El tiempo que queda
¿Notas mi corazón? Todavía late Por Fernando Solla
“Las palabras más bellas de nuestro idioma no son te quiero, si no es benigno”
Año 2005. François Ozon ya es un nombre a tener en cuenta dentro del panorama cinematográfico europeo contemporáneo. Después de su 5×2 (Cinco veces dos) [5×2 (Cinc foix deux), 2004], título que invierte cronológicamente cinco momentos más o menos cruciales que culminan con la desintegración de una pareja y a la espera de Angel (2007), ambiciosa coproducción (Gran Bretaña, Bélgica y Francia) que nos traslada a la Inglaterra de 1905 y que relata el ascenso y caída de la excéntrica escritora británica Angel Derevell, que contó con espectacular reparto y participación en el guión, además de Ozon, de otro no tan enfant, pero tanto o más terrible dramaturgo británico, el prolífico y magnífico Martin Crimp, de quién la temporada pasada pudimos ver en la Sala Beckett barcelonesa una perturbadora crónica urbanita titulada La ciutat (The City, 2008), recibimos con expectación El tiempo que queda (Le temps qui reste), tras su proyección en Cannes y ambas Espigas de Plata (dirección e interpretación masculina para Melvil Poupaud, por una interpretación realmente impresionante, capaz de reflejar toda la complejidad de la historia narrada desde la contención más absoluta y verosímil) en el Festival de Valladolid. Resumimos nuestro sentimiento tras el visionado de la película, cuya sala respiraba un ambiente similar a la desértica playa que abre y cierra el largometraje, en una palabra: conmoción.
Nos encontramos en esa playa, de espaldas a la cámara y mirando hacia el horizonte. Dos gaviotas planean bajo el cielo. Nuestro bañador es tipo slip, de esos que llevábamos de niño cuando íbamos a clase de piscina. Nos levantamos y caminamos hacia el agua. Romain (Poupaud) se despierta, desconcertado. ¿Era sólo un sueño o un recuerdo de infancia? ¿O ambas cosas? Fotógrafo de moda, caerá al suelo en mitad de una sesión, sin conocimiento y cegado por una luz blanca que se proyecta desde su cerebro y ocupa la totalidad de nuestro campo de visión en pantalla. Visita al médico. ¿Tengo sida? No, cáncer. Un tumor del hígado y un pulmón que se ha extendido y del que no se encuentra el punto original. Imposible de curar. Cifras. ¿Qué porcentaje de posibilidades hay de curación? Quizá un cinco por ciento… con tratamiento. Renuncia a la quimioterapia. Treintaiún años y nos quedan escasos tres meses de vida.
Después de esta dura premisa, ¿qué nos queda por hacer con El tiempo que queda? Alabar la audacia de un realizador que en ningún momento renuncia al drama de la historia que está contando, pero que sin que nos demos cuenta despliega un estilo narrativo que lentamente va calando en nuestro subconsciente, hermanando el punto de vista del protagonista con el nuestro propio desde ese fundido a blanco inicial, convirtiéndonos a los espectadores en partícipes activos de los últimos días de Romain.
Hemos hablado de Martin Crimp como referente de Ozon, pero todavía más influyente que el británico nos parece Rainer Weiner Fassbinder. Y por partida doble: como el dramaturgo de Gotas de agua sobre piedras calientes (Gouttes d’eau sur pierres brûlantes), escrita por el alemán cuando contaba con sólo diecinueve años de edad y adaptada ejemplarmente al cine por Ozon en 1999 y como realizador de Querelle (1982), versión cinematográfica de la novela Querelle de Brest (1947) de Jean Genet, alma torturada y apasionada hasta la asfixia, tanto o más que las que se evocan en este texto. De la película de Fassbinder recuperamos a Jeanne Moreau, de la que hablaremos más adelante. Quedémonos de momento con este trío de ases: Genet, Fassbinder y Ozon.
La sordidez convertida en alegoría poética (y en ocasiones patética) de la realidad vital de ciertas personas, las que tienen un cierto poder adquisitivo y se pueden permitir el lujo de ser infelices. De Genet nos quedamos con el personaje de Querelle (descomunal Brad Davis), ya que Romain parece una versión contemporánea y urbana del marinero: un hombre cuyo poder de fascinación y de seducción sobre las personas con las que se cruza es irresistible, de una belleza (en el caso del personaje de Poupaud más icónica o arquetípica que sujeta a leyes canónicas) que le convierte en bella (hermoso, cautivador, atractivo) y bestia (egocéntrico, egoísta, ególatra, ego…) a la vez; cualidades que nos sirven para enlazar con las Gotas de agua (que se evaporan hasta desaparecer) sobre piedras calientes del Fassbinder dramaturgo, que al igual que el Romain de la película de Ozon, muestra una desolada visión del mundo excesivo por el que transita (espeluznante la escena del descenso a los infiernos de esa especie de cuarto oscuro sin fin por el que desciende el protagonista, atónito ante la práctica, más depravada que desacomplejada, de un tipo de sexo, sometido a los efectos del alcohol y las drogas, que intuimos él mismo practicaba semanas antes de la fatídica noticia terminal).
Ozon consiguió provocar a algunos censores que, disfrazados de críticos cinematográficos, denunciaban la supuesta pornografía de la escena en que Romain se acuesta con su amante (nos negamos a calificar su relación como pareja), el joven y desgarbado Sasha (Christian Sengewald). Sí, es cierto que se muestra el pene erecto del malogrado protagonista dispuesto a someter/poseer a su amante/presa, pero lo importante es que con esa única escena Ozon plasma con exacta y reconocible verosimilitud qué representa para ambos participantes ese sexo salvaje, dependiendo del rol autoimpuesto por cada uno. Para el primero una descarga de los pesos y las preocupaciones acumuladas, que le termina precipitando hacía el vacío más profundo y desposeedor de sí mismo. Para la víctima, en cambio, la entrega (física e intelectual) total, voluntaria y absoluta, que se convierte en una posterior sensación de desamparo provocada por el propio acto de darse al prójimo, si no hay una respuesta equivalente posterior, más allá del acto sexual. Esa plasmación de la imposibilidad de conseguir compartir una relación humana plena y la lucha por el poder que se establece entre dos personas que interactúan (también en el sexo) ya lo mostró Fassbinder en su obra de teatro de juventud. Ozon nos lo tradujo en su adaptación cinematográfica y siguió explorando el tema en la película que nos ocupa.
Solo la familia, descompuesta por un patriarca que sigue acompañando en coche a casa su primogénito (cuando éste va tan colocado que no se aguanta en pie) y contempla atónito como el segundo compra la dosis necesaria para desconectar de una realidad que no satisface a ninguno de los dos (espeluznante escena que reproduce una delicada conversación construida a base de silencios) o el caso de una madre que maquilla sin éxito el miedo hacia lo desconocido, provocado por la incomprensión hacia esa vida secreta y oscura que cree que lleva su hijo, con conversaciones más o menos banales y sonrisas forzadas, usadas para relajar la musculatura facial antes de abandonarse al llanto más espontáneo (escena que sirve de espejo a muchos momentos vividos por todos nosotros, ya sea en nuestra realidad más cercana o en un rincón de nuestra imaginación).
En segundo lugar, nos encanta la recuperación que realiza Ozon de actrices que, aunque no han abandonado nunca la carrera cinematográfica, sí que han visto relegados algunos de sus personajes a un segundo plano, ya sea por su edad o por motivos varios. Quizá el caso más evidente y coral es el de 8 mujeres (8 femmes, 2002) y el más concreto y habitual el de Charlotte Rampling. En este caso recibimos con los brazos abiertos a Jeanne Moreau, la abuela del protagonista, curada de espantos y consciente del tipo de vida que lleva su nieto. Quizá no apruebe lo que hace Romain pero tampoco juzga (guiño al personaje que interpretó en la citada Querelle). Divertidísima y emotiva la enumeración y explicación de todas las medicinas y vitaminas que toma a diario y le recita a su nieto moribundo (“…con todo esto, podré morir con buena salud…”). Memorable.
Y finalmente, ¿qué hacer en estos tres meses? Un último y maravilloso acto de amor, que no desvelaremos, que en un toque de gracia final Ozon pone en el camino del protagonista. Y una última y determinante reflexión: qué fácil es hacer una buena acción y sentirnos reconfortados y realizados cuándo sabemos que nadie nos vendrá a pedir explicaciones ni responsabilidades porque ya no estaremos aquí. Del mismo modo, qué curioso que no seamos capaces de complacer a los seres más cercanos a nuestra persona, pero con qué facilidad y aparente ligereza nos mostramos amables y voluntariosos con un desconocido que se cruza en nuestro camino y nos pide algo que, cuánto menos, podríamos calificar de insólito.
Atesoremos las virtudes de una película que permanece en nuestra memoria y que revisamos de vez en cuando, como si de una caja de fotografías que rememoran nuestro pasado se tratara. Como esas fotografías, retales de toda una vida, que Romain se empeña en realizar, ya que no lo ha hecho en treinta años, durante los últimos tres meses de su propia vida, quizá desperdiciada, pero al final dotada de un cierto sentido. Un François Ozon, como en las mejores ocasiones, muy recomendable. Y, en este caso, muy breve: setenta y cinco escasos (pero no insuficientes) minutos de metraje, que se multiplican en función de la experiencia vivida por cada espectador. Por suerte, aún nos queda mucho tiempo para disfrutar del talento y el buen hacer de François Ozon.