill E. Blotevogel, 2015-2016) que, al igual que Slasher, apenas presenta interés más allá del mantenimiento de unas constantes del género adaptadas a la serialidad televisiva, además, bajo el amparo de un concepto creativo de MTV. Basada en la saga de Wes Craven, la serie desarrolla la idea, para nada sorpresiva, de extender lo propuesto en ella sin ánimo alguno de plantear algo nuevo. Si la primera temporada mantenía, al menos, cierta incógnita acerca del asesino y, sobre todo, buscaba construir un cierto universo propio con los personajes, en la segunda, todo se hace evidente desde un primer momento, tediosa sucesión de capítulos en las que el interés se diluye de manera drástica. Hay en ella, no obstante, una búsqueda de conformar una serie duradera -que no ha logrado hasta el momento- para revivir de manera serializada el slasher, siempre con Scream en el punto de mira, con personajes con inquietudes, en apariencia, cercanas a las sensibilidades actuales. La pobre producción y el mínimo esfuerzo visual, acaban dando forma a una serie de consumo rápido y apenas disfrutable, pero que, en gran medida, sirve como paradigma de una deriva algo inocua y desnortada del slasher del nuevo milenio.
En cambio, una serie como Scream Queens (Ian Brennan, Brad Falchuk, Ryan Murphy, 2015-2016) parece, al menos en su primera temporada, usar el slasher desde una ironía que no niega cierta reflexión formal y narrativa acerca del género y, sobre todo, su uso, algo tosco pero efectivo, para entregar una mirada de clase. Con una Emma Roberts que, en Scream 4 (Wes Craven, 2011), como veremos, interpretó el ejemplo perfecto de la protagonista del slasher del nuevo milenio, la serie se mueve en todo momento entre la tontería autoconsciente de sus limitaciones y un intento de adecuar modos pasados del slasher a un nuevo contexto desde una completa artificialidad formal para crear un territorio visual que remita tanto a cierta realidad reconocible como a un mundo representacional. El slasher aparece despojado de todo conato de lo real y se inscribe en una ficción pura. No hay posibilidad de realismo, el slasher es pura construcción cinematográfica. A diferencia de las dos anteriores series, Scream Queens asume que debe moverse por los márgenes de lo representacional, de unos tropos con los que jugar. Consigue, no obstante, ubicar el género dentro de las nuevas sensibilidades de nuestro tiempo con un grupo de jóvenes que son perfecto ejemplo de ellas.
Pesadilla en Elm Street (El origen)
Explicar el origen del horror: el slasher y el remake.
Si tomamos 1978 como el arranque del slasher con La noche de Halloween, tomemos 1998 con Psycho (Psicosis) (Psycho, Gus Van Sant, 1998) y Halloween H20: 20 años después (Halloween H20: 20 Years Later, Steve Miner, 1998), como punto de arranque del slasher del nuevo milenio; año en el que también se estrena Leyenda urbana (Urban Legend, Jamie Banks, 1998) y Aún sé lo que hicisteis el último verano (I Still Know What You Did Last Summer, Danny Cannon, 1998), secuela de uno de los grandes éxitos del slasher de los noventa, Sé lo que hicisteis el último verano (I Know What You Did Last Summer, Jim Gillespie, 1997), que, junto a Scream, se presenta como clave para el devenir del género. Pero ahora nos interesan las primeras en tanto a que la primera supone no tanto un remake de una de las películas seminales del slasher como la realización (casi) plano por plano de la película de Hitchcock, en color y con una cierta adecuación al contexto, mientras que la segunda, recupera a Michael Myers después de décadas de secuelas. No es lugar para hablar de la película de Van Sant de manera amplia, dado que su Psycho (Psicosis) es tan discutible en resultado como interesante conceptualmente. Pero inaugura, de manera involuntaria, ese amplio grupo de remakes que irán surgiendo a lo largo de estas dos últimas décadas. Su caso, desde luego, es singular en cuanto a lo arriesgado de la propuesta, en el límite de todo, pero muestra una tendencia de aprovechamiento de las formas del pasado, en este caso de manera extrema, y de su iconografía y personajes.
A partir del año 2000 los remakes, las secuelas y los reboots se convierten en una fuente en apariencia inagotables para el slasher. Desde luego no es nada nuevo dentro del subgénero y no debería, no obstante, verse como algo malo per se la fórmula del remake -es algo que el cine ha producido desde sus inicios-, dado que puede servir para evaluar cada época en su producción. Tampoco se puede obviar el mecanismo comercial que anida detrás, desde luego en este caso particular, de una suerte de renovación de temas y mitos amparados, de manera explícita o no, por la nostalgia imperante en los últimos años. Frente a ellos, el slasher también ha buscado otros caminos, como apuntábamos, basados en repeticiones de modelos que, sin abrazar el remake, poseían en el fondo un aliento parecido. Quedan, como veremos, algunas propuestas diferentes, más arriesgadas, que exploran otros caminos. Pero regresando al remake, los grandes hitos del slasher de los ochenta poseen su revisión en el nuevo milenio. Michael Myers lo inaugura con la mencionada Halloween H20: 20 años después; a la que seguirán, Halloween: Resurrection (Halloween 8, Rick Rosenthal, 2002), y, sobre todo, Halloween, el origen (Halloween, Rob Zombie, 2007) y Halloween II (H2) (ídem, Rob Zombie, 2009). Jason Voorhees tendrá su parte décima en Jason X (ídem, James Isaac, 2001), Freddy contra Jason (Freddy Vs. Jason, Ronny Yu, 2003), una de los slasher más delirantes de la época, y el remake de la original en Viernes 13 (Friday the 13th, Marcus Nispel, 2009). Freddy Kruger resurgió en el mencionado crossover junto a Jason y, después, vino su remake Pesadilla en Elm Street (El origen) (A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 2010). Leatherface también ha contado con una presencia muy destacada, quizá por encima de los anteriores, en el nuevo milenio: La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Marcus Nispel, 2003), remake director de la original, La matanza de Texas: El origen (Texas Chainsaw Massacre: The Begginning, Jonathan Liebesman, 2006), La matanza de Texas 3D (Texas Chainsaw 3D, John Luessenhop, 2013) y, finalmente, Leatherface (Alexandre Bustillo y Julien Maury, 2017). Así, los grandes hitos del slasher, que durante los ochenta y los noventa ya tuvieron su desarrollo a modo de sagas, regresan en el nuevo milenio. Pero, además, encontramos otros remakes como Negra Navidad (Black Christmas, Glen Morgan, 2006), Cuando llama un extraño (When a Stranger Calls, Simon West, 2006), Una noche para morir (Prom Night, Nelson McCormick, 2008), San Valentín sangriento (My Bloody Valentine 3D, Patrick Lussier, 2009), Maniac (Franck Khalfoun, 2012), Noche de paz, noche de muerte (Silent Night, Steven C. Miller, 2012), Espera hasta que se haga de noche (The Town That Dreaded Sundown, Alonso Gomez-Rejon, 2014), Hermandad de sangre (Sorority Row, Stewart Henler, 2009), La casa de cera (House of Wax, Jaume Collet-Serra, 2005), La masacre de Toolbox (Toolbox Murders, Tobe Hopper, 2004)… No es el slasher, ni el cine de terror, el único que se alimenta del pasado, sin embargo, resulta evidente que este subgénero ha sabido, o al menos intentado, sacar réditos de creatividades pasadas.
La casa de cera
Así, es notorio que la palabra “origen” aparezca en algunos de estos remakes. Una idea nada nueva pero que pretende ahondar en el personaje y en el mito. Algo así sirve para enmascarar al propio remake, casi como para dignificarlo en tanto a que propone al espectador ver algo hasta entonces oculto. Es el caso de la que quizá es la más aplaudida de todas ellas, Halloween, el origen, en la que Zombie nos regala toda una primera parte destinada a explicar a Myers para, después, llevar a cabo el remake de la de Carpenter. También sucede en Pesadilla en Elm Street (El origen), en la que se explica, se visualiza, lo que en anteriores entregas ya se había desarrollado sobre la naturaleza de Freddy Kruger. Algo similar han intentado en Leatherface. La cuestión es hacer explícito lo que antes estaba sugerido. Las derivas occidentales a partir del 11-S imponen de alguna manera la necesidad en la ficción de aclarar el origen del mal. Su forma es evidente, se conoce, pero aquello que anida detrás de ella se debe volver explícita, no cabe la abstracción de la maldad. No es suficiente con sugerir, el espectador debe ver en pantalla de donde nace. En tiempos de enemigos y asesinos etéreos, inconcretos, la concreción, no tanto la figuración, se hace necesaria. En cambio, en el caso de La matanza de Texas y Viernes 13, ambas dirigidas por Marcus Nispel, las explicaciones son mínimas y hay un mayor intento, más logrado en la primera que en la segunda, de no alejarse demasiado del original pero introduce leves variaciones para hacer más actuales, no tanto en contexto como en su forma visual, sus historias. Se pierde gran parte de la abstracción que tenían las originales en cuanto al mal. Aunque se intente evitar, algo lo impide.
Pero este resurgir del slasher en el nuevo milenio, como otros remakes del terror, dejando de lado la clara veta comercial, así como el uso y abuso de la nostalgia, no solo denota en gran medida la (casi) imposibilidad de crear nuevos mitos, populares y perdurables, dentro del género -dese Scream posiblemente no ha habido, a nivel general, algo parecido-, también puede verse como un resurgir de algunas paranoias compartidas con aquellos años en un contexto algo similar. Pero lo que entonces era un miedo físico y tangible en las figuras de los asesinos, pero, en gran medida, con una carencia de sentido en sus actos asesinos, en los últimos años se ha hecho necesario el situar a cada uno de ellos, y sus diversas naturalezas, en una posición expositiva clara. El espectador debe temer, pero a su vez conocer y tener claro de donde procede ese mal. En gran medida, el slasher de los noventa acabó produciendo esta deriva: esa referencialidad con el género creó la mencionada disociación de una realidad en la que su imagen acababa teniendo más sentido, o el mismo, que su referente hasta romper los límites entre realidad y ficción dentro de la pantalla. Ahora se hace necesario, sobre todo en los remakes, mostrar de donde procede esa maldad en la ficción como extrapolación de una maldad en lo real que no se entiende. Si en pantalla el asesino es comprensible, quizá, también lo pueda acabar siendo en la realidad.
El síndrome Sidney.
La saga iniciada en 1996 con Scream. Vigila quien llama se prolongó hasta el nuevo milenio con Scream 3 (ídem, Wes Craven, 2000) y Scream 4 (ídem, Wes Craven, 2011), mostrando un desarrollo de lo referencial con el género a lo autorreferencial en la tercera entrega, desarrollada en el rodaje de una de las entregas de Puñaladas, las películas que, dentro de la ficción, recrean los asesinatos de Woodsboro, la ciudad en la que se ubica la saga. Sidney (Neve Campbell) vive apartada, traumatizada y apartada de todos. El asesino recrea la primera película, que es a su vez la que se está rodando. Dentro de su ficción, la tercera entrega regresa a su propia mitología de manera metacinematográfica. Si la segunda, con las primeras secuencias, ya hablaban de unas adaptaciones de los hechos, la tercera da un paso más allá. Sin dejar las coordenadas típicas del slasher, enfatiza el paso del tiempo en los personajes. Sidney ya no es una joven de instituto, sino una final girl devenida en maldición andante: mientras siga viva, siempre habrá un asesino dispuesto a matarla. En este caso, continúa con ciertos elementos argumentales iniciados en la segunda entrega alrededor del pasado de Sidney y de su madre que, al final, quedan resueltos. Tanto que, once años después, con la cuarta entrega, la saga retorna al punto de arranque, esto es, a la primera, dado que en el fondo se plantea como una suerte de remake encubierto de la primera.
Scream 2 (ídem, Wes Craven, 1997) y Scream 3 arrancaban con sendos prólogos que mostraban escenas de Puñaladas encadenadas, sobre todo brillantes en la tercera, como una manera de mostrar el impacto en la ficción de los hechos de Woodsboro y su repercusión social, mitómana y cinéfila. En la cuarta, sin embargo, los encadenados poseen mayor fuerza aún en su mezcla de lo anterior con una ironía muy patente y, sobre todo, en cómo Craven y Kevin Williamson llevan a cabo una suerte de recuento de las variaciones y derivas del cine de terror de la última década -la primera del nuevo milenio- dentro de la cual, el slasher, al menos ese slasher popular y comercial que ambos ayudaron a forjar, se encuentra en un segundo plano ante otras propuestas del género. Hay una clara reivindicación del slasher en ese arranque como subgénero del terror, en su sencillez constitutiva, quizá, incluso, en su simpleza de planteamiento por mucho que, por ejemplo, la saga intentase volverse compleja en su referencialidad reflexiva.
La relevancia de Scream 4 reside en la adaptación, con menos impacto que la primera, evidentemente, de los modos de aquella a sensibilidades del nuevo milenio. Si en Scream los asesinos actuaban movidos por una mitomanía que usaban, a su vez, en uno de los casos, para vengar una afrenta familiar, en la cuarta entrega hay un sentido similar pero también diferencias más que evidentes. En un momento dado, el personaje del sheriff dice: “la tragedia de una generación es la burla de la siguiente”. Hace referencia a cómo los asesinatos de Woodsboro son para los nuevos jóvenes un elemento de burla, de risa. En gran medida, el slasher, retomando la famosa reflexión de Roger Ebert, es eso: el disfrute viendo a un asesino matando. Pero en Scream 4, los asesinos comenten sus crímenes con el fin último de acabar recreando la primera entrega mientras realizan una película de sus asesinatos en tiempo real mediante su exhibición en un videoblog de manera inmediata que, después, conformará en su conjunto una película. Craven y Williamson hablan del nuevo audiovisual, de su consumo, de sus plataformas y dispositivos en un contexto de slasher que recupera sus formas más puras. La presencia de Emma Roberts como Jill resulta, como poco, llamativa en cuanto a que representa una nueva generación de actores que, a su vez, son proyección de una más global. Jill, en particular, viene a poner de relieve un intento de trasvase de protagonismo: los actores de la saga están, como poco, agotados. Han disfrutado de su fama, y ahora, ella, con sus actos, viene a reclamar su lugar en el presente, su éxito. Las reglas del slasher que han sido base constitutiva referencial de la saga, casi sentido último en muchas cuestiones, se mantienen a la par que se subvierten. Los dos asesinos intentan recrear los asesinatos originales para conformar un perfecto pastiche en emisión en directo, a tiempo real, siguiendo con la sensibilidad actual de la absoluta inmediatez. Sin embargo, sus planes tan solo salen medianamente bien. Jill consigue la proyección mediática que persigue, pero perece en el intento. Porque, como dice Sidney, “Don’t fuck with the original”. El síndrome de Sidney se impone: ella está maldita, pero es la absoluta reina del slasher contemporáneo. Quizá, la final girl definitiva.
Scream 4
Scream 4 no reinventa el slasher, desde luego, pero lo introduce perfectamente en su presente y reivindica sus tropos fundacionales y funcionales. Apuesta por la plasticidad y la figuración del mal, insertado este en una época, mediante sus personajes, en el que el enfrentamiento generacional ya no responde a un trauma pasado que debe ser vengado, sino al deseo de asumir un protagonismo. Una nueva generación hastiada de su herencia que, siguiendo, sin embargo, el ejemplo de la pasada desea llegar al mismo lugar de manera rápida, instantánea, y, sobre todo, con mayor artificio y protagonismo.
Pero dentro del slasher y a pesar de su sentido continuista en general, hay algunos ejemplos que apuestan por diluir los contornos físicos del asesino, por mostrar una deriva más abstracta en contraposición, como hemos visto, de esos remakes explícitos y explicativos. La saga iniciada en el año 2000 con Destino final (Final Destination, James Wong, 2000) y finalizada en su quinta entrega en 2011, es uno de los ejemplos más significativos al respecto. En ella, la mismísima Muerte es el asesino. Sin más. Con algunos cambios de unas entregas a otras, y resultados diversos, la saga irá adaptándose a cada momento sin dejar de lado su premisa y naturaleza original, tanto que, con una considerable reducción en la dureza de las imágenes y con un sentido del humor, negro o no, poco a poco se notará la confluencia del slasher con modos del torture porn. La saga Destino final, no solo plantea un asesino tan abstracto como la sombra de la Muerte, que viene a cobrarse la vida de aquellos que debieron morir en un momento determinado, también presenta un mecanismo narrativo que funciona por sí mismo sin necesidad de subtexto alguno. Propone que sea la narración y su lógica interna, esto es, la ficción misma, la que confiera de sentido al slasher. Pone de relieve que es su lógica constitutiva, por simple que sea, la que debe confeccionar los relatos desde una abstracción, en este sentido, absoluta. Apostando por un, más o menos lograda en cada caso, ingenioso planteamiento en cada muerte, la saga Destino final absorbe cierta desinhibición heredada de los noventa para ir adaptándose a un tiempo de incertidumbres. No hay un asesino con algún tipo de rostro y ansias vengativas, es la Muerte la que, sin intermediario, pide lo aquello que le pertenece. Y como personaje, aunque no visible, de estos slashers sobrenaturales, la Muerte tiene, eso sí, el mismo objetivo: acabar con todos ellos.
It Follows (ídem, David Robert Mitchell, 2014) es, posiblemente, el slasher más satisfactorio en su capacidad para reconsiderar el género sin una necesidad imperante de usar la referencialidad constante y buscar un espacio propio y nuevo. Para empezar, la historia se contextualiza en un espacio físico muy particular, pero en un tiempo que remite tanto a nuestro pasado como que los suspende. La película nos plantea una realidad que convive con lo fantástico con total naturalidad, como si fuesen dos esferas completamente indisociables que dan forma a un espacio propio que remite a lo real pero que a su vez lo violenta. Las ruinas de la ciudad figuran un paisaje tan físico en su decadencia como abstracto. Allí parecen permanecer quienes no han podido ir a otro lugar. La magnífica puesta en escena amplia constantemente los planos para que las figuras humanas pululen por esos espacios como abstracciones en sí mismas, como si no existiesen. La estilización visual, sin embargo, no esconde la miseria oculta bajo esas formas. Ahí, It Follows muestra a sus personajes en un contexto de deshumanización que remite y habla tanto de los estragos de la crisis económica como plantea un escenario particular. La abstracción contextual, no solo no reduce la fuerza de su figuración ni de su posible discurso hacia una realidad en la que los jóvenes, sin nada a que aferrarse, deambulan a diario sin referente alguno en busca de afianzar una identidad que no logran encontrar, porque ya no queda dónde agarrarse. Los adultos –en especial esa forma fantasmal de la madre-, no tienen lugar en ese mundo salvo cuando asumen la forma de los seres espectrales que siguen a los jóvenes. Así, éstos, sin asidero alguno, deberán enfrentarse ellos solos a una amenaza a modo de virus cuya única manera de liberarlo es pasándolo a otra persona mediante el sexo. Si en el slasher tradicional la sexualidad era sinónimo de muerte y la virginidad –final girl– la forma previsible de sobrevivir, en It Follows quien no folla, sigue maldito. Porque hay algo de maldición en esas formas cambiantes que persiguen a los jóvenes. Su forma humana, en verdad, remite a la abstracción de un miedo cuya procedencia se desconoce, pero que una vez que alcanza a la víctima, acaba con ella.
It Follows
En una realidad en la que hundir en el agua a una hormiga sin importar el acto que se está cometiendo, It Follows se presenta como un relato de iniciación joven en un espacio sin referencias, carnal y etéreo al mismo tiempo, en el que todo sucede en un tiempo sin tiempo tan propio como nuestro presente. El slasher trasciende los contornos de las figuras de asesino y víctimas para conformar un espacio de terror basado en una imagen que busca que la perfección de su configuración obedezca a crear un horror figurativo basado en el vacío, en la soledad, en la decadencia social. Y, sin embargo, en determinados momentos, se presiente una cierta esperanza. Extraña e inasible, pero perceptible. Pero siempre bajo una abstracción terrorífica en el que la atmósfera se impone a todo imperativo en un dispositivo formal cuya complejidad reside en dar voz a cada imagen, a que sea la narración visual la que vaya, en sus diferentes opciones de puesta en escena, dando (in)forma al terror. El slasher contemporáneo, quizá, pueda encontrar nuevos caminos a partir, precisamente, de regresar a sus formas primigenias, aquellas que apostaban por un terror puro y sin necesidades de explicar su origen y su naturaleza.
El slasher y el narcisismo del hoy
Al hablar de Scream Queens y Scream 4, con Emma Roberts como icono popular del nuevo milenio, hemos referido a unas nuevas sensibilidades. Su personaje de Jill en Scream 4, en un momento dado, declara que no quiere amigos, como se verá, tampoco novios ni nada parecido, sino que quiere seguidores. Se cree personaje real de una película, pero también su creadora y, por tanto, controladora de una ficción en la que cree vivir. Si los protagonistas de los slasher en los noventa vivían absortos por la herencia pasada del subgénero, jugando con sus reglas mientras se comenten asesinatos en la vida real, Jill tan solo lo hace para poder conformar su propia ficción/realidad. No concibe, en verdad, que haya separación. Su narcisismo, como el del personaje de Scream Queens, nada tiene que ver con la cierta inocencia, y, en ocasiones, estupidez, de los personajes del slasher. Ahora tiene conciencia real de su presencia dentro de la ficción. Jill quiere acabar con Sidney no solo para ocupar su lugar en la esfera mediática, también porque quiere, a su vez, ser quien dirija el destino de cada elemento, una vez más, concibiendo lo real como ficción.
Tragedy Girls
Tragedy Girls (Tyler MacIntyre, 2017) nos presenta a Sadie (Brianna Hildebrand) y McKayla (Alexandra Shipp), dos jóvenes obsesionadas por las redes sociales y su proyección que urden un plan que, finalmente, se volverá contra ellas. Con diferentes referencias al género, lo interesante de la película, en su condición de desenfreno posmoderno, reside en cómo los pasillos del instituto poseen, en su fotografía e iconografía, un sentido representacional que remite a modelos previos, tan cercanos a lo real como alejados de él, creando un territorio ilusorio, y, por momentos, divertido, que muestra no solo la artificialidad de sus vidas sino también del propio género. No hay un sentido puramente crítico, más bien simplemente expositivo de una generación en la que, la muerte, asesinar e, incluso, ser una chica trágica, es parte de un juego ficcional llamado realidad. El slasher se presenta como marco perfecto para ello, aunque al final sea meramente ornamental. Su sensibilidad hacia la realidad aparece anestesiada, en un narcisismo cuya hondura en su representación y crítica queda ahogada por su ironía posmoderna, la cual, en cierta manera, es la misma que mueve a las dos protagonistas.
En Hermandad de sangre, remake de Siete mujeres atrapadas (The House on Sorority Row, Mark Rosman, 1983), encontramos una suerte de anticipo de Scream Queens, todavía remitente, sobre todo en cuestiones de puesta en escena, de factura fotográfica, actores y producción, a los slasher de los noventa. Sin embargo, no se puede negar que en ella anida ya un cierto halo más cercano a nuestro presente que a la década anterior al retratar a un grupo de jóvenes que ocultan la muerte de una compañera a la que mataron sin querer, pero, para no complicarse la vida, deciden callar durante un tiempo hasta que, evidentemente, parece que algo no salió como querían. La base de arranque, siguiendo de manera muy general la original de 1983, nos sitúa en un terreno muy recurrente del slasher, pero lo que nos interesa, dado que la película no conduce hacia mucho más, se encuentra en esa imagen final de las tres final girls andando orgullosas de haberse librado de la venganza. Una imagen que plasma el narcisismo, la falta de ética y el triunfo de la superficialidad que han demostrado en todo momento. No se puede negar que la película arroja una mirada crítica, condicionada y tamizada por un producto en busca de un consumo comercial, hacia una generación que tiene que ver con la anterior pero que a su vez se presenta como una más que perfecta imagen mejorada. Algo similar sucede en Cry Wolf, (ídem, Jeff Wadlow, 2005) en la que se intenta exponer, y en cierta manera lo hace, una suerte de slasher con trasfondo de conciencia de clase, para mostrar a un grupo de niños ricos en un juego basado en las mentiras que cuentan hasta que se ven introducidos en una sucesión de muertes en las que uno de ellos bien puede ser el responsable. A pesar de la torpeza general de la dirección, la película consigue ahondar en un vacío existencial basado en una clase social hastiada sin apenas referentes éticos y sumamente egoísta.
Hermandad de sangre
Un narcisismo que, en Feliz día de tu muerte (Happy Death Day, Christopher Landon, 2017), uno de los mejores slasher de los últimos años, aparece expuesto como condena: Tree (Jessica Rothe) deberá vivir a modo de bucle el día de su muerte hasta que logre averiguar quién es su asesino y los motivos por los cuales quiere acabar con ella. Para conseguirlo, debe tratar mejor a los demás, ser mejor persona. A pesar de que sobre la base la película podría usar todo lo anterior como vehículo para lanzar una lección moral, lo que hace es poner de relieve un narcisismo despreocupado más allá de la imagen personal que se proyecte. Nada nuevo bajo el sol, pero acrecentado de manera exponencial en nuestro tiempo. Con gran sentido del humor y un juego con las convenciones del slasher que acaban teniendo más de reflexión que de referencialidad, la película organiza la repetición del día a día para ir construyendo en cada uno de ellos pequeños slasher que, en su suma, dan como resultado un conjunto en el que no importa tanto la resolución del crimen como el transcurso hasta llegar a él, con, en general, un trabajo inteligente con la puesta en escena y con los tropos del género para poner en cuestión a un personaje contra el que no carga, pero al que sí expone en una desidia vital y ética en la que nada importa salvo el yo.
En general, el slasher, desde sus inicios, planteaba la necesidad de sobrevivir, de ahí esa final girl triunfante al final de muchas de sus películas. Al fin y al cabo, el sentido último del género es que mueran todos los personajes posibles. Aunque no siempre, en gran medida es su esencia y mecanismo. De ahí que sirviera en los años ochenta, por ejemplo, como reclamo o como crítica del individualismo de la época, y que, en los últimos años, haya servido también para trazar miradas hacia una sociedad y una juventud sin rumbo, perdida. No es que aquella de los noventa y que dio presencia a los slasher que triunfaron fuera mucho mejor, desde luego, pero había, en el fondo, una cierta arrogancia hedonista, pura máscara, en cualquier caso, que no aparece en términos generales en el slasher del nuevo milenio. A pesar de esa celebración narcisista en la que nos encontramos, potenciada en redes sociales cada día de manera más impúdica y desprejuiciada, hay en muchos slasher un sentido melancólico, sombrío. Sucede, por ejemplo, en una de las mejores estilizaciones del género, Seducción mortal (All the Boys Love Mandy Lane, Jonathan Levine, 2006), en la que Mandy Lane (Amber Heard) se transforma de víctima en asesina -algo que comparte con Scream 4—en un total vacío en sus actos. De nuevo, los jóvenes y su contexto aparecen explicitados del modo más común del slasher, pero la atmósfera es monocroma; la sensación, la de asistir a un slasher en la que los tropos operan de manera mecánica, meros dispositivos narrativos suspendidos en el tiempo. Mandy Lane observa durante toda la película a quienes la rodean. Para el espectador, todos pueden ser culpables, pero en el fondo lo que vemos, a través de ella, es una realidad sin sentido y sin expectativas en la que, la joven puede devenir asesina de sus compañeros sin que importe demasiado los motivos. La que se presupone final girl, se convierte en todo lo contrario. Como Jill en Scream 4, Mandy Lane se ha rebelado como personaje y subvertido su naturaleza. Pero a diferencia de la película de Craven, aquí, sale victoriosa gracias a un vacío existencial en el que puede reinar.
Algo similar sucede con Tú eres el siguiente (You´re Next, Adam Wingard, 2011), muy interesante slasher, quizá más cercano a las home invasion, plantea en el personaje de Erin (Sharni Vinson) un reconversión de la figura femenina como superviviente gracias no a su adecuación a los arquetipos del género sino a sus cualidades aprendidas para luchar, defenderse y sobrevivir en un mundo hostil. Una reunión familiar deviene en una cacería de la que, en un primer momento, no conocemos sus propósitos; durante ese tramo, la película muestra una inquietud y una violencia que perturba, en gran medida gracias a la estilización visual de sus imágenes. Después, cuando conocemos qué motiva al grupo y quiénes han puesto en marcha la cacería, entonces, aparece un discurso que, según se mire, ahoga la dureza del inicio producto del desconocimiento y de una mayor abstracción del terror; o amplia el alcance de la película al introducir un discurso de clase y económico en el que todo vale para conseguir una herencia suculenta. Uno de las consecuencias de la crisis económica a nivel global, y en casi todas las esferas, ha sido una ideología del todo vale para conseguir propósitos o posiciones que, si bien no es nueva, se ha desarrollado exponencialmente. En Tú eres el siguiente aparece de manera tan clara y contundente como, quizá, enfatizada. Pero lo interesante es cómo al final, ella, tras haber conseguido sobrevivir, se enfrenta a una realidad que arremete contra la confianza que tenía puesta en una persona, mostrando un presente ahogado en sus miserias.
Tú eres el siguiente
¿Nuevos espacios del slasher?
Aunque la mayoría de los slasher han optado, de una manera más o menos normativa, para continuar trabajando espacios reconocibles dentro del género, también hay ejemplo del uso de nuevos espacios y dispositivos para su construcción. Así, La cámara secreta (My Little Eye, Marc Evans, 2002) convierte el slasher en un reality show multipantalla. Un grupo de jóvenes con un secreto del pasado conviven en una casa mientras son filmados continuamente por diferentes pantallas mientras son observados. Más allá del operativo formal, la película interesa en tanto a que introduce el género en una realidad representacional que busca, en nuestra realidad, convertir en ficción la realidad o, más bien, romper los contornos que los separan. Con una factura que emula las cámaras de grabación, produce imágenes toscas y granuladas que proyectan, o lo intenta, un sentido de realidad, de cercanía, y proporcionan un territorio para el slasher que, sin estar del todo conseguido, muestran que el género puede conducirse hacia derroteros alejados de la simple autorreferencial y artificio cinematográfico.
Algo que L.A. Slasher (Martin Owen, 2015) no solo no persigue, sino que hace de la hipervisualización y la inflación de la imagen su seña de identidad histriónica. En ella, Owen aúna diferentes texturas y recursos cinematográficos para mostrar a un asesino tan estilizado como lo intentan ser las imágenes de la película, en busca de ser tan sanguinario como famoso por sus actos. La grabación y exhibición de sus asesinatos en redes sociales y canales de video de internet apuntan hacia un asesino motivado por la necesidad de ser famoso, de exponer sus crímenes, lo cual ocasiona que la película exponga diferentes pantallas en un compendio visual que puede ser visto tanto como una forma de arrojar una mirada hacia los diferentes dispositivos visuales y de relaciones sociales artificiales como una demencial celebración de todas ellas. En cualquier caso, el slasher aparece, una vez más, como marco más irreal, representacional, que remitente a lo real.
Eliminado
En Eliminado (Unfriended, Levan Gabriadze, 2014) el territorio del slasher es tan etéreo como una conversación en chat entre varios jóvenes. A través de un dispositivo visual basado en la multipantalla y en la diversidad de materiales que comparten y con los que se juega. La película arranca de manera tan tediosa y aburrida como es observar las conversaciones de unos jóvenes. Ya no estamos en los pasillos de un instituto, ahora las relaciones se establecen a distancia. Las conversaciones, adaptadas al momento, ponen de relieve las sensibilidades actuales de esos jóvenes. Formalmente, la película no puede ocultar su carácter de dispositivo, algo que rompe con los cambios de pantallas, con cierta movilidad, con el uso de música compartida entre ellos como banda sonora. El slasher, en este caso, se desarrolla en un aparente tiempo real cuando alguien comienza a asesinar a los jóvenes conectados debido a la vejación pública que llevaron a cabo de una compañera quien, asolada por ello, acabó suicidándose. Así, la base del slasher es genuina, pero la forma que lo contiene varía en su búsqueda de un nuevo territorio para los jóvenes más adecuado a la realidad presente. La visión, una vez más, es desoladora en su mirada hacia una juventud anestesiada, sin conciencia real de que aquello que hicieron tuvo unas consecuencias terribles. Son producto de un tiempo basado en la creencia de que el territorio virtual está libre de consecuencias en el mundo real. No piensan que subir un video a YouTube humillando a una compañera pueda ser causa de escarnio. La eliminación de los jóvenes por parte del asesino juega con la idea, a su vez, de la eliminación de un perfil o de su no aceptación. En este sentido, Eliminado va cerrando pantallas según van muriendo los jóvenes, eliminados del mundo virtual a la par que del real.
Los nuevos dispositivos han sido utilizados en el cine de terror de manera muy diferentes en búsqueda de una adaptación a modos del género instaurados a las nuevas formas de creación y de visualización. En el slasher, a pesar de estos ejemplos, no ha habido unas aportaciones que hayan abierto un camino perdurable para la imagen. Por ejemplo, Ratter (Branden Kramer, 2015): una joven llega a la gran ciudad y es observada, por alguien, y por nosotros, a través de todos sus dispositivos digitales, tanto fuera como, sobre todo, dentro de su casa. La película plantea una puesta en escena basada en diferentes visualizaciones que dependen de cada dispositivo, conformando un collage visual que acaba imponiéndose a la trama, la cual presenta, en cualquier caso, una convivencia con los tropos del home invasion con el fin de mostrar la debilidad ante la exposición de dichos dispositivos. La amenaza no es solo la presencia oculta de alguien que observa y, después, finalmente, atacará, es la posibilidad de una intimidad expuesta, abierta, en la que toda una cotidianidad deviene en espectáculo tanto personal como, si se quisiera, más amplio. El acosador y asesino, no posee una motivación explícita más allá de, simplemente, observar a la víctima antes de cazarla. Nada nuevo en el slasher, pero importa esa forma de acercamiento: no es necesario ya el seguimiento por las calles, ahora es suficiente con hacerlo desde casa. Ratter, con todas sus limitaciones, expone un territorio para el slasher tan peculiar como bien adaptado a sus tropos, en los que acaba imponiéndose los dispositivos del terror frente a su consecución.
Metaficciones, intersecciones y desvíos.
Como hemos apuntado en varias ocasiones, desde casi el momento de su nacimiento como subgénero, el slasher ha tenido una autoconciencia de su naturaleza y de sus tropos de gran relevancia a la hora de conformar un espacio cinematográfico que conllevo una deriva autorreferencial. Espera hasta que se haga de noche se presenta como una secuela de Terror al anochecer (The Town That Dreaded Sundown, Charles B. Pierce, 1976) a la par que una suerte de remake pero su jugada metaficcional reside en plantear una ficción en la que la película original existe como tal y los crímenes, así como la ficción surgida a partir de ellos, se ha convertido en un icono popular en la zona. De repente, un nuevo asesino comienza a repetir aquellos crímenes. Así, varias capas de ficción se unen en una película muy remitente a su equipo creativo –American Horror Story– en el que importa más esa configuración de un espacio referencial para crear una metaficción que hacer que la ficción planteada, a secas, posea realmente valor. Algo así ocasiona que tras un arranque con gran interés la película acabe derivando hacia una normatividad en la que el juego referencial queda relegado, casi más como una excusa cuyo ingenio no aporta más allá que la búsqueda de dar un giro estructural y narrativo a esa referencialidad tan afín al slasher. La estilización de sus imágenes, pero también su inflacción, ayuda, aunque no aporta, a que esa combinación de ficciones, y realidades dentro de ellas, funcionen, dado que muestran, una vez más el slasher como un territorio puramente cinematográfico en el que, por mucho que sus imágenes lo intenten, no existe asidero con lo real.
Las últimas supervivientes
Las últimas supervivientes (The Final Girls, Todd Strauss-Schulson, 2015) también plantea lo anterior, aunque con otro discurso y dentro de otros parámetros metaficcionales que funcionan en un slasher salpicado de comedia negra. La deshinibición de la propuesta no impide que la película de Strauss-Schulson plantee una cohesión entre las formas del slasher de los ochenta con una mirada contemporánea cuando unos jóvenes se introducen en una película de culto –dentro de la ficción de la película-. Los personajes de ella y los jóvenes representan un mismo arquetipo, y, sin embargo, hay notables diferencias, denotando unas sensibilidades diferentes para cada época. Así, Las últimas supervivientes lleva a cabo un homenaje al slasher en su forma más pura y simple, a la par que ahonda en la medida de lo posible en su herencia en nuestro presente, la cual acaba surgiendo desde una respetuosa mirada al pasado. Interesante resulta como, al final, la final girl se enfrenta al asesino pidiendo un nuevo espacio para su personaje. La scream queen se revela y lucha abiertamente en un final de aliento videoclipero que no desencaja en un trabajo visual elegante y que busca, en términos generales, conformar una puesta en escena con personalidad propia, que si bien remite en su figuración al género habla de un espacio fílmico que confunde realidad y ficción en una metaficción que no crea un diálogo nostálgico, sino más bien una celebración del subgénero y su confrontación entre épocas.
La cabaña en el bosque (The Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2012) plantea una película que no niega su carácter metaficcional: unos jóvenes marchan a una cabaña, evidentemente, en el bosque, en un arranque que remite a otros inicios de viajes de tantos slasher. La película de Goddard asume que juega con los arquetipos del género dado que estamos en un territorio extraño: desde una especie de sala de máquinas, se controla la casa para que los personajes, cada uno adecuado a un personaje particular del slasher, asuman su papel. Se potencia con todo tipo de trucos que cada personaje responda a lo que se espera de él, hasta que liberan a un grupo de zombies que los atacarán. Desde esa sala se controla no solo esa casa, también otras, en diferentes puntos del mundo: el apunte de la cámara en Japón mostrando una aparición fantasmal típica del género en los noventa, resulta muy interesante sobre la posible geolocalización de un terror particular y su estandarización y comercialización. La cabaña en el bosque plantea un slasher al uso violentado por esa manipulación para mostrar, y cuestionar, el goce de quienes lo están provocando. Así, la película de Goddard plantea una reflexión sobre el slasher, en particular, y el género de terror, en general, para mostrar sus mecanismos para el disfrute y su normativización en cuanto a unos tropos que pasan de unas películas a otras. Reduce a su esencia a personajes y situaciones, muestra, en el fondo, su simplicidad constitutiva, y adentra el género en una metaficción que acaba devorando a sus creadores en una celebración del exceso y del sinsentido que, al final, parece ser la base natural del género. El discurso que planea sobre La cabaña en el bosque, a su vez, acaba devorado por su dispositivo visual, como si fuese, en el fondo, incapaz de escapar de las constricciones de un subgénero centrado en el goce total de sus formas y de una estilización visual del horror que esconde momentos brillantes. Y en ella, Dana (Kristen Connolly), se erige como una final girl, que no es solo una superviviente, sino también una figura victoriosa que se impone. Representa el slasher, la final girl del terror del nuevo milenio, resistiendo como puede a una clara desubicación dentro del género. A partir de esa supervivencia, a dónde se encamina y para qué, está todavía por descubrir.