El último Elvis
Los grandes éxitos de Carlos Gutiérrez Por Samuel Sebastian
Gracias a mi conducta vagamente antisocial,
temo no verme nunca encaramado a un pedestal.
No alegrará mi efigie el censo de monumentos,
no vendrán las palomas a rociarme de excrementos
y es una pena, la verdad.
Al final de Fahrenheit 451 (novela de Ray Bradbury y película de François Truffaut), encontramos un bosque en el que un grupo de personas, para salvar la memoria de los libros, se los aprenden de memoria. Así, estos rapsodas modernos dejan de poseer su propia identidad y se dedican a vivir los libros que han aprendido. Y tanto es así que, cuando se presentan ante los demás, lo hacen como los escritores sobre los que guardan la memoria y que no son solo autores de ficción, sino también pensadores y científicos que han ayudado a evolucionar a la especie humana: Junto a Jonathan Swift encontramos a Charles Darwin, Arthur Schopenhauer, Mahatma Gandhi o Confuncio entre muchos otros. Según se nos explica después, este grupo de gente se encuentra diseminado por una gran cantidad de lugares abandonados o escondidos de todo el país, invisibles a los ojos de la mayor parte de los ciudadanos. La vida duplicada de estas personas podría haber sido un motivo de artículo del reciente especial sobre el doble realizado en esta misma página y, desde luego, no desentonaría nada con algunos de los personajes que pueblan la última película de Armando Bo, El último Elvis.
En ella, el protagonista (Carlos Gutiérrez) sublima tanto la existencia de Elvis Presley que deja de ser él mismo para vivir la existencia del ídolo musical: No soporta que le llamen por su nombre verdadero, a su mujer la llama Priscila y a su hija Lisa Marie aunque no sean sus nombres reales y se declara así mismo como «el auténtico Elvis». Carlos no solo vive por y para Elvis, sino que siente que tiene una misión en la vida y es la de repetir exactamente todos los pasos vitales del cantante americano. Y no solo él, en la primera parte de la película vemos cómo, alrededor de Elvis, pulula toda una serie de personajes que también se sienten felices disfrutando de las vidas ajenas, son los dobles de Iggy Pop, Nina Hagen, Mick Jagger, Madonna, Marilyn Manson, Barbara Streisand, John Lennon y los grupos Kiss, Red Hot Chili Peppers o Guns’n’Roses, entre muchos otros, con lo cual se nos sugiere que solo estamos viendo un pequeño microcosmos de una constelación de estrellas cuyo máxima aspiración es la de vivir de la misma manera que sus ídolos, a los que imitan de manera depredadora y, en ocasiones, derrochando un enorme talento imaginativo en la recreación de sus originales.
De alguna manera, y parece inevitable, detrás de esta luminosa apariencia se esconden una serie de vidas que, a ojos cualquiera, podrían ser nada más que unas existencias fracasadas.
Después de una glamourosa fiesta en la que vemos a todos los dobles en su máximo esplendor social, los vemos haciendo cola para cobrar los atrasos de sus actuaciones y enfrentándose a un patético jefe de personal. El cuestionamiento sobre el éxito y el fracaso emerge como tema principal de la película, de forma parecida a como lo hacía en Anvil. El sueño de una banda de rock (Anvil: The story of Anvil, 2008) de Sacha Gervasi. En aquel documental se nos mostraba un grupo de heavy que, a pesar de llevar casi treinta años juntos y haber editado trece álbumes, no parecía obtener el éxito que merecían. Mientras los dos miembros de la banda perseveraban en su música, la gente más próxima les criticaba al considerar que estaban perdiendo el tiempo. Sin embargo, para ellos el éxito era exactamente hacer lo que estaban haciendo: música. No estaban contaminados por el virus de la vanidad, tan propio de cualquier actividad creativa, todo lo contrario, su felicidad no se medía por la cuantificación de sus seguidores/espectadores en cada concierto, sino por la valoración crítica de su interpretación musical. Algo similar le sucede al Elvis de Armando Bo. La búsqueda de la perfección interpretativa es la que guía su comportamiento. Poco importa que frecuente prostitutas, que les pague simplemente para que le hagan compañía, que su matrimonio haya sido un desastre o que su hija no le comprenda del todo. Seguir su propio plan de vida ya es en sí un éxito y decidirá llevarlo hasta sus últimas consecuencias.
Con sus limitaciones, sus momentos previsibles e incluso sobradamente melodramáticos, El último Elvis se muestra como una película hábil y reflexiva, incluso a la altura épica que el título sugiere.
La mezcla de perversión, obsesión y ternura del personaje principal recuerda en sus mejores momentos al cine de Marco Ferreri, así como su trasfondo tragicómico. Y esta es la reflexión que permanece después de ver la película: la medida del éxito la marcas tú mismo, todo lo demás es vanidad.