Entendiendo a Ingmar Bergman
Padre y artista Por Liborio Barrera
No era un padre al que uno pudiera recordar con afecto. Había tenido hijos que no se conocían entre sí, y solo en una ocasión se reunieron todos en un encuentro familiar. Ingmar Bergman, el padre, aparece en una fotografía testimonio de aquella cita sentado en una escalera de acceso a una casa rodeado de sus descendientes. Pensando en ello, uno de esos hijos, Daniel, considera lo terrible que sería que su hija no le recordara con cariño cuando él haya muerto.
El hijo, que rodó Niños del domingo (Söndagsbarn, 1992) a partir del guión escrito por su progenitor, en el que este narraba su infancia y su relación con su padre, habla tranquilamente en la casa de retiro de Bergman en la isla sueca de Farö con la directora alemana Margarethe von Trotta, quien acogió al cineasta en la época del “exilio” de Bergman en Alemania en los años 80, a causa de un proceso abierto contra él por fraude fiscal.
La escena, uno de los momentos epifánicos de Entendiendo a Ingmar Bergman, muestra la inteligencia de Von Trotta en su reconstrucción (parcial, pero con un afán de compendio) de la personalidad del director sueco. No se deja llevar mansamente por la fascinación hacia Bergman (uno de cuyos filmes favoritos era justamente Las hermanas alemanas –Die Bleirne Zeit, 1981- de Von Trotta) que expresa en otros momentos de la película, sino que mantiene una distancia crítica en mitad de la convulsión que aún suscitan la imagen proyectada del autor de Persona (1966) y sus películas. La tensión entre la adoración que ella expresa hacia el cineasta y la objetividad de su propósito documental se expresa en la lección de cine que imparte Von Trotta en el inicio del filme, el análisis de los primeros planos de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), la película que la impulsó a convertirse en directora cuando la vio en una sala de París en los años sesenta, en pleno apogeo de la “nueva ola” francesa.
La escena inicial de El séptimo sello se rodó en Farö. Von Trotta muestra unos planos rodados por ella en las mismas localizaciones de la película y los alterna con los rodados por Bergman: la playa de guijarros, el mar constante, las rocas que envuelven la cala, el cielo oscuro, un pájaro negro flotando casi inmóvil en lo alto, los personajes del caballero (Max von Sydow), del escudero (Gunnar Bjornstrand) y la Muerte (Bengt Ekerot).
El análisis subraya la composición de los planos (de conjunto, generales, primeros planos) y su definición, una gradación dramática, amenazante que cierra la presencia inusitada de la muerte en un plano general de Bengt Ekerot. La oscilación progresiva entre la placidez del descanso del caballero, el sueño profundo del escudero y los indicios premonitorios de una quiebra dramática de la realidad constituyen el prólogo de una estructura que mantendrá en el relato de un modo general la dualidad entre inocencia y muerte.
A partir de este desvelamiento Von Trotta inicia un viaje a la busca de temas, escenarios y personas que convivieron en torno a Bergman o junto a Bergman durante una parte de sus vidas. Von Trotta alterna imágenes rodadas por ella misma durante su indagación, testimonios de quienes conocieron al director sueco o que analizan sus películas, imágenes de archivo de los filmes de Bergman y del propio cineasta en entrevistas, y filmes familiares y noticieros.
Mediante los testimonios que recaba Von Trotta, entre ellos los de Liv Ullmann, los de dos de los hijos de Bergman, Daniel e Ingmar, los de los críticos y cineastas Stig Björkman y Olivier Assayas, los directores Ruben Östlund, Mia Hansen-Løve y Carlos Saura (cuyo aire bergmaniano resulta tan transparente en La prima Angélica 1974; Cría cuervos,1975; Elisa vida mía, 1977, y en Dulces horas, 1982) o el guionista Jean-Claude Carrière, la cineasta alemana ilumina una figura atormentada y a la vez suspendida en el encanto de la infancia, incapaz, sin embargo, de proyectar en sus propios hijos algo de esa infancia parcialmente feliz que arruinaba la presencia del padre, un pastor protestante, cuya severidad se pone de manifiesto en las relaciones entre padre e hijo en Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982). Ese progenitor alumbra la zona religiosa de Bergman, que este exhibiría en El séptimo sello, Los comulgantes (Nattvards Gästerna, 1963) o El silencio (Tystnaden, 1963). Como si el director hubiera saldado su libro de cuentas religioso, que no se limitaba a su propia vida sino que formaba parte de un proceso histórico de desreligiosidad occidental, Dios desapareció del núcleo de su cine a partir de Persona.
Von Trotta muestra cómo en los encuentros que Bergman mantenía con los demás, la carga íntima que uno expone a los más próximos, como los hijos, quedaba diluida. Con él había momentos de desazón en los que, por decirlo así, era también él. Entre los ensayos teatrales o al comienzo de una jornada en el Real Teatro Dramático de Estocolmo (el Dramaten) podía manifestar su fatiga existencial de un modo que solo compartía con sus compañeros esporádicamente. Estas relaciones, que podían durar días, meses o años, como con las mujeres con las que convivió o con los actores con los que repetía una película tras otra, vedaban el acceso al Bergman que hubieran deseado sus hijos; con todos establecía una amistad y una distancia; formaba círculos que coincidían en sus bordes o que se entremezclaban solo en la periferia. Los hijos esperaban, vanamente como se desprende del testimonio de Daniel Bergman, que en una ligazón que duraba toda la vida, su padre los situara en el centro de esa vida y, por tanto, los amara, como, viene a decir Daniel, él hace con su hija. El hijo se sorprende de que alguien que traspuso sus demonios al cine no hubiera aprendido a eludir el clima o los efectos que operaron en él las relaciones con su padre; no por la violencia sino por la frialdad, la distancia que existía entre ellos. Como lo trataron, viene a decir su hijo, así nos trató.
Pero el centro de Bergman era el arte. Entre sus hijos y el arte, eligió el arte. Todos los testimonios del documental existen en la medida en que formaron parte de ese arte. Un arte cine, un arte teatro (en una de las imágenes de archivo que recupera Von Trotta, Bergman confiesa que el teatro era su esposa y el cine su amante) y un arte literatura: él quería ser, también, reconocido como escritor y durante su “exilio” alemán adaptó para el teatro una de sus películas, Escenas de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1974). Ese arte no ha tenido sucesores. De modo que no resulta sorprendente que Von Trotta elija entre los cineastas suecos del presente para dar su testimonio a Ruben Östlund. Consecuentemente, este no muestra ni un asomo de fascinación por el autor de Persona. Östlund procede, según reconoce, de otra rama del cine sueco: de Roy Anderson, o de esa especie de contra-Bergman que fue en los sesenta Bo Widerberg.
La película comienza y acaba en el mismo lugar: Farö. A su modo, la isla, sus paisajes desolados, su intempestivo clima, pueden verse como uno de esos territorios de la ficción que Faulkner, Onetti, García Márquez o Benet concibieron en la literatura como una transposición de sus vidas, de su tiempo, de sus saberes, la encrucijada mítica donde confluían los demonios interiores y la memoria colectiva de una época, y donde ellos podían nombrar las cosas o liberarlas de una manera más desinhibida.
Mia Hansen-Løve fantasea ante Von Trotta con las resonancias irracionales de esa isla, sobre unas presencias, que, evidentemente, no existen más que en la evocación mental de la propia Hansen-Løve, y a las que también se ampara Von Trotta. ¿Vaga el espíritu de Bergman entre el matorral y el viento durante las noches de invierno? La pregunta es, naturalmente, retórica. Pero la respuesta se resiste a la simplicidad de un mero asentimiento. Sí, si uno toma espíritu, paisaje y tiempo como materias de la existencia de un hombre. Así Bergman.