En un lugar sin ley
Tiempo de leyenda Por Manu Argüelles
Para pensar sobre mi propia cinefilia me gusta mucho la imagen de un sendero abierto entre una frondosa vegetación. Pero no es un camino limpio sino que éste alberga un sinfín de pequeñas ramificaciones que penden de él. Ellas suelen acabar en moradas en las que suelo pernoctar mientras recorro el mismo trayecto de forma incesante una y otra vez. Por ese motivo muchas veces pienso que ya no soy yo el que elijo las películas sino que son ellas las que me eligen a mí. Porque el camino dibujado siempre es el mismo. Por eso, de vez en cuando, entre la multitud de películas vistas, aparece una nueva que actúa como un maneki-neko, aquella que me vuelve a recordar donde está uno de mis templos en los que descansar. Así entiendo En un lugar sin ley como el último gato que me saluda.
Recuerdo perfectamente las sensaciones que me produjo Yo maté a mi madre (J’ai tué ma mère, 2009) de Xavier Dolan. Se veían de forma notable sus influencias, películas precedentes y directores que funcionaban como faros que alumbraban el nervio del precoz realizador. Pero había tanta energía en sus fotogramas, tenía tal caudal de fuerza que la arrollaba siempre al borde del precipicio, que conseguía que me olvidase de esos haces de luz que amenazaban con eclipsarla. No me seduce de la misma manera una película como Los ilusos (Jonás Trueba, 2013), pero comprendo a sus defensores porque me sitúo en la reacción que tuve con el debut de Dolan. Sin embargo, sí me ha vuelto suceder con En un lugar sin ley que también responde con unas señas identificativas bien visibles. En este caso, es fácil pensar en Terrence Malick, director que a este paso se está erigiendo en uno de los realizadores más influyentes para el cine contemporáneo. Aquí nos encontramos con el Malick de Malas tierras (Badlands, 1973) y Días del cielo (Days of Heaven, 1978), especialmente esta última, aunque en apariencia sean más visibles las similitudes con la primera, por aquello de que ambas albergan un contenido criminal cortado bajo el mismo patrón. Si en Días del cielo fue legítimo que Malick y Néstor Almendros construyesen la imagen a partir de la composición pictórica basada en cuadros de Andrew Wyeth y Edward Hopper, también lo es que Lowery tome como inspiración las bases formales de Malick, éstas ya plenamente cinematográficas.
Y lo que puede ser una pesada losa para algunos, a mí en cambio me resulta muy atractivo. Siempre soy partidario de dejar respirar a las películas contemporáneas. En ocasiones el flujo de comunicación intertextual como herramienta hermenéutica resulta estéril si siempre lo vamos a utilizar con una intención jerárquica. Prefiero romper con esa tendencia tan asentada en los circuitos de valoración crítica y optar por valorar la honestidad de David Lowery, inscribiendo su film bajo unas coordenadas muy claras y definidas que además resultan muy fructíferas para el film, ya que le permite establecer un diálogo con el legado que le precede. De la misma manera que Malick conseguía configurar un espacio de leyenda cuando nos remontaba a principios de siglo en Días del cielo, Lowery opera de la misma forma configurando el tiempo fílmico de los 70 como lugar del mito. Y de esta manera entronca su film también con una reciente aproximación similar en intenciones, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James By The Coward Robert Ford, Andrew Dominik, 2007), largometraje que ya llevaba incorporada esta reflexión en su argumento troncal.
De esta manera el orden estético y sonoro de En un lugar sin ley actúa en este proceso de transmisión y posiblemente consigue un logro frente a su precursor/es. Al rebajar la metafísica de la experiencia atmosférica, al situar a sus amantes malditos en un halo de romanticismo – lírico, sí, pero profundamente cercano y terrenal -, la emotividad resulta mucho más penetrante. La fascinante apuesta estética y el abrigo de lo sensorial no sólo funcionan como perfecto utensilio para dar la textura del mito sino que además permite llegar a lo hondo de los sentimientos de los personajes, algo que con Malick no llegaba a conseguirse. 1
Hay varios elementos que permiten certificar lo que trato de argumentar. Uno sería la utilización de las cartas. El uso vaporoso de ellas, las lecturas desesperadas, la ansiedad y la aflicción de la distancia leídas bajo una voz en off que funciona como el sueño de Ophüls, nos transportan al tiempo brumoso y onírico del mito, pero también nos permiten adentrarnos en la expresión afectiva de los personajes, especialmente del personaje de Casey Affleck, actor que modula su voz para adecuarse a estas intenciones. Su Bob está fraguado desde la estela de los antihéroes fugitivos, diseño que le acerca a aquellos fugitivos del noir de los 40 y los 50, determinados por una férrea voluntad, que hacen del movimiento su estado constitutivo, aunque siempre están atenazado por fuerzas que se escapan de su control. En cambio Rooney Mara se especializa en esos personajes femeninos que llevan incorporados el enigma en sus cromosomas, tras sus brillantes intervenciones en Efectos secundarios (Side Effects, Steven Soderbergh, 2013) y Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo, David Fincher, 2011). En este caso, su personaje Ruth parte del mito fundacional griego de Penélope y la espera da nombre a la constelación de sentimientos que empapan el film, asentado en el profundo sur, como lugar donde explorar las raíces de la ficción norteamericana.
Si anteriormente hemos hablado de las cartas, otro aspecto, éste cimbreado en lo musical, sería la percursión mediante palmas en varios momentos de la bellísima banda sonora de Daniel Hart 2. Las palmas incorporan lo humano en la banda melódica, de clara inspiración folk, dado que su film se sitúa en la intersección de la tradición del western y el cine negro clásico. Así todo lo envolvente que pueden resultar los pasajes melódicos acompañados de la imagen, siempre remiten a lo terrenal del amour fou de los dos amantes.Y quizás por eso considero que En un lugar sin ley es una película plena de sensualidad.
Un viaje que se va oscureciendo, que arranca ya en el límite donde la belleza y la violencia acabarán por encontrarse. Es un territorio que sólo puede quedar gobernado por una luz crepuscular de un atardecer sombrío. Una tonalidad que desembocará en la negra oscuridad, el color de la tragedia.
En un lugar sin ley es más un estado de ánimo, una película etérea y sensorial con planos cuidadosamente elaborados, una ficción de tristes e inquietantes banjos, como si fuese la vieja historia de un storyteller que nos susurra aquel relato de los amantes condenados a no reencontrarse. Como si nos encontrásemos en las cavernosas cuerdas vocales de un Hank Williams desgarrado por el dolor.