El tercer día y The New Pope
Sobre la máscara mortuoria de Jude Law Por Javier Acevedo Nieto

Piensen en el rostro de Jude Law: los ojos azules, la barba de varios días, la mirada perdida, las lágrimas ungiendo las arrugas y las líneas de la frente partiendo el dolor. El primer plano muestra una catarsis, una expiación íntima de un pasado que se niega a ser pasado repitiéndose constantemente en un presente que se niega a irse. El personaje interpretado por Law en El tercer día (The Third Day, Dennis Kelly y Felix Barrett, 2020) es Sam, un hombre que llega a la pequeña población de Osea sin saber muy bien por qué. El primer capítulo de la miniserie comienza mostrando la desubicación de Sam en un entorno extraño. Por lo tanto, el lenguaje audiovisual rápidamente se pone al servicio de una determinada imagen del extrañamiento: el fondo del plano desenfocado, el tembloroso movimiento del encuadre, los primeros planos y una serie de rápidos y difuminados barridos de cámara. Si observan la secuencia contenida en el gif, verán que se ha escamoteado un elemento esencial: el personaje de Law está escuchando Dog days are over, una canción de Florence & and the Machine. Omitan este elemento del análisis. Simplemente, extráñense ante el travelling aéreo de aproximación que se dirige hacia Sam mientras este llora desconsolado frente a una pequeña cascada. Todo movimiento de aproximación, dicen gramáticas audiovisuales más o menos clásicas, contribuyen a empoderar al personaje o, por lo menos, subrayar el gesto dramático que desencadenará el microclimax de la secuencia en cuestión. Seguramente, no aprecie nada de eso aquí. El movimiento de cámara empequeñece a Sam, lo encierra en su dolor. Un corte parece hacer sangrar aún más la herida del personaje. El primer plano, en contrapicado, acentúa el escorzo de la postura del personaje. ¿Qué siente al contemplarlo? Si es usted un pesimista, verá a un hombre en cuclillas, una composición de punzante patetismo y oneroso dramatismo. Sentirá cómo Sam está atrapado en un instante de puro dolor, su llanto lacerando el mármol de su rostro en una suerte de actualización digital de una escultura griega. Si es usted un poco más optimista, verá a un hombre reafirmando su soledad en un ritual de luto que le lleva a expiar mientras el mundo a su alrededor es un desenfocado selectivo. Sentirá cómo Sam está abriéndose paso en una crisálida digital reclamando su dolor y pidiendo que, por favor, el pasado deje de quemar todo rastro en el presente.
Hay algo en el rostro de Law, pensarán. En contemplar el crepitar de las lágrimas quemando el rostro. Si siguen viendo unos minutos más del capítulo de El tercer día entenderán que Sam llora por la pérdida de su hijo. La serie de Dennis Kelly articula a través del folk horror y el microcosmos de Osea como cobijo de una comunidad tan ancestral y aislada como violenta y ritualista una valiosa reflexión sobre la enajenación comunitaria y el duelo individual. No es casualidad, o quizá sí, que Kelly haya lanzado su miniserie en plena época post-Brexit. En cierto modo, la larga tradición del folk horror británico siempre ha venido a hablar de esa patria chica y miserable que ha confinado el mito de la excepcionalidad inglesa en relatos claustrofóbicos sobre comunidades entregadas a la inmolación de la razón en aras de la tradición y la psicogeografía más abúlica. Por lo tanto, ¿cómo leer el duelo de Sam y entender su evolución posterior como figura clave en la comunidad de Osea? En ese sentido, Kelly, en colaboración con el director Marc Munden, responde desde la única posición que puede hacerlo la ficción actual: emborronando el aura humana, difuminando la imagen individual en su emoción; en definitiva, creando una máscara de dolor que encaje. Mire otra vez la retahíla de planos cortos, la lente desenfocando el rostro de Sam y, luego, el pequeño respiro del travelling. Es como si la cámara tomara aire y, poco a poco, fuera espirando a lo largo del movimiento de aproximación.

El tercer día: Otoño
Una determinada ficción televisiva actual es pesimista. Es un pesimismo motivado, naturalmente. El tercer día desintegra el dolor de su protagonista y lo expía de forma perversa. Posteriormente habrá un streaming en forma de episodio especial en directo que cualquier usuario de Facebook pudo ver para entender el destino de Sam, estrechamente vinculado con la comunidad. Es perverso. Se preguntará por qué, es muy simple en realidad si siguen este razonamiento. En la secuencia analizada, Sam es todavía un individuo recluido en su dolor. Se trata de una imagen concreta que ocupa un tiempo y un espacio: es una intimidad singular. Cuando Kelly opta por un streaming lo que está haciendo es negar el tiempo y el espacio al personaje. Este streaming se emite desde cámaras fijas, distantes, que se limitan a registrar lo que pasa. Ya no hay dinamismo, ni dramatización, ni una gramática que busque significar la máscara dramática del actante: la enajenación de la comunidad se contempla en un directo retransmitido. Adiós al dolor individual, a la intimidad. Como afirma Sergi Sánchez «la imagen televisiva está condenada a ocupar el tiempo y el espacio de una intersección, los de una imagen que llega y los de una imagen que se marcha.»1. En esa secuencia citada Kelly y Munden buscaban sacar al dolor de la intersección, con el directo condenan la imagen del dolor al relegarla a una serie de imágenes que llegan y se van. La reafirmación de la comunidad histérica es la negación del individuo pensante. Se pasa del movimiento esquizofrénico de la cámara al inmovilismo narcótico del directo.
La desintegración de Sam es su afirmación como ente de una comunidad. Hay malicia en la manera en la que Kelly parece querer extralimitarse y señalar el actual panorama de la industria televisiva. Ya no hay rostros visibles en la ficción —los y las grandes protagonistas de las ficciones de principios de siglo—; en su lugar, las series se identifican con esas imágenes-logo que indican bajo qué enajenada comunidad de contenido se ubica cada ficción —en este caso HBO, para quienes de ustedes acudan a un buscador—. Por lo tanto, es elocuente asistir a la disolución del individuo y su pathos trágico en una comunidad que consuele su dolor con la promesa de refugiarse en las emociones, en la comunión colectiva, en la expiación de un dolor cuya causa ya nadie recuerda muy bien —¿alguien recuerda el último gran acto de reivindicación que inspiró a la ficción?— Sigan un poco con este planteamiento perverso. El tercer día les recordará a otro título del fantástico que recurrió a la idea de comunidad aislada absorbiendo a un individuo en plena expresión del duelo —quizá el leitmotiv más fecundo del fantástico de los últimos años, otra cosa es que ningún personaje recuerde por quién suenan las campanas—. Se trata de Midsommar (Ari Aster, 2019), filme en el que el personaje de Dani abrazaba la violencia primigenia y el panteísmo en módulos de Ikea para disolver su dolor, abandonar la individualidad y entregarse a la orgía de la histeria, perdón, emoción colectiva. La conclusión de la película de Aster consistía en quemar toda conexión con el pasado y entregarse al presente. Superar el duelo consistía en dar más de lo uno tiene: ya no solo la individualidad, también la emoción y, por qué no, la conciencia. Esto genera un exceso en la relación con la comunidad que desborda la idea de presente. Así se mueve la historia sin historia de Aster, en un puro exceso de emociones. Donde Kelly es mordaz señalando a través de la confrontación de las mecánicas de recepción y sus correspondientes usos de la gramática audiovisual —el espectador que contempla el conflicto humano dramatizado en imágenes vs el prosumidor que consume y participa de la histeria colectiva retransmitida en la interfaz—; Aster es profeta compulsivo de la repetición popstética —disculpen el híbrido de lo pop como prótesis inerte—. Al final, el pesimismo del primero se articula en un constante presagio embarrado en composiciones desenfocadas y nerviosas hijas de la neurosis del individuo; y el optimismo del segundo en una compartimentación chachi de composiciones cuya tensión geométrica encaja en la pulcra interfaz de cualquier plataforma de streaming y red social de cine.

Midsommar
¿Por qué conectar a los personajes de Sam y Dani? Porque ambos ofrecen en sus rostros la presencia de una máscara mortuoria que esconde la verdadera faz del individuo. Son arquetipos de seres dolientes, sombras de humanos que ya fueron. Ernst Benkard hizo un salto de fe y aseveró que la aparición de máscaras mortuorias debe cifrarse a partir del s. XV con la aparición de una determinada concepción de realismo 2. Su postulado, aunque erróneo, permite entender por qué una ficción actual, amparada en un postrealismo necrófago, se sirve de una concepción de lo real para mostrar arquetipos de individuos cuyos rostros son máscaras al servicio de la representación. Por eso el rostro de Law es tan valioso, por la manera en la que reclama un derecho a la mirada que permita atisbar los límites de la máscara. La metamorfosis de su primer plano individual a los planos generales del colectivo de Osea esconde el gran valor de El tercer día: su afán por mostrar la estratificación de la producción de imágenes, su forma de trabajar el exceso de emoción a partir del rostro-máscara para desvelar la especificidad de la teletecnología 3. Se trata, en definitiva, de mostrar los límites de la ficción y los márgenes que permiten decir que, en una época en la que todas las imágenes quieren hablar de nosotros, ninguna lo hace realmente. Kelly lo consigue superando la máscara de Aster al configurarse en un autor televisivo que entiende la perversidad de su medio. No hay que lanzar campanas al vuelo, Kelly se inserta en una rara rama, en una tendencia marginal de la ficción televisiva actual que Enric Albero resumía afirmando que «la permeación de determinados códigos propios del cine contemporáneo, la mixtificación lingüística o la ruptura de la normatividad narrativa fijada por el clasicismo impulsan al formato hacia una renovación estética (y dramática)»4
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The New Pope (Paolo Sorrentino, 2020)
Un esfuerzo más, piense ahora en este nuevo rostro de Jude Law. Cuán distinto del primero. Aquí hay un movimiento de aproximación hasta un primer plano, después la cámara se eleva por encima de la lámpara en una vista de pájaro que muestra al personaje desarropando al niño que va a intentar sanar y, finalmente, encuadrándolo para ahora sí revalorizar el gesto dramático del actor. Pero ¿qué máscara lleva ahora Law? En el séptimo capítulo de The New Pope (Paolo Sorrentino, 2020) el actor interpreta a Lenny Belardo, más conocido como Pío XIII en su función papal. Tras un largo coma en el que el cardenal John Brannox le ha relegado a Papa emérito, su despertar viene marcado por el aura que arrastra al ser considerado una suerte de santo en vida venerado por miles de fieles que rezan y protestan alrededor del hospital. Tanto es así que Lenny se siente ungido por esa devoción pop y en este capítulo, catedralicio en su forma de fusionar la espiritualidad del icono pop papal y el éxtasis misticista, se lanza a intentar sanar a un niño enfermo postrado en su cama, como se aprecia en la secuencia. Antes decía que la única respuesta que podía dar la ficción actual a la pregunta del duelo era emborronar el aura humana. Mentía, del mismo modo que en la serie de Sorrentino el nuevo Papa, Juan Pablo III, cree necesaria una tercera vía que no sea ni dogmática ni aperturista —y estos guiños onomásticos no son casualidad—, existe la alternativa dada por el cineasta italiano. Una en la que el humanismo se exacerba, en la que la grandilocuencia dramática se articula a mazazos de punzante belleza hasta que el espectador ya no sabe si Sorrentino es un barroco que trabaja materiales nobles o el hueco estuco.

The New Pope
No obstante, Sorrentino es igual de perverso que Kelly puesto que ambos comparten una visión propia de cineastas de la sospecha. Sus protagonistas son desmontados, desnudados, difuminados y desintegrados a partir de una conciencia colectiva falsa. Una conciencia colectiva enfermiza integrada bien por una comunidad religiosa endogámica, bien por las sombras de cristianos que buscan el éxtasis de la fe en un icono de carne. En cualquier caso, ahí está la máscara del rostro de Jude Law: lista para ser reapropiada, preparada para que Kelly y Sorrentino la desmonten a través del primer plano para anonimizar al individuo y colectivizar su identidad. Solo así desvelan la profunda hipocresía que buscan denunciar. Sus universos muestran a una sociedad entregada a la búsqueda de un confortable reino de la teleología: un espacio que satisfaga sus fines, sus agendas y sus propósitos. Jude Law inmolándose como Papa o como Líder de una comunidad es acaso la muestra del triunfo de la voluntad de una sociedad que ya no tiene rostros en los que proyectarse. Cuán idóneo es que Sorrentino vacíe de significado su onerosa representación del Vaticano para desvelar a un Papa que es puro gesto y nula acción, un reformador que no tiene herramientas de reforma. Reflexionen también sobre cuán adecuado es que Sorrentino no tenga ni la más mínima idea de espiritualidad cristiana, solo así su estilización de la fe alcanza ese punto de horror vacui, de trampantojo humanista que se viene abajo con la roma banalidad del mediocre que Juan Pablo III admite poseer cuando afirma ser un hombre pequeño. En su encíclica Vigilanti cura Pío XI reconocía el potencial de las imágenes para estar al servicio de una noble causa moral. También instaba a establecer una reacción espiritual a través de una “legión de la decencia” que «está destinada a hacer reverdecer los ideales de la honestidad natural y cristiana»5 ¿No son los adoradores de Pío XIII una legión de una nueva decencia que busca crear un reino de nueva moral? Lo mismo se aplica a la comunidad de Osea, garantes de una moral milenaria. Las máscaras de Jude Law se adaptan a los dictados de sus respectivas comunidades. Las imágenes le advierten al espectador de que esos primeros planos progresivamente emborronan la posibilidad de ser uno mismo cuando el individuo es en medio de una sociedad.
The New Pope
Cuando Pío XIII intenta sanar el cuerpo enfermo del niño que yace en la cama, más allá de las resonancias artísticas, persiste esa perversa idea de que el icono papal/pop —y qué decir de esta metaficción con las apariciones en forma de cameo de otros dos iconos como Marilyn Manson o Sharon Stone interpretándose a sí mismos— puede representar a todos. En ese instante, el personaje de Law estará pensando en su predecesor en nombre, Pío XII —no parece casualidad la elección de nombre siendo este último una de las figuras papales más controvertidas, discutida por su tibieza frente al fascismo—. De entre todas las encíclicas de Pío XII —todas ellas en un correcto y aún así oscuro tono ecuménico— acuda a aquella titulada Sobre el cuerpo místico de Cristo. Es ahí donde Pío XII insiste en uno de los misterios clave de la doctrina eclesiástica moderna: la extensión de la Iglesia como cuerpo orgánico de Cristo. Afirma Pío XII «así como el Redentor del género humano fue vejado, calumniado y atormentado por aquellos mismos cuya salvación había tomado a su cargo, así la sociedad por Él fundada se parece también en esto a su divino Fundador.» 6. En esta extensión orgánica del dolor de Cristo al dolor de la sociedad existe la necesidad de subsumir al individuo en el cuerpo social, de hacer desaparecer su individualidad en un único organismo. Tan fecunda es la idea —aunque una lectura tan somera del texto no sea recomendable, permitan la licencia interpretativa— que fue adoptada por el nacionalcatolicismo franquista en su búsqueda de una España que actuara como un único cuerpo con el Estado en la cabeza y la Iglesia en el corazón. Volviendo a la serie de Sorrentino, el acto de sanar el cuerpo del moribundo desencadena una secuencia catártica en la que distintos personajes superan su trauma: los padres del niño respiran, los fieles se entregan a una inmolación conjunta, Juan Pablo III asume su mediocridad. Por fin se cumple el sueño de Pío XIII: el colectivo se vuelve uno y él se disuelve como Cristo sanando heridas. Todo ello engalanado con la puesta en escena sobrerrepresentada de Sorrentino. Por fin cae la máscara de Pío XIII del mismo que lo hacía la de Sam cuando se erigía en Líder. El ser borra su individualidad en favor de una patria enajenada, pero unitaria.

El tercer día
¿Dónde he perdido mi aspecto? ¿Será que lo extravié allí en el barco? ¿Lo habré olvidado y ahora no me acuerdo? Porque es bien evidente que este posee la apariencia [imago] que hasta ahora tenía yo. Lo que no me hará nadie cuando me muera, me lo hace este en vida.7
¿Qué concluir a partir de este estudio de la máscara del rostro de Jude Law? Nada quizá, puede que la instrumentalización de la ficción para lograr patrias colectivas de autoidentificación genera monstruos. Hasta qué punto el canibalismo social ha buscado implantar una determinada “ciudadanía romana” universal y común en su imperialismo de capitalismo moral es un logro de cierta ficción de plataformas. Sorrentino y Kelly performan sobre la máscara del individuo mostrando la disolución de la identidad individual, provocando que todas esas máscaras que llevamos en sociedad se adhieran a la cara de uno y borren quienes somos. En la cita superior de Anfitrión, Plauto describe el instante en el que el esclavo Sosia se enfrenta a Mercurio y le acusa de robar su rostro e identidad. En este apéndice de la obra de Benkard, López de Munain señala la ironía que constituye que un dios tome la máscara mortuoria de un vivo, ya que era un proceso que se hacía con el muerto recién fallecido. Esa imago extraída y reapropiada en vida supone para Kelly y Sorrentino el material con el que denunciar la colectivización del derecho individual a la mirada a partir del rostro convertido en icono de Jude Law. Porque, como señalan Elisa McCausland y Diego Salgado, «explotamos la imagen de los muertos para que dé cuenta de nuestros anhelos y frustraciones, y, en el proceso, no comprendemos que hemos puesto fecha de caducidad a la legitimidad de nuestra mirada sobre el mundo»8. Esta fecha de caducidad emerge concretamente en la manera en la que sobre el rostro de Law operan dos creadores mostrando la condena de una máscara mortuoria del sujeto en su progresiva conversión en icono reapropiado de patrias y agendas histéricas. La esperanza estriba en que estos primeros planos sean lo bastante disidentes como para mostrar un imaginario de la sospecha que diagnostique una de las enfermedades de nuestro presente, a saber, la constante necesidad de ponernos en la piel de otro, de vestir nuestras causas fagocitando el rostro ajeno. Mientras tanto, refúgiense en el actante desgarrando su dolor individual, en ese pathos individual del duelo que ni tiene ni debe por qué aleccionarles sobre nada.
- SÁNCHEZ, Sergi. (2013): Hacia una imagen no-tiempo. Deleuze y el cine contemporáneo. Oviedo, Ediciones de la Universidad de Oviedo, p. 95. ↩
- BENKARD, Ernst. (2013): Rostros inmortales. Barcelona, Sans Soleil Ediciones, p. 41. ↩
- DERRIDAS, Jacques y STIEGLER, Bernard. (1998): Ecografías de la televisión. Buenos Aires, Eudeba Editorial, p. 42. ↩
- ALBERÓ, Enric. (2020): “El guion contra la imagen: Moscow Noir vs. Ratched”, en El Cultural. Recuperado de https://elcultural.com/el-guion-contra-la-imagen-moscow-noir-vs-ratched ↩
- PÍO XI. (1936): “Vigilanti cura”, en Carta encíclica 29 junio de 1936: sobre el cinematógrafo. Recuperado de: http://www.filosofia.org/mfa/v19360629.htm ↩
- PÍO XII. (1943): “Mystici Corporis Christi”, en Carta encíclica 29 de junio de 1943. Recuperado de: http://www.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_29061943_mystici-corporis-christi.html ↩
- BENKARD, Ernst. (2013): Rostros inmortales. Barcelona, Sans Soleil Ediciones, p. 217. ↩
- MCCAUSLAND, Elisa y SALGADO, Diego. (2020): “Ruido de fondo: Necromancia digital”, en El Salto Diario. Recuperado de: https://www.elsaltodiario.com/ruido-fondo/necromancia-digital-joaquin-oliver ↩