Elemental

El tiempo de los hijos Por Samuel Lagunas

Uno de los hilos temáticos que recorre las últimas producciones de Pixar es la migración. De hecho, las películas Coco (Lee Unkrich y Adrián Molina, 2017), Red (Domee Shi, 2022) y Elemental (Peter Sohn, 2023) bien pueden conformar uno de los trípticos más relevantes en los últimos años dentro de la industria de animación norteamericana, especialmente porque el estreno de la primera coincide con el ascenso del republicano Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, el aumento de la xenofobia y la agudización de la crisis humanitaria provocada por el aumento en el flujo de migrantes indocumentados a escala global. Ante las terribles imágenes de niños enjaulados, cadáveres varados en la playa, familias separadas en los centros de detención, los niños de Pixar protagonizan historias que plantean inquietudes no tan lejanas: ¿cómo se construye el pasado de las infancias que migran?, ¿cómo experimentan los cruces de ideas y de afectos que los atraviesan?, ¿cómo deben relacionarse con el legado y las tradiciones de sus padres?, ¿cuáles son sus expectativas, miedos y deseos respecto al país que los recibe?

Hay otros rasgos que unifican estas películas, como el hecho de que las tres sean dirigidas por personas que tienen ascendencia migrante, sea mexicana en el caso de Molina (1985-), china en el caso de Shi (1989-) y coreana en el caso de Sohn (1977-). La proximidad generacional tampoco debe pasarse por alto, así como sus respectivas biografías, que evidencian la diversidad existente en el fenómeno migratorio: mientras que Shi migró a Canadá junto a sus padres cuando tenía apenas dos años, Molina y Sohn ya nacieron en Estados Unidos. Las diferencias por esta condición se intensifican cuando son atravesadas por el género, lo que queda también evidenciado en la forma que toman sus respectivas películas. Coco plantea una recuperación de la tradición mexicana del “Día de muertos” reimaginándolo como un viaje transfronterizo donde la legalidad adquiere un peso dramático importante: si no se cumplen ciertos requisitos, el paso es imposible. En Red, en cambio, el cruce aparece encarnado en el cuerpo de la protagonista, quien debe lidiar con un hechizo ancestral, al mismo tiempo que va encontrando en el gusto por la cultura pop norteamericana la manera de habitar un grupo social nuevo. En Elemental, el movimiento de exploración de los bordes iniciado con Coco ya no es hacia adentro, como en Red, sino hacia afuera, creando una trama mucho más abstracta, en tanto que los personajes en vez de ser humanos encarnan las diferencias culturales de manera más esencialista, natural: son llamas de fuego, gotas de agua, trozos de tierra, cúmulos de nubes, nunca una mezcla de ellos.

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Estas divergencias en el modo de plantear los desafíos del desplazamiento y de la frontera, no obstante, no deben hacernos olvidar la principal similitud: las tres historias están marcadas por un fuerte énfasis en el trabajo de los padres y la responsabilidad moral que los hijos guardan hacia ellos: ¿deben continuarlo o son libres de tomar otro camino? Hay que recordar que en la retórica del american dream el trabajo es lo que hace posible la consecución del éxito, el cumplimiento del sueño: se migra para tener un trabajo más digno, mejor pagado, y así posibilitar un futuro mejor para las siguientes generaciones.

El comienzo de Elemental nos presenta a dos llamas de fuego llegando a una isla donde el agente migratorio, incapaz de entender su idioma, los nombra aleatoriamente de otra manera: él será llamado Bernie y ella Cinder. En este remedo de Ellis Island, la tragedia de la pérdida de identidad se convierte en el primer gag humorístico: la incomprensión del otro y la arbitrariedad en el (mal)trato es representada como una incongruencia cómica. La secuencia que continúa, sin embargo, sí deja una sensación de tristeza, pero al mismo tiempo refuerza la retórica del sueño: hay que sacrificarse, soportar rechazos y desplantes, para verificar que lo hemos alcanzado.

Vista la ciudad Elemental como un trasunto de Nueva York (ciudad protagonista también de Soul [Pete Docter y Kemp Powers, 2020]), el espacio geográfico adquiere especial relevancia en el desarrollo de la historia. El centro (empresarial y comercial) de la ciudad es una tierra prometida, una tabula rasa donde todos son bienvenidos, de ahí su fascinación, pero también su violencia. Habitarlo implica de alguna manera dejar atrás lo que se es. Mientras tanto, el barrio de fuego es completamente étnico, conserva sus propios códigos de comunicación y comportamiento, quienes viven allí se abstienen de relacionarse con otros seres y procuran la endogamia como estrategia de sobrevivencia. Es, además, menos racional que el resto, pues la madre de Ember se dedica a prácticas esotéricas como leer el humo para definir si un ser es compatible con otro. Mantener encendido el fuego del pasado —la llama de la memoria— es el objetivo último de Bernie y confía en que su hija Ember abrazará el deseo con el mismo ímpetu.

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En estos tres universos urbanos (Santa Cecilia, Toronto y Elemental) que son representados con el vértigo de un parque de diversiones por sus colores pirotécnicos y su perpetuo movimiento (hay toboganes, ascensores, trenes), las madres y los padres de los migrantes son obcecados, necios y temerosos del cambio; son los hijos quienes portan el deseo y la creatividad suficiente para hacer las cosas de otra manera, negociando con el pasado que no abandonan por completo y con el futuro nuevo al que aspiran con determinación. Para Ember, la protagonista de Elemental, el amor se convierte en la criba que filtra, limpia y le permite trascender las diferencias culturales, es el puente que reconcilia los antagonismos. Algo similar sucedía en Soul con la muerte, que era el rasero aplanador de todas las diferencias. Pero si el afrodescendiente Joe Gardner perdía hasta el color de piel cuando moría, en Elemental ni Ember, ni el ser de agua Wade, parecen perder nada cuando se enamoran; al contrario, sus diferencias se complementan y la percepción del entorno y de sus propios cuerpos se intensifica. El amor es el juego donde, gracias a la valentía de los hijos, todos acaban ganando.

Los gestos de reverencia desempeñan un papel fundamental en esta “trilogía de los hijos”. En Coco, Miguel se inclina ante su abuela para solicitar una bendición, en Red Mei debe mantener una estricta devoción y cuidado por el templo y los íconos religiosos chinos, y en Elemental Ember se prosterna ante su padre para agradecer su protección. Estas señales de pertenencia y espiritualidad son extrañas y desconcertantes para las amigas de Mei o para el mismo Wade, pero se convierten en símbolos que atesoran y al mismo tiempo cauterizan el pasado que va quedándose atrás, encerrado en el recuerdo. La metamorfosis del hijo es imparable y los padres y las madres deben resignarse a ello y aprender a celebrarlo, como ocurre con la madre en Bao (Domee Shi, 2018) y con el padre en Los superhéroes de Sanjay (Sanjay Patel, 2016), dos cortometrajes que sirven de apéndices a esta trilogía y que ilustran con contundencia ese deber del migrante de dejar los aspectos más filosos de su identidad étnica puertas adentro (el llanto mismo es una resistencia al multiculturalismo: el de la madre en Bao, no el de Wade que es una mera caricatura de las nuevas masculinidades).

El futuro en la ciudad para los hijos adolescentes en Elemental es un oasis de esperanza y felicidad. El sacrificio lo han hecho sus padres, a ellos les toca decidir disfrutar los dividendos de esos sufrimientos. Ember, irónicamente, emprende un pequeño éxodo en compañía de Wade para convertirse en artista y hacer figuras de vidrio soplado: usará sus rasgos identitarios para ser parte del flujo global, de una manera muy análoga a la que Pixar ha permitido que Molina, Shi, o el mismo Sohn se conviertan en directores exitosos con “sello propio” dentro de su industria millonaria (que hoy se alimenta principalmente de eso: de identidades).

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No debe sorprendernos, por lo tanto, que Pixar abrace con determinación lo expresado en la Declaración de Independencia de 1776: la búsqueda de la felicidad es un derecho inalienable para quienes habitan Norteamérica y tanto en Elemental como en Red o aún en Coco la infancia es el mejor momento para adherirse a ese ideal. En estas tres películas, el movimiento expresado a través del viaje no es sólo sinónimo de aventura, también es equivalente a esa felicidad: sólo quien se desplaza y quien sale de su hogar está más cerca del objetivo. Quedarse es sinónimo de atraso, de estancamiento, de envejecimiento, de muerte. Pero ese movimiento físico es contrario a la contención emocional que deben aprender para convivir exitosamente en la ciudad. Esto se observa especialmente en las protagonistas Mei y Ember. Ambas tienen problemas de furia y mal genio que les hacen provocar destrozos a su alrededor y, explícitamente en el caso de Ember, la furia tiene que ver con esa incapacidad para manejar el legado familiar. Enamorarse es también aplacarse, remplazar el enojo por una apacible alegría. El exceso siempre es pernicioso para la convivencia (el incendio y la inundación deben ser contenidos). La ausencia de “sentimientos feos” en las promesas de felicidad de las sociedades capitalistas ha sido comentada profusamente por la socióloga feminista Sara Ahmed, para quien las “fantasías de reconciliación” que ofrecen este tipo de productos culturales resultan engañosas especialmente en contextos donde el racismo y las discriminaciones se suponen como cosa del pasado.

Las películas que componen esta trilogía, no obstante, consiguen algo que en la última década de Pixar es más bien una excepción: entretener. Son, además, las que menos se aferran al hiperrealismo anatómico que todavía persiguen, por ejemplo, Luca (Enrico Casarosa, 2021) y Soul, que presumen el detalle digital para desencadenar la emoción del espectador. En Elemental, por el contrario, la apariencia de la película nos remite a la epilepsia del cartoon clásico, donde los personajes estaban siempre en movimiento aun cuando permanecían en reposo. Es lo que sucede con Wade y Ember, cuyos cuerpos son flujos perpetuos de luz. Esta ilusión de sencillez tecnológica es coherente con la parquedad de la trama, que no es más que una historia clásica de amor —el flechazo, la lucha por superar los obstáculos, la separación, el beso— despojada de explícitas reivindicaciones identitarias, lecciones metafísicas o meditaciones existenciales. Esta vuelta a lo simple (visual y narrativamente), que vimos también con agrado en Super Mario Bros.: la película (Aaron Horvath y Michael Jelenic, 2023), parece ser la tendencia actual y porvenir en los próximos años de la industria. Los tiempos donde imperaba la confusión y la incertidumbre respecto a lo que querían ser y decir estas películas parecen quedarse atrás.

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