Elle
Plaisirs interdits à Paris Por Fernando Solla
Should we walk into the wind
Maybe fall when autumm falls
Let’s walk into the wind
You have to learn to touch by touching
Touch me, touch me if you dare
We’ve reached the end of the beginning
To ease my revolutionary mind
Paul Verhoeven realiza un brillante ejercicio de reapropiación de una historia ajena a partir de su particularísima visión de la novela “Oh…” de Philippe Djian (2012). No es la primera vez que este autor es adaptado a la gran pantalla. En 1986, Jean-Jacques Beineix presentó la adaptación cinematográfica de “37.2 le matin” (1985), también conocida como Betty Blue. En esta ocasión, el neerlandés consigue sacudir al respetable con una estimulante e inclasificable comedia negra, que impide su categorización en cualquier género o línea temática ya que los engloba todos. El acercamiento será siempre desde un prisma voyeurista y mordaz y, como novedad, la penetrante identificación del espectador con el personaje protagonista amplificará exponencialmente, a pesar de su envoltorio volátil, las implicaciones patológicas y psicológicas de cada uno ante lo que estamos viendo.
No es habitual, cuando se ahonda en temáticas similares, abandonar los mecanismos de defensa que nos prometen la racionalización e intelectualización del mensaje y contenido de las imágenes. Con Elle, Verhoeven nos reduce a un estado de aislamiento sensorial en el que reprimiremos el pensamiento pero no las sensaciones y sentimientos confrontados que nos produce el visionado de la película. Explicar el desarrollo argumental para poder justificar la crítica cinematográfica supondría una infracción intolerable. Así pues, podemos destacar la escena de la violación inicial como modelo a seguir para el análisis. La veremos en varias ocasiones y desde distintos puntos de vista a lo largo de todo el metraje. La primera, fuera de escena, a través de la mirada del gato negro de ojos verdes de la protagonista. Oiremos los espasmos y el rompimiento de objetos. Después veremos la sangre y conoceremos a la protagonista, Michèle. Más adelante, reviviremos el suceso y parecerá como si la mujer quisiera ampliar la información (a través de más matices en la planificación fotográfica). Ese regodeo, y más teniendo en cuenta, la aparente trivialidad que el personaje confiere a su condición de víctima, nos darán muchas pistas sobre las implicaciones morales y el desarrollo final del mismo.
Hay una correspondencia muy importante entre las distintas disciplinas técnicas para que el tono de la película sea compacto y adecuado al sello de la propuesta de Verhoeven. De algún modo Job ter Burg (montaje) y Stéphane Fontaine (fotografía) parecen seguir un storyboard merecedor del más indiscutible cum laude. El orden en el que se explican los sucesos y la focalización cambiante para una misma situación, así como su adecuación al tratamiento de los personajes nos ofrece una deliciosa muestra de reiteración de lo elidido. Lo que no se dice pero se intuye se manifiesta a través del trabajo de ambos, complementado por un cuidadosísimos efectos de sonido y con la banda sonora de Anne Dudley, que jugará con la contextualización del thriller. Del mismo modo, el vestuario de Nathalie Raoul, que viste y desviste a la protagonista, siempre favoreciendo su desarrollo y su desabrigo ante los ojos del espectador. Isabelle Huppert parece pasar revista del trabajo de todos los implicados en los distintos departamentos artísticos y de producción con su interpretación, capaz de evidenciar con su rostro todo el universo creado por el realizador.
Hay numerosas tramas secundarias excelentemente hilvanadas a modo de coartada para que la protagonista se comporte de una manera determinada. Rehuir la intervención policial o el desarraigo para con su madre, por ejemplo, se entienden a partir del thriller criminal con el que se explica el pasado de Michèle. Verhoeven propone en Elle un giro de tuerca muy interesante a conceptos como el clasismo, el racismo, el infantilismo, etc… Y es, precisamente, el uso crítico que hacen sus aparentes detractores, acusando a quienes no los profesan para criticar una hipocresía que no es otra que su puro reflejo ante la imposibilidad de adquirir el estatus social o moral deseado. El giro cáustico que tomará el filme cuando se exhiba el retablo familiar es de lo más incendiario que se ha visto en pantalla en los últimos tiempos, desembocando en una cena navideña antológica. El camino trazado por el realizador nos guía, a través de los recovecos más prototípicos del género negro, por un peligroso y divertidísimo sendero. Disfrutaremos de cada segundo y cada matiz del maniqueísmo con el que la actriz viste al personaje protagonista. Las implicaciones del conjunto son tan enigmáticas que requieren de un tiempo para ser procesadas. Lo que los espectadores (como sucede con los protagonistas) no somos capaces de transmitir con palabras, lo muestra Verhoeven a través de las imágenes y de la dirección del personaje interpretado por una grandísima actriz.
Gracias al talento inconmensurable que la Isabelle Huppert demuestra en este largometraje, Elle consigue superar la barrera de la provocación hasta llegar a unos extremos de fascinación tan insólitos como inquietantes en el cine contemporáneo. Incluso para romper el aburguesamiento afrancesado (algo que también se persigue durante el desarrollo del filme) a partir del rol titular. Decir que la interpretación de Huppert es grande, incluso excelente, es debatir sobre algo más o menos consensuado. Aquí, la importancia es todavía mayor. Ella es el principal eslabón que permite que ese desenfrenado lanzamiento al disfrute más irreflexivo suceda. Pero ojo, que no cabe atisbo de improvisación. La figuración, el uso del vestuario y de los objetos y decorado del filme, el cuerpo, la expresión facial, la sonrisa mordaz (la escena de la cena de nuevo, supone gracias a la gala un triunfo). El personaje de Michèle requiere que la actriz ponga en marcha y combine todos y cada uno de los registros y detalles aprehendidos durante toda una carrera. Y Huppert, lo hace. Simplemente, lo hace. Ella es la cara visible de todo este perfecto engranaje que es Elle.
De algún modo, Elle revisita los anteriores trabajos del realizador. Verhoeven parece haber tomado distancia de pasados acercamientos a los distintos géneros a los que ha aportado algún título para retroceder y tomar un impulso vertiginoso. Incluso dentro de la ciencia ficción. Es imposible no pensar en distopías ciberpunk como Robocop (1987) o Desafío total (Total Recall, 1990). En Elle el acercamiento será a partir del trabajo de la protagonista como ejecutiva de una empresa de software. De paso, se reflexionará sobre la evolución de este tipo de fantasías tanto en forma como en contenido, mostrando la obsesión por el verismo en la creación de gráficos para videojuegos. El debate sobre la impunidad de las acciones violentas en el mundo de la realidad virtual queda en un segundo plano pero plantea muy interesantes paralelismos con lo que sucede en el desarrollo, tanto argumental como narrativo, del filme que nos ocupa. Incluso parecerá que evoquemos en nuestra mente las coreografías a las que se sometía el personaje de Nomi Malone (Elizabeth Berkley) en Showgirls (1995), aquí en las sesiones fotográficas en la oficina de Michèle. La erótica del poder y su tira y afloja entre el género femenino y el masculino, así como su traducción sobre roles y dominio sexual también estará presente, siempre integrada en la acción. No olvidemos que nos encontramos ante un profesional con más de cinco décadas de experiencia a sus espaldas.
De este modo, asistimos al filme más corrosivamente cáustico del autor hasta la fecha. Un género en sí mismo. Una defensa de la feminidad con esa particularísima evocación de la Venus de Milo (ella será Huppert tras la violación, en la bañera, y su concha la sangre que cubre sus genitales sobre el agua y la espuma jabonosa). A la vez, contemplaremos la ruptura de esa candidez, falsamente atribuida a un género que, con Huppert como estandarte, toma las riendas y controla todos los instintos intrínsecos a la naturaleza humana (sexo, placer, dolor, amor…) y los constructos sociales en los distintos ámbitos (lazos familiares y laborales, entre otros).
Elle atribuye al arte cinematográfico de más cuidadosa elaboración el matiz pagano más punzante para priorizar el acercamiento más desenfrenado y para su disfrute. Una orgía en la que se puede debatir todo lo que uno quiera, pero que despierta nuestros deseos más desenfrenados de abandonarnos y entregarnos al placer sin mesura que provoca el visionado de un largometraje (y una interpretación) de este nivel.