El tiempo de los amantes
¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sopor? Por María Caballero
No quiero parecer presuntuosa, pero para los que hemos nacidos con la mirada pegada a una pantalla forzar la emoción en el cine es un pecado capital imperdonable. Esto ya se aprende o aprehende con películas como Los Goonies (The Goonies, 1985) o Parque Jurásico (Jurassic Park, Steven Spielberg, 1993) cuando eres pipiolo, pero si encima te vas formando y ya exiges una práctica un poco más intelectual, solo un poco, todo el mundo abraza el cine francés. Y con mucha pasión. Esto es así, para unos está Tarkovski, para otros, Pedro Costa, Erice, autores iraníes que jamás verás pero que unos pocos saben que nada como sus obras, y desde siempre y para todos, está LO FRANCÉS. Y puntúo lo francés porque Francia es Cine, se quiera o no, como se quiera o no, otro país será el grunge y otro el flamenco, pues Francia es el cine.
Con toda esta verborrea vengo a decir lo que ya sentencié en otra crítica: que Francia es la Lolita del cine. Lo-li-ta. Y hace con nosotros, cinéfilos empedernidos y sedientos de romanticismo lúgubre, ansiosos de un tiempo pasado, lo que se le antoja. El cine francés nos mangonea, nos sedujo en su momento cuando éramos adolescentes o veinteañeros con miradas vidriosas y nos sigue manipulando a su antojo con el paso de los años. Porque, aunque al pasear por la calle pase un coche con música del siglo XXI, arrítmica y ruidosa, nosotros seguimos buscando en la acera de enfrente a Anna Karina o Jean-Pierre Léaud. Y siempre, sobre todo, lo imaginamos todo, todo y todo en blanco y negro.
El cine francés es como Margaret Livingston en Amanecer (Sunrise: A Song of Two Humans, F.W. Murnau, 1927) de Murnau, esa chica moderna que viene de la ciudad y nos enseña a bailar a la luz de la luna, puedes seguir adelante sin ella pero ¿olvidarla? Lo llevas claro.
El cine francés es seductor, pero lo es sin quererlo, no enseña, nos enseña el tobillo por debajo de la puerta, nos seduce sin insistir, no le hace falta. No grita “Ey, mírenme, yo soy belleza”. Miramos y punto.
Jérôme Bonell vocifera desesperadamente que lo miremos, y al mirar vemos una emoción manida y poco sensual exacerbada con fragmentos musicales de Mozart y Vivaldi. Vocifera una intensidad que no se da en ningún momento, solo provoca un rechazo absoluto por unas escenas sobrecargadas de dos amantes combinadas con unos planos celestiales que invitan a mirar la hora continuamente o a reflexionar para uno mismo por qué Truffaut sería incapaz de hacer de unos amantes tal cutrez. Porque no, porque Truffaut o cualquier francés enamorado de lo esteta es incapaz de lo cutre, simple y llanamente, no puede. Seduce porque seduce y no nos obliga a mirar algo que no hay.
Ella es Alix, una actriz de cuarenta y pocos y él Doug, de unos cincuenta y profesor de literatura. Un encuentro casual en un tren y una historia de amantes tan aburrida que ofende.
No pretendo en este texto menospreciar el trabajo de Bonell, pero si pretendía algo humanamente trivial y reflexivo se ha quedado demasiado en una superficie intrascendente y soporífera, si Linklater en Antes del amanecer (Before Sunrise, 1995) con tres frases y una escena en un bar nos sumerge en el cine de las emociones sin pretenderlo, Bonell lo pretende y el intento le sale rana.
Bonell se muestra torpe ante la sensibilidad majestuosa, sin embargo, es importante resaltar la calidad de las escenas humorísticas, propias de un sarcasmo inteligente. Así pues, de las pocas escenas que merecen la pena (y hago hincapié, son realmente pocas) es cuando Alix visita a su hermana y aquello desvaría como en las películas más extravagantes del último Resnais. Bonell muestra una gama de secundarios que consiguen hacer reír cuando ya se está asqueado de tanta parafernalia cursi. Lo malo es que no aparezcan más. No puede culparse a Bonell, él ha sido contaminado por el virus de lo francés, él quiere llevarlo a cabo, todos queremos plagiar la belleza cuando no somos capaces de crearla, a veces ese plagio u homenaje está bien justificado, pero otras veces no resulta satisfactorio.
El tiempo de los amantes se va desarrollando desde el punto de vista de Alix, interpretada por Emmanuelle Devos, arrebatadora actriz que nos fascinó como Violette Leduc.
Y él, un Gabriel Bryne cuya mirada parece la del perrito que te toca en la feria, sin pupilas, sin expresión. Ni los amantes de un Pont Neuf, ni los que bailaron el último tango, ni Jesse o Celine, ni la mujer de al lado, o la de la habitación verde, entenderían ese juego de miradas vacías y planos celestiales, propias de un cochambroso manierismo francés.
Ese juego de miradas vacías e inertes (la pobre Devos magnífica tampoco llega a salvar el film, inconsistente en todos los sentidos) de dos personas que se acaban de conocer y tienen una relación frívola, esa insistencia en querer que eso sea algo más y tú, sabes que no, que no es nada, y mientras más se miran más resoplas. No hay sensibilidades porque tú, como cinéfilo de lo francés más puro, sabes lo que es la sensibilidad, la sensibilidad de una mirada a cámara en una playa o de una chica guapa tomando café de espaldas a la cámara mientras fuma. El inicio de El desprecio (Le Mépris, Jean Luc Godard, 1963) o la trágica y majestuosa languidez de los personajes de Rivette.