En el hoyo
El arte de (sobre)vivir. Por Belén Sagredo
Uno tiene que estar enamorado de su trabajo como si fuera una novia, porque si no, no le pones interés
Casi ocho décadas han pasado desde que Chaplin tuviera a bien comenzar su relato sobre la explotación obrera en la era pos-revolución industrial con su inquietante y falsamente alentadora declaración de intenciones:
“Tiempos modernos. Una historia sobre la industria, sobre la iniciativa individual, la cruzada de la humanidad en busca de la felicidad” (Modern Times, Charles Chaplin, 1936).
Los mismos desde que la Gran Depresión devastara economía y empleo tanto cómo endurecía ferozmente las condiciones de aquellos que sí gozaban –por decir- de uno.
Un siglo en el que los motivos de la revolución y el foco de los problemas de la clase trabajadora han virado acorde con los nuevos modos de producción, el nuevo y opresivo sistema de mercado capitalista –sólo incipiente entonces- y los cambios sociales derivados de éste, pero en el que sin embargo el objetivo final de la cruzada sigue siendo el mismo: la búsqueda de la felicidad.
Búsqueda que muchas veces se realiza a través de este mismo trabajo: alienador por momentos, necesario siempre y tan frustrante cómo gratificador, sobre el que el documentalista e hijo del escritor Juan Rulfo, Juan Carlos Rulfo (Los que se quedan, 2008) construye su relato, no en EUA sino en la capital vecina de México DF, ciudad natal del autor, con su película de título tan metafórico cómo desasosegante: En el Hoyo.
La construcción de la mastodóntica obra de ingeniería del segundo piso de la autopista periférica del DF, y el seguimiento de los obreros que diariamente trabajan por convertirla en realidad y símbolo, una vez más, de la megalomanía humana de esta era deshumanizada y capitalista en que vivimos, es sólo el pretexto para fijar la mirada sobre los individuos de la segunda megalópolis más poblada del mundo 1 y dibujar así un mosaico de personas que parecen vivir ajenas a los problemas endémicos de su país –véase el crimen organizado, el narcotráfico y la delincuencia- mientras llevan a cabo una lucha por la supervivencia diaria que, aunque circunscripta espacial y temporalmente, es y puede ser extensible a muchos otros cientos de millones de trabajadores, en esta ciudad, en ese continente y también en cualquier otro.
No parece pretender Rulfo con este relato autoconsciente denunciar las condiciones precarias en las que trabajan estos obreros de la construcción con nombre propio –aunque las imágenes en las que la ausencia de arneses a varios metros del suelo y otros elementos de seguridad laboral, así cómo los comentarios sobre infinitas jornadas de trabajo, así las evidencian-; ni parece pretender criticar la gestión política de un país en creciente conflictividad.
Lo que parece querer contar Rulfo a través de su observación y la mirada franca e inquisitoria a sus compaisanos, una mirada que parece partir no de la lente de una cámara sino de un trabajador más que come el bocata junto a “Chabelo” y “El Grande”, que acompaña a Agustín cómo copiloto en sus travesías nocturnas y que sirve como amigo confesor de la creyente y esotérica Natividad, es del modo de vivir y afrontar el día a día a través del trabajo de sus “personajes”. De la necesidad frustrante pero a la vez ineludible de dedicar su tiempo y su vida a una tarea alienante:
“Dice que si no nos da miedo, le digo: más miedo nos da no tener pa tragar el sábado” –El Grande.
De sus sueños: a veces cumplidos a veces fallidos:
“Hay veces que no sabe uno ni lo que está haciendo: no lo quieres hacer, y ya lo estás haciendo, y hay cosas que las quieres hacer y no las haces… eso es lo que no me explico yo por qué…” -El Guapo.
De su alegría de vivir o de la inercia de hacerlo. De sus temores en esa ciudad, que cómo casi todas las grandes urbes, despersonaliza y atemoriza a partes iguales, y que queda materializado en la voz de la única mujer de la cinta:
El dueño de esto debe tener un pacto con el diablo, y el diablo le pide almas. Mucha gente que se ha muerto, y es por eso. Muchos de mis compañeros los han visto, y ellos ya están muertos. Porque andan penando… aquí mismo en el periférico. Esas almas no se fueron tranquilas. Esas almadas prácticamente las vendieron” -Natividad Sánchez Montes.
Y el gran logro de la película de Rulfo está precisamente en lo que no parece. No en la narración de las cuestiones evidentes: que ya se sabe que el trabajo es trabajo y la frustración de los sueños y de las expectativas vitales son el pan nuestro de cada día. Sino por un lado, en la crítica latente a una sociedad corrompida donde la violencia de género es narrada como los planes del sábado noche, las muertes diarias en pos de una autovía mejor se atribuyen a extrañas mitologías autóctonas y el patrón no es como en la película de Chaplin un explotador visible, sino todo un sistema que ahoga a sus víctimas hasta convertirlas en autómatas cuya voz se escucha cada vez más bajo…
Y por el otro lado, en el modo en el que Rulfo observa y eleva la voz de sus personajes lejos de los manejos sentimentales e intelectuales (y por momentos insultantemente manipuladores) de las aclamadas –por algunos- obras documentales de Michael Moore (Bowling for Columbine, 2002; Farenheit 9/11, 2004; Capitalismo, una historia de amor, 2009), y que desgraciadamente SÍ se perciben en la obra más nueva de Rulfo sobre la educación en México (De panzazo, 2012).
Pero aquí hablamos de En el Hoyo, una obra que deambula entre la alegría vital y la misma tristeza de sus personajes.
Y que no oculta sus poderosos recursos técnicos sino que los exhibe sin timidez y hasta se jacta de ellos en forma de continuos planos aéreos de la mastodóntica obra, de los oportunos y por momentos videocliperos time-lapses de la construcción, el tráfico y el pasar del día, que lejos de viciar el resultado frivolizándolo tienen un poderoso poder narrativo que complementa los relatos personales. Como también lo tiene y quizás mucho más la muy oportuna, estudiada y magnífica banda sonora a cargo del experimentado Leonardo Heiblum (María, llena eres de gracia, Joshua Marston, 2004), que recientemente ha mostrado su enorme talento en la interesante La jaula de oro (Diego Quemada-Díez, 2013).
Los disonantes cláxones de los coches, el apabullante ruido del tráfico y la vida de la ciudad y el de las excavadoras y maquinaria de obra inspiran los sonidos de En el hoyo, cuya acompasada banda sonora recuerda levemente y de modo menos artificioso a cómo lo haría Lars von Trier en su particular musical Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark, 2000), consiguiendo Heiblum en este caso una integración total con el relato y una desasosegante sensación de agobio para el espectador.
Muchas son, por lo tanto, las razones para acercarse a En el Hoyo, cuya calidad ha sido multipremiada en numerosos festivales 2, como muchas lo son también para ver el primer documental del autor: Del olvido al no me acuerdo (1999), en el que éste vuelve la mirada sobre sus raíces y su país, como ya hiciera su padre en la excepcional novela (qué decir de ella…) Pedro Páramo (Juan Rulfo, 1955). Pero por si esto no fuera suficiente ahí está el estremecedor travelling aéreo de la autopista periférica de casi 7 minutos de duración que pone punto y final al film: absolutamente maravilloso.
- Según datos del Banco Mundial en el año 200: México DF y su área metropolitana cuenta con 18, 066 millones de habitantes, siendo la segunda ciudad mundial en cuanto a población. http://www.bancomundial.org/temas/cities/datos.htm ↩
- 2006: BAFICI: Mejor película // 2006: Sundance: Gran Premio del Jurado (Documental internacional) // 2006 La Habana: Mejor documental // 2006: 3 premios Ariel: Mejor ópera prima, mejor fotografía, mejor edición y mejor sonido ↩