El último duelo

Son todos unos necios Por Raúl Álvarez

La nueva película de Ridley Scott recrea el duelo que mantuvieron el caballero Jean de Carrouges (Matt Damon) y el escudero Jacques Le Gris (Adam Driver) en París, en 1386, para dirimir ante los ojos de Dios y de los hombres la acusación de violación que la esposa del primero, Marguerite (Jodie Comer), había vertido sobre el segundo unos meses atrás. Eric Jager, el autor de la investigación histórica en que se basa el filme recurre varias veces en sus notas a una frase pronunciada por Jean Le Coq, el abogado defensor de Le Gris, para exponer la aparente ambigüedad del caso: “Nadie conoce realmente la verdad sobre este asunto”. Los esfuerzos primero de Jager y ahora de Scott indican sin embargo que sí hubo una verdad, la de Marguerite, pero entonces su relato ni podía expresarse ni debía imponerse. Sería Dios, en todo caso, quien hablaría a favor de ella a través de las armas de su marido. En manos de Scott y sus guionistas, el relato de estos hechos en los que se cruzan hasta tres puntos de vista –el de Marguerite, el de Jean y el de Jacques– ha configurado una obra apasionante que toma de Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) su conocida estructura narrativa no para imitar su reflexión sobre la supuesta subjetividad de la verdad y la justicia, sino para articular alrededor de ella una visión histórica del poder; qué significa tenerlo, ostentarlo y ejercerlo, y qué demonios agita sobre la tierra.

Denostar El último duelo como una mera variación de Rashomon es por tanto una tesis volátil. Ahí está el armazón, sin duda, como en tantas otras películas, pero el sentido narrativo y la significación dramática que les confiere Scott tienen que ver con un discurso propio que conforma además el gran tema que enhebra su carrera desde Los duelistas (The Duellists, 1977): el desafío a la autoridad, negar toda predestinación, rebelarse contra las normas, conquistar la igualdad para ganar la libertad. Marguerite es en este sentido la última encarnación de una serie de personajes que se cuestionan su rol en el mundo cuando un suceso violento los obliga a elegir entre seguir agachando la cabeza o desviarse del camino fijado por otros. A decidir, en definitiva, qué clase de vida quieren vivir. Ya sea en las Cruzadas, el espacio exterior o un futuro cercano, las historias de Scott proponen siempre la eterna lucha entre el libre albedrío y el determinismo. Es este además un motivo universal que en el caso de sus producciones históricas le permite a Scott rastrear las voces del pasado sin enturbiarlas con las del presente. Si cabe buscar un puente entre El último duelo y nuestro tiempo es precisamente la vigencia del conflicto en torno al dolor de una mujer violada, y no a las formas que este debería adoptar desde nuestra sensibilidad.

El último duelo

La película representa ambos temas mediante un juego de verdades que responde a un planteamiento histórico –el esquema trifuncional de Georges Duby, que vertebra el libro de Jager, y éste a su vez el guion–, convertido en narrativa fílmica vía Rashomon. No se trata de buscar la verdad a partir de la mirada de los tres protagonistas, sino de recrear las tres mentalidades canónicas de la Edad Media para entender el comportamiento social de dicha época y su proyección en nuestros días. Es pura Escuela de los Annales dirigida a comprender a Marguerite desde las coordenadas de una mujer de la nobleza francesa del siglo XIV. A diferencia de El reino de los cielos (Kingdom of Heaven, 2005), Robin Hood (2010) o Gladiator (2000), más contaminadas de su presente, el Scott de El último duelo practica un ejercicio historicista en tres actos que tratan de reflejar la visión idealizada, y por tanto falsa, de los tres grupos de personas en que se organizaba la sociedad feudal según el pensamiento de la Iglesia: los «bellatores» o «pugnatores», como Jean de Carrouges, encargados de defender con las armas a la sociedad; los «oratores», como Jacques Le Gris, antiguo clérigo, custodios de su salvaguarda espiritual y sus finanzas; y los «laboratores», trabajadores encargados de proporcionar el sustento a todo el grupo, que en la película se corresponden con los sirvientes al servicio de la nobleza y con los villanos que malviven en París.

¿Dónde encaja Marguerite en este esquema? Esa es la clave: en ninguna parte. Scott levanta su película sobre esa ausencia y le otorga a Marguerite un papel necesario en un modelo armónico que no era tal, básicamente para señalar que los relatos que manaron de esos colectivos, en concreto, la nobleza y el clero, eran falsos ayer y lo siguen siendo hoy. La verdad es el único patrimonio de los desposeídos. Por esta razón tanto Jager como Scott defienden la verdad de Marguerite, que lo fue; para visibilizarla, para entregarle un relato, para darle voz en la Historia. Cada uno lo hace con un aparato teórico y formal soberbio al que no le hace falta ninguna de estas consideraciones para ser admirado y valorado. Si el ensayo de Jager es ante todo una lectura maravillosamente escrita, la película de Scott es una obra de inmersión total en una época a través de una prodigiosa puesta en escena que recrea almas, cuerpos y mentes en sus respectivos círculos de poder. Se pueden ver castillos, salones y gente cabalgando, en la enésima variación del chiste fácil sobre el cine de Scott que ha circulado en redes sociales, o se puede entender la insistencia en su representación como una manera de explicar cada personaje en los espacios donde se desarrollan unos procesos de socialización que vienen marcados por el linaje, los títulos, las posesiones y la descendencia.

El último duelo

Casi ofende citar lo obvio en esta concepción visual del espacio como lugar de expresión pública y/o privada, caso de la fotografía, el montaje disruptivo, el tratamiento subjetivo de la violencia o la composición escorada de planos medios. Por eso prefiero comentar lo que creo es un recuso magistral: la disposición alegórica de hogares y velas en las escenas protagonizadas por Marguerite para modular su voz silenciada, y en particular en cada versión del relato de su violación. Arrinconada, inconsolable, fotografiada de soslayo en un extremo de la imagen, describe su ultraje ante la mirada espiritual de una única vela.

La luz visibiliza su dolor y subraya su carácter de figura esquinada  en el marco de un doble relato –la Historia y esta historia– que se centra en la opacidad del poder represivo. Por ella hablaron, y ahora hablan en el filme, su padre, su marido, su agresor, la justicia del rey y la justicia de Dios. Su voz es interior o se reduce a la intimidad del trato con sus amigas. Maravillosa al respecto la escena en que, parafraseando a Horacio, se refiere a los hombres diciendo que «son todos unos necios» porque ni ven ni escuchan a las mujeres que tienen a su lado. ¿Traslación oportunista del Me Too a la Edad Media o comentario verosímil de una noble ilustrada, como era Marguerite según las crónicas? Ambas lecturas son válidas, legítimas y compatibles porque Scott maneja un motivo atemporal que puede invocarse desde el pasado o desde el presente. La Historia es un espejo desde Heródoto.

El último duelo

Por no tener, Marguerite carece hasta de un espacio propio en el que expresarse, por lo que su vida transcurre a la vista de los demás. Es un objeto manejado por sujetos, tal y como puede apreciarse en la doble versión de la violación. Quienes piensen que estas escenas son cobardes o timoratas, que consulten Images of rape, de Diane Wolfthal, una de las fuentes en que se basó Jager para describir la agresión sexual y los guionistas para escenificarla. Tampoco hace falta si se apela al sentido común para leer unas imágenes claramente concebidas para recrear el sustrato violento de la relación hombre-mujer en la Edad Media. Si se echan en falta pechos y penes, bofetadas o puñetazos, si el rostro desencajado y las manos derrotadas de Jodie Comer, sometidos por una fuerza superior revestida de supuesto derecho, no es suficientemente elocuente de lo que implica una violación, entonces Ridley Scott, sí, es un director mediocre.

El hermano tonto de Tony, el suertudo al que le cayeron del cielo Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) y Blade Runner (1982), el cineasta sin recursos, el juntaplanos, el idiota que aburre a las ovejas; Satán mismo encarnado sigue dando lecciones de cine a quienes quieran abrir los ojos y gozar de la infinita belleza de sus imágenes y los discursos que de ellas fluyen. Me quedo con los últimos cinco minutos de metraje, cuando la cámara enloda el falso honor de caballería, retrata la cobardía de la Iglesia y la mezquindad de la corona de Francia, y por fin muestra una sociedad cruel y desalmada que idolatra, como hoy, a héroes de gestas conjuradas en nombre de Dios o del orgullo propio. El único destello de luz entre la necedad de los hombres, atrapado en dos planos memorables que engrandecen el cine, procede del rostro último de Marguerite. La ansiedad contenida en una respiración agitada deviene en una mirada cargada de felicidad. Ya no hacen falta velas.

 

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