Encanto

El triunfo del princesismo Por Samuel Lagunas

En sus Memorias inmorales el cineasta soviético Sergei Eisenstein da cuenta de su profunda admiración por Disney. Sin embargo, a diferencia de Adolf Hitler que encontraba en películas como Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, David Hand, 1937) una deliciosa forma de entretenimiento y diversión perfecta para las navidades (como lo documenta Susan Sontag en su ensayo “Fascinante fascismo”), Eisenstein reconocía en las dinámicas de las líneas y de las acciones dentro del cuadro, así como en la agilidad del montaje, el mayor hallazgo de la empresa del ratón. La magia de Disney, según Eisenstein, estaba en el flujo sincronizado de sonido y animación, en el “milagro” del movimiento. Hay, a mi juicio, dos momentos que bien encarnan eso que Eisenstein denominó el “manantial” de las películas de Disney. En el primero, perteneciente a Fantasía (Fantasia, 1940), Mickey Mouse es un aprendiz de brujo que toma, a modo de travesura, el sombrero de su maestro y anima a un ejército de escobas para que, a ritmo de la música de Paul Dukas, lo ayuden en la limpieza. La secuencia se intensifica a tal grado de que Mickey asciende heroicamente hasta encima de un monte, desde donde controla el ritmo de las olas con sus manos, como si se tratara de un director de orquesta armonizando a sus músicos.

En el segundo, de La bella y la bestia (Beauty and the Beast, Kirk Wise y Gary Trousdale, 1991), un candelabro llamado Lumière se prepara para aderezar a la recién llegada Bella. Lo que sigue es un festín de formas y luces, una sinestesia de sabores y colores donde figurativismo y abstracción se fusionan para dar lugar a una de las mejores secuencias musicales animadas del Disney finisecular.

Hay un cambio importante entre estas dos secuencias. En la primera, la magia manaba de un hombre, o de un animal antropomórfico, que tenía en sus manos la potencia para despertar objetos inertes y someterlos a su dominio. Es el poder del mago y de la animación: dar vida y controlarla. En la segunda secuencia, la magia no es provocada por otro personaje, sino que existe gracias a un hechizo -¡un encantamiento!-, pero se pone al servicio de la futura princesa. Es la consolidación del princesismo: esa confluencia de poderes, ideas y tramas que colocan a una princesa no solo como protagonista de las películas, sino también como modelo cultural y de comportamiento frente a los espectadores.

El princesismo de Disney no es posible sin la relación que se establece entre la magia y el amor. A Blancanieves la despierta un beso de amor verdadero, lo mismo que a Aurora. En el caso de Ariel, el amor es el sortilegio que la salva del embrujo en el que está atrapada. A Cenicienta un hada madrina le ayuda a convertir una manada de ratones en elegantes caballos, mientras que a Mulán un simpático dragón la acompaña y la orienta en sus combates al mismo tiempo que la mantiene vinculada a su familia y a su comunidad. En el universo Disney una mujer se convierte en princesa cuando la magia trastoca e invade por completo su cotidianidad.

Encanto

Ese poderoso mito es cuestionado en Shrek 2 (Andrew Adamson, Kelly Asbury y Conrad Vernon, 2004) cuando Fiona regresa a su casa y en su cuarto los muebles comienzan a servirla. El ropero le da las prendas que necesita, el banquito camina hasta ella, las ventanas se abren para dejar entrar la brisa. Fiona, harta de toda esa cursilería, decide poner un alto a ese jolgorio. Ella no quiere pertenecer a ese linaje. Después, las otras protagonistas de Disney tampoco querrán alinearse por completo a sus predecesoras, pero su relación con la magia será mucho más ambigua que la de Fiona. Pensemos en Moana (Ron Clements y John Musker, 2016), en Merida de Valiente (Brave, Brenda Chapman y Mark Andrews, 2012), en Elsa de Frozen: una aventura congelada (Chris Buck y Jennifer Lee, 2013) y en Raya de Raya y el último dragón (Raya and the Last Dragon, Carlos López Estrada y Don Hall, 2021). Cada una de ellas decide dejar atrás los ideales conyugales asociados al “vivieron felices por siempre” y abrazar una vida solitaria como guerreras. En sus respectivos viajes ellas tratan de tomar el control de su destino a la vez que se enseñorean de la magia que las amenaza. Comprender y domesticar lo extraordinario que habita en ellas es su principal objetivo.

Una referencia más. En Wifi Ralph (Ralph Breaks the Internet, Rich Moore y Phil Johnston, 2018) Vanellope llega accidentalmente a una habitación cerrada donde conviven todas las princesas de Disney. La escena es una autoparodia que pretende presumir la conciencia que la empresa ha adquirido sobre los estereotipos femeninos que sostuvo y reprodujo durante décadas. Allí la función de la magia, puesta al servicio de las necesidades afectivas y materiales de las princesas, queda evidenciada, al igual que el uso de las canciones para expresar sus transformaciones interiores. Al final, Vanellope les enseña las comodidades de la ropa casual, al mismo tiempo que aprende de ellas la importancia de encontrar su canción y el objeto mágico que le permita enunciar y cumplir sus sueños. De eso también se trata una princesa en el Disney contemporáneo, de encontrar una voz propia.

Encanto

La casa de Encanto (Jared Bush, Byron Howard, Charise Castro Smith, 2021) es también un claustro de princesas. Allí viven las Madrigal: Luisa, la doncella fuerte y musculosa que carga con todo lo que le piden; Isabela, la joven hermosa que siembra flores por donde pasa; Dolores, la adolescente con la habilidad sobrehumana de escuchar todo lo que sucede alrededor; Pepa, la mujer “a la Elsa”, voluble y cuyas emociones afectan el clima; Julieta, la madre que cura todos los males con la comida que prepara; y Mirabel, la chica en busca de su don y de su destino. Todas ellas están bajo la autoridad de la abuela Alma, quien es la guardiana del objeto mágico que anima la casa donde viven: una vela que la salvó muchos años atrás, el día en que mataron a su esposo. Es esa llama la que también otorga habilidades especiales a los nuevos integrantes de la familia. Si esta se extingue, la casa muere y también se apaga la magia con la que han sobrevivido las Madrigal durante tres generaciones en un pintoresco pueblo colombiano.

La nueva película de Disney funciona precisamente como una revisión antológica de todo lo que Disney ha presentado hasta la fecha en cuestión de princesas, desde la mujer sometida al mandato del matrimonio en nombre del amor verdadero, hasta la fortachona insensible. Al mismo tiempo, temo que sea una anticipación y una advertencia: allí están todos los modelos femeninos y no hay, ni habrá, más para ofrecer. Mis temores no son infundados. Precisamente después de haber enfrentado explícitamente al héroe consigo mismo en Wifi Ralph, los personajes masculinos de Disney no han hecho sino servir para el ridículo. No hay casi nada interesante en ellos. Tampoco en los Madrigal, quienes están allí nada más para que nos burlemos de ellos, de su locura, de su inmadurez y de su debilidad.

En Encanto el princesismo ya no está revestido de castillos neomedievales, sino que aparece disfrazado de folclor latino, específicamente colombiano, en consonancia con el ánimo multicultural que ha caracterizado a la dupla Disney-Pixar durante la última década. Pero el “síndrome del turista” que ha sido capaz de convertir el inframundo en un vistoso paseo familiar -esto en Coco (Adrián Molina, Lee Unkrich, 2017)- aquí se radicaliza al punto de que la casa misma de las Madrigal es representada como un parque de diversiones al que el resto del pueblo acude continuamente para entretenerse. El triunfo de la cotidianidad como espectáculo.

Encanto

El disfraz ha sido tan exitoso que Encanto ha sido emparentada (no solo por la prensa, sino incluso por el mismo equipo de dirección) con el realismo mágico, asociado con razón al popular escritor colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014). No obstante, si consideramos que, como el mismo García Márquez dijo en más de una ocasión, el realismo mágico es más un tono y una actitud ante la realidad que un repertorio de temas, Encanto guarda más similitudes con La Bella y la Bestia que con Cien años de soledad. En el cuento “La luz es como el agua”, García Márquez plantea la historia de una casa en la que, tras romper un foco, un par de niños comienzan a navegar entre la luz “dorada y fresca como el agua”. Cuando los padres descubren la actividad de los niños, no hay ninguna expresión de asombro ni el reconocimiento de que allí haya ocurrido algo mágico. Simplemente lo ocurrido se reconoce como posible y se vive como real. Lo mismo sucede en Macondo donde es completamente normal que un hilo de sangre recorra todo un pueblo anunciando un asesinato, o que un personaje camine siempre precedido por un montón de mariposas amarillas.

La magia en el realismo mágico anida en el centro de la cotidianidad, no la desestabiliza, no la quebranta, sino que echa en la realidad misma sus raíces, crece con ella. Mucho menos, en el realismo mágico, la magia es un espectáculo para el resto de la gente. En Encanto, sin embargo, más allá de algunos referentes obvios a Cien años de soledad (las mariposas, la destrucción de la casa, el protagonismo de un linaje familiar) la magia es posible gracias a la presencia de un objeto, tal y como ocurre en La bella y la bestia (en ese caso, una rosa cuyos pétalos expresan el poder y la vigencia del hechizo) y su colombianización se limita a anclarla a un contexto de personajes con morrales en poblados rurales y bailes de vallenato. A mi juicio, la inmediata alusión al realismo mágico para describir Encanto es una consecuencia más del astigmatismo cultural de la mirada extrajera que aplana las diferencias culturales en fórmulas unívocas, simplonas, pero fácilmente capitalizables. México = día de muertos. Colombia = realismo mágico.

Encanto

Encanto, no obstante, posee algo que no tienen las últimas películas de Disney-Pixar: diversidad. La dupla de protagonistas de Ana y Elsa en la saga de Frozen —quizá la referencia más importante para entender Encanto (no es en vano la presencia de Jennifer Lee como productora ejecutiva)— es aquí superada por la presencia equilibrada narrativa y dramáticamente de numerosos personajes femeninos, todas ellas con un arco narrativo propio y definido que los espectadores podemos seguir sin problema (no hay mayores embrollos existenciales e identitarios como en Soul). Esta abundancia de personajes es resuelta con éxito gracias a los números musicales. Cada uno es lo suficientemente explicativo y está hábilmente empatado con el movimiento de la secuencia para permitirnos apreciar y justificar el giro súbito en el carácter del personaje. Quizá este exceso de información en la letra de la canción es el que obstruye, sin embargo, para que no haya estribillos lo suficientemente memorables como “Libre soy” en Frozen o “Recuérdame” en Coco.

El otro gran logro de la película está en la construcción de la casa como personaje. Y es que es en el hallazgo de su movimiento que, recuperando a Eisenstein, Disney vuelve a honrar un linaje que tenía algo descuidado, pero que portaba felizmente en su nacimiento: la relación con la magia de objetos y la sincronización sonido-dinamismo en las películas de Juan Segundo de Chomón y George Méliès. En esa recuperación de la memoria yace el milagro de Encanto.

Es cierto, la simplificación que la película hace de la historia de La Violencia en Colombia puede resultar insultante para algunos espectadores. Sin embargo, encuentro un gesto más empático que en Raya y el último dragón, ya que en Encanto el acento está puesto no en la tiranía de la colonización, como sí ocurre en Raya y el último dragón donde la protagonista misma es la colonizadora, sino en las consecuencias que el homicidio y el desplazamiento forzado provocan en una familia cualquiera. Aquí, los valores de Disney son reivindicados. Mientras la familia siga unida y las generaciones enteras puedan reconciliar sus diferencias el verdadero amor y la magia seguirán vivas. Y, al igual que las princesas en Wifi Ralph, las princesas de Encanto aprenden la lección: lo mejor es permanecer en casa y salir ocasionalmente al mundo para dar un espectáculo. ¿Para qué otra cosa puede servir la magia sino para hacer felices a los demás?

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