El virus del cine
Por José Francisco Montero
Es inevitable: para el que ha fatigado la vista con kilómetros de celuloide, la realidad en buena medida se configura, aún más que para cualquier otro, como memoria, una memoria cultivada en una tierra en la que se confunden la ficción y la experiencia. La realidad es incesantemente encuadrada por los recuerdos ficticios. Una calle, un rostro, la tonalidad del cielo una mañana, una carretera invadida por la niebla, el sonido de las olas al romper en la orilla… con frecuencia se convierten, más allá de su carácter de estímulos más o menos familiares, también en apelaciones a lo imaginario: de pronto nuestra memoria se encarna en un paisaje, del naufragio del tiempo nos llega un madero superviviente, y el presente y el pasado, la realidad y sus metáforas, se sobreimpresionan. Abrimos la ventana de nuestro hotel en Praga y la calle estrecha y gris que vemos es también la de mucho cine del Este que vimos de madrugada, entre la somnolencia y la fascinación; bajo la imagen de la piscina cubierta en la que nos bañamos evocamos la de una escena de El amigo de mi amiga (L`ami de mon amie, Eric Rohmer, 1987) y a uno mismo, o a ese tipo que solo con muchas vacilaciones y algún estremecimiento identificas contigo mismo, viéndola con una suerte de euforia tranquila que pocas veces he sentido con tal intensidad; un día ventoso de septiembre en la playa desierta nos lleva a El verano pasado (Last Summer, Frank Perry, 1969) y al recuerdo de cómo el verla me evocó el recuerdo de la desolación que seguía a los veranos de mi infancia; el rostro de una mujer nos recuerda el de Lynn Carlin con el pelo mojado, derrumbada en la cama, ella resucitando entre lágrimas en una triste mañana de resaca mientras una noche solitaria la miro hechizado, maravillado de que las dos cosas estén sucediendo en el mismo instante.
En los días extraños en que escribo estas líneas, en estas horas delineadas, como diría Hannah Arendt, por la calma atroz de un mundo completamente imaginario —calma aparente, que en su extrañeza contiene los indicios del horror que está fuera de campo—, en esta época breve pero implacable en la que nuestra vida, como por su parte escribiera E. E. Cummings en ese verso que tanto admiraba Borges, se parece a algo que no ha sucedido, la confusión está siendo particularmente intensa. Hablaba André Bazin del cine como un espejo de reflejo diferido. Ha resultado lo contrario, al menos estos días: es la vida la que ha actuado como un espejo de reflejo diferido.
En apenas unos días se ha convertido en un lugar común: “estamos viviendo en una película”. Para contemplar un paisaje apocalíptico, o al menos uno que se le parece bastante, basta con mirar por la ventana: bienvenidos al desierto de lo real.
Las referencias a la ciencia ficción —pero también al cine de terror, al bélico, al de catástrofes…— se repiten de forma incesante, en los medios, en las redes, en nuestras conversaciones. Habrá que disculparlos y disculparnos. Si nuestra mirada la ocupa ahora el vacío, o un sosias bastante certero, es demasiado seductora la tentación de exorcizarlo con las analogías, de darle una forma inscribiéndolo en los relatos que conocemos: es importante que también el vacío se quede en casa, en el hogar del sentido. Además de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasión of the Body Snatcher, Don Siegel, 1956), El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) o El último hombre… vivo (The Omega Man, Boris Sagal, 1971) o, a mí sobre todo me viene con frecuencia a la mente otra referencia igualmente obvia, Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999): ya a las puertas del siglo XXI esta película sugería que la única forma de conjurar el caos y la fragmentación, la soledad y la incertidumbre, era a través del propio relato.

Magnolia
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Pero el espectáculo del Apocalipsis, como ocurre en el final de muchos péplums o en el de Sacrificio (Offret, Andrei Tarkovski, 1986), nos ofrece también las esperanza de un renacimiento: otra historia, una desde luego aún por narrar.
Uno no puede vivir sino con horror y fascinación cuando comprueba que la realidad arrasa con todo. Sublimar nuestras angustias en un relato, organizar lo informe en una historia, hacer hablar a lo opaco, sirve sin duda para apaciguarlas. Cuando Susan Sontag escribía que “vivimos bajo la continua amenaza de dos destinos igualmente temibles, pero en apariencia opuestos: la banalidad inagotable y el terror inconcebible” pareciera que más que estar describiendo los años de mediados de los sesenta estuviera hablando, con aterradora precisión, de los días que nos asolan. “Es la fantasía —continúa Sontag—, servida en abundantes raciones por las artes populares, lo que permite a la mayoría de la gente hacer frente a estos dos espectros gemelos (…) En las películas, participamos en la fantasía de vivir la propia muerte y, lo que es más, la muerte de las ciudades, la destrucción de la humanidad misma (…) las peculiares bellezas que pueden procurarnos los estragos, la confusión”.
No he podido tener más suerte: este confinamiento me ha pillado viendo, principalmente, películas de Eric Rohmer. La vitalidad de la realidad —que no he hallado con tal fuerza en ningún cineasta como en el director francés— que traspasa las imágenes de las películas de Rohmer tiene un efecto verdaderamente balsámico, casi proporciona el perverso placer de la melancolía: me he sorprendido sorprendiéndome al ver a Suzanne abrazada por Gillaume, a Delphine bañándose en una playa abarrotada, a Félicie asistiendo al milagro con que tanto ha soñado en un autobús lleno de viajeros. Está claro que nos acostumbramos pronto a la anormalidad.
Pero parece que al menos en esto mi experiencia está siendo excepcional: las películas sobre epidemias y catástrofes similares están conociendo estos días, en las plataformas de Streaming, un insospechado éxito. Cuando en nuestras ventanas observamos los serenos indicios del desastre, cuando en esas otras ventanas a las que nos asomamos, los informativos, asistimos a las múltiples facetas del espectáculo de la catástrofe, que van de lo infernal a lo cómico, hemos decidido dedicar algunas de nuestras horas a ver Contagio (Contagion, Steven Soderberght, 2011), Virus (Gamgi, Kim Sung-Su, 2013) o Estallido (Outbreak, Wolfgang Petersen, 1995). Tal vez, al contrario de lo que tantas veces se ha dicho, el prurito que lleva a ver determinadas películas no es tanto el de evadirnos de la realidad como el de evadirla a ella misma, la secreta ilusión de que la realidad sea también una ficción.

Virus