En la oscuridad
Solo queda emigrar Por Yago Paris
Naciones tan pequeñas como las repúblicas bálticas siempre han mirado con suspicacia los movimientos territoriales de los países vecinos, superiores en tamaño y potencia militar. Esta actitud no es fruto de la paranoia, sino de la Historia: si estudiamos el caso de Lituania, esta fue anexionada al Imperio Ruso a finales del siglo XVIII, hasta que la Revolución Rusa desencadenó la posibilidad de una independencia en 1918. Esta situación no duró demasiado, pues en 1940 fue invadida por la Unión Soviética, para ser posteriormente conquistada por la Alemania nazi y nuevamente reocupada por los soviéticos a finales de la Segunda Guerra Mundial. El país se convirtió en una República Socialista Soviética, una situación que duró hasta 1990. La incapacidad de hacer frente a un adversario tan superior provoca que exista una mirada derrotista sobre la idea de independencia y de poder plantar cara. En este sentido, la cinta Nova Lituania (Karolis Kaupinis, 2019) ofrece, en clave de comedia gélida, una alternativa a este miedo atávico: fundar una Nueva Lituania en territorios de ultramar, donde poder escapar de la amenaza del gigante ruso. Ambientada en 1938, la cinta expone el miedo generalizado de la época: todavía no se sabía qué iba a suceder, pero estaba claro que ningún resultado iba a ser favorable a la pequeña Lituania. Por lo tanto, ¿sirve de algo defender la independencia de un país cuando no hay ninguna posibilidad de vencer?
Una pregunta muy similar sobrevuela la aproximación al pasado que Šarūnas Bartas ofrece en su último filme, En la oscuridad (Sutemose, 2019). La historia se ambienta en 1948, cuando, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, el país se encuentra bajo dominio soviético. Los protagonistas son Unte (Marius Povilas Elijas Martynenko) y su padre Jurgis (Arvydas Dapsys), quienes viven en una granja familiar. La familia se encuentra en medio de los dos bandos: por un lado, los integrantes de las autoridades lituanas soviéticas visitan el pueblo, recaudando fondos a punta de pistola. Por el otro, un reducido grupo de partisanos lituanos, que resisten escondidos en una zona boscosa cercana a la casa. Los protagonistas no ejercen una lucha activa, pero ayudan en lo que pueden a los guerrilleros. Unte los visita de vez en cuando, lo que le permite abandonar el hogar familiar y comenzar a descubrir cómo funciona la vida, así como las miserias de la condición humana, que, a ojos de Bartas, no entiende de bandos.
Lejos de llevar a cabo un retrato que aspire a la imparcialidad, el realizador y coguionista —junto con Ausra Giedraityte— coloca el punto de vista y la intención política en la resistencia, no concediendo ni un solo plano a la visión soviética del conflicto. Esto, no obstante, dista de convertir la película en un retrato amable de los partisanos. Una de las narraciones más recurrentes dentro de los cines de Europa del Este que recrean la etapa soviética consiste en mostrar las consecuencias de la opresiva vigilancia a la que el Estado sometía a la población, lo que daba lugar a un terrible juego de paranoia y delaciones cruzadas, ya fuera por convencimiento, por coacción o por temor a ser acusado. Dicha situación, que se muestra en las sociedades inmersas en la lógica soviética, aparece en este caso reflejada en la comunidad guerrillera, que, aunque vive al margen, no se libra de caer en los mismos errores. Traiciones por temor a perderlo todo y sospechas, más o menos fundadas, que desencadenan asesinatos de compañeros de filas dan cuenta de un estado de paranoia generalizado, que anticipa la victoria soviética: los partisanos ya forman parte de la estructura soviética y sus consecuencias aunque todavía no lo sepan.
Šarūnas Bartas desarrolla, por tanto, una mirada derrotista ante el conflicto. La pesadumbre ante la inevitabilidad del destino se filtra en el extraordinario trabajo de fotografía de Eitvydas Doskus, tan sutil como certero, que embellece la imagen dándole un cariz pictórico pero que, ante todo, se sitúa como un elemento narrativo de gran peso. Entrar en las densas imágenes de Bartas es sumergirse en un estado mental perpetuo, el de una Lituania paralizada por el trauma, que antes de que se haya podido levantar tras el primer gran golpe —la Segunda Guerra Mundial—, ya está recibiendo el segundo —la adhesión a la URSS—. Esto no solo se manifiesta en la iluminación, sino en la dinámica de los personajes: el estatismo del pueblo lituano contrasta con el lento pero imparable avance de las tropas soviéticas, lo que plasma en el movimiento la idea de la derrota.
Puesto que la derrota es inevitable, y que la independencia de la nación es inalcanzable, Bartas parece defender una de las alternativas más arraigadas en la cultura lituana: la migración. Si Nova Lituania hablaba de la inevitabilidad de la derrota, lo hacía desde la defensa de la migración como acto desesperado para sobrevivir. De una manera menos drástica, filmes lituanos ambientados en nuestra contemporaneidad como Motherland (Gimtine, Tomas Vengris, 2019) o The Castle (Pilis, Lina Luzyte, 2020) han reflexionado en torno a la migración en tanto retorno a la tierra de origen. En el caso de la obra que nos ocupa, así como de la que abría el texto, se reflexiona en torno a la emigración, a dejar atrás unas raíces, un pasado, si se quiere vivir en libertad —o simplemente sobrevivir, algo que estas películas no muestran como algo asegurado dentro del sistema soviético—.
En la oscuridad muestra dichas reflexiones en la última escena, donde ambos protagonistas comparten calabozo mientras, desde la ventana de la celda, se observa el vuelo de unas garzas. La escena contrasta el encarcelamiento de los protagonistas con el movimiento de los animales, lo que lleva a Miguel Muñoz Garnica a interpretar el desenlace en términos de libertad: «esta imagen de las garzas no es una mera fuga de una película asfixiada por los padecimientos de sus personajes, sino un movimiento de cierre que nos recuerda que la mirada de Bartas se ha posado en otra parte. Que la libertad evocada, aunque no exista en el entorno físico-político, hay que buscarla en la presencia de cada hombre o mujer sobre el que las tomas se posan». De esta forma, se podría entender la libertad como la entereza de unos personajes que no se han dejado doblegar por el martillo —aquí, literal— de la Unión Soviética. Compartiendo dicha lectura, me gustaría expandirla al añadir otra capa, la de la migración: la presencia las aves, grandes representantes de los movimientos migratorios, vendría a señalar que no existe futuro en una Lituania ocupada, y que, por tanto, la única salida posible no es el conflicto armado sino la migración. Es decir, que, aunque muestre la entereza de sus protagonistas, en última instancia Bartas parece cuestionar sus decisiones, lo que implica que la suya es la más derrotista de todas las miradas que aparecen en este filme.