El teléfono del viento
Hay que intentar vivir Por Raúl Álvarez
El ciclo de muerte, dolor, luto y superación de la pérdida es central en la cultura japonesa. Su orden en cuatro fases tiene además una importante carga simbólica, ya que en japonés ‘cuatro’ –Shi (四)– y ‘muerte’ –Shi (死)– se pronuncian igual. Pese a ello, no se esconde ni se rechaza socialmente el fin de la vida. Al contrario, se aprecia un esfuerzo encomiable, y las artes niponas ofrecen incontables y hermosas manifestaciones, por visibilizar lo invisible: la ausencia, y las heridas que esta deja abiertas quizá para siempre. Lo último de Nobuhiro Suwa, El teléfono del viento (Kaze no denwa, 2020), se suma a esta tradición con una propuesta que toma como motivo argumental el tsunami que asoló la costa de Honsu el 11 de marzo de 2011. Su protagonista, la adolescente Haru (Serena Motola), una niña cuando sucedió la tragedia, se encuentra en la encrucijada entre superar la muerte de su familia, desaparecida bajo las aguas, o poner fin a su propia vida; tal es el sufrimiento que padece. La repentina enfermedad de su tía, con quien convive desde entonces, la empuja a emprender un viaje a su hogar natal, en Iwate, con el propósito de tomar una decisión.
No hace falta medir El teléfono del viento con otras películas japonesas sobre la pérdida, cualquiera que sea la naturaleza de ésta, para valorar su aportación a este tema. La lista sería extensa, desde Mizoguchi a Koreeda, y en la comparación es probable que Suwa tuviera las de perder. Basta enfrentar su planteamiento conceptual y formal al del propio Suwa en otros filmes previos, como El león duerme esta noche (Le lion est mort ce soir, 2017), Yuki & Nina (2009) y Una pareja perfecta (Un couple parfait, 2005), para apreciar que el cineasta se ha desviado de su acostumbrada sutileza para tomar, en cambio, el camino de la obviedad. Resulta significativa, por ejemplo, su insistencia en mostrar a Haru llorando desconsoladamente, en un conjunto de escenas desequilibradas, con problemas de montaje y sin ritmo, que aportan solo el supuesto morbo de ver a una muchacha triste tirada por los suelos. Es evidente el motivo del dolor de Haru, porque se verbaliza en cada diálogo, por lo que subrayarlo de ese modo solo sirve para ahogar la narración.
En Yuki & Nina –insisto, el peor enemigo de Suwa es él mismo–, la pena de la pareja de niños se expresa mediante leves metáforas visuales que hoy parecen fuera del alcance de su director. Reflejos en las ventanillas del tren, paisajes desabridos, miradas vacías, manos desemparejadas… Imágenes, en definitiva, capaces de transmitir un desasosiego infinito. Cuesta encontrar esta poesía en El teléfono del viento salvo en los primeros minutos, en Hiroshima, coronados por el hallazgo del cuerpo de la tía de Haru, y en el tercio final, en Iwate, cuando Haru visita las ruinas de su casa y, más tarde, viaja hasta la cabina donde se encuentra el teléfono del viento; un aparato este que permite a los vivos ‘hablar’ con los muertos. Entre medias, la historia discurre a bandazos por una sucesión de escenas cuyo objetivo no acaba de estar claro. En este sentido, llama la atención para mal el encuentro con la familia kurda, rodado a partir de convenciones documentales que rompen el estilo visual de la película.
Da la impresión que Suwa sabía con qué y cómo empezar y terminar su película, no así qué y cómo contar entre la presentación y el desenlace. Ambos extremos compensan los altibajos de la historia por su maravillosa concepción estética del espacio y la utilización de este para recrear la idea de ausencia. Es infrecuente ver en el cine contemporáneo, sea japonés o no, planos fijos significantes, y Suwa exhibe en esto un talento apabullante. En los instantes iniciales, en cada plano puede observarse una diagonal que separa las áreas de luz y sombra, detalle que bien podría evocar el ánimo dividido y quebrado de Haru. No se necesita más para entender su tristeza. Aunque, sin duda, la demostración de fuerza visual más poderosa del filme se encuentra en el último plano. Sentada en un banco junto a la cabina del teléfono del viento, Haru contempla un paisaje primaveral sobre el que se proyectan las luces y sombras producidas por el paso de las nubes ante el sol. Hay una trampa bellísima. Haru solo ve la mitad de dicho paisaje, en tanto el banco está colocado en el eje transversal del plano; mira al futuro. El público, en cambio, observa la totalidad del cuadro desde una posición omnisciente que le permite entender la catarsis de Haru; mira al pasado y al futuro.
Por ese resquicio se asoma el Suwa lírico de sus primeros trabajos. Un director capaz de hablar con imágenes de sedosa melancolía acerca del dolor y la pérdida, pero también del gozo de vivir; de la necesidad de vivir para recordar a los ausentes. En la esencia de esta meditación, El teléfono del viento comparte sensibilidad con El viento se levanta (Kaze tachinu, Hayao Miyazaki, 2013).
¡El viento se levanta…! ¡Hay que intentar vivir!
El verso de Valéry del cual brotó la película de Miyazaki remite en Suwa al título del poema al que corresponden esas palabras: El cementerio marino. Es aquí, en otro fondo inerme azul, imposible de asir con las manos, donde la familia de Haru espera el anhelado reencuentro. Duelen las ausencias, como duelen los encuentros que nunca se producen.