Entre dos aguas, de Isaki Lacuesta
Entre dos textos Por José Francisco Montero
Hace doce años Isaki Lacuesta dirigió una de las películas más estimulantes del cine español de las últimas décadas, La leyenda del tiempo (2006); más o menos hace el mismo tiempo —sobra decir que de forma mucho más irrelevante—, el que suscribe escribió un texto sobre ella en una revista invisible. En Entre dos aguas, continuación de La leyenda del tiempo, ese tiempo —al menos en su expresión más superficial— asume la forma convencional del flashback; en el presente texto ese tiempo irá en cursiva.
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La leyenda del tiempo
Es Entre dos aguas, pues, una película que, como su protagonista, mira a su pasado pero que está obligada a hacerse a sí misma, a ganarse su autonomía como obra. Una voz sobre la que reverbera la de otro tiempo pero impelida a asumir modulaciones propias, las de su tiempo. Inquietudes estas, por cierto, que han recorrido toda la obra de Lacuesta: desde excavaciones en el pasado que solo sacan a la luz las melancolías, engaños y anhelos del presente (Los condenados, 2009), o viajes en pos del secreto pero a la postre destinados a hollar tus propios pasos (Los pasos dobles, 2011), hasta pasados desdibujados, arrumbados por la fuerza de los afectos que las ficciones de la memoria han propiciado (La propera pell, 2016) —no es baladí, tampoco, recordar que Lacuesta dedicó un filme a la obra de Chris Marker, Las variaciones Marker, 2008.
Resulta llamativo que el desarrollo narrativo de La leyenda del tiempo ya se veía impulsado por la idea de la necesidad de adoptar una voz propia, preocupación no precisamente insignificante para un director que en esos momentos estaba en los inicios de su carrera. Una película que, en esa misma dirección, estaba construida a partir de dos voces, la voz de Isra, un niño gitano de la Isla de San Fernando que ha dejado de cantar debido a que su familia está de luto por la reciente muerte de su padre; y la de Makiko, una joven japonesa que ha viajado a la Isla para aprender a cantar flamenco, fascinada por la figura de Camarón, y que finalmente regresará a su país tras descubrir su incapacidad para el cante, descubrimiento solo posible después de la muerte de su padre. Esto es, una voz que renuncia y otra que se muestra impotente. Si Makiko se aferra a la esperanza de que muchos cantaores pueden cambiar su voz forzando la garganta, a Isra le cambia la voz de forma natural en el transcurso de la película. Al final la muerte de los padres de ambos los igualará en la renuncia a cantar. La leyenda del tiempo, sobre todo en el episodio protagonizado por Makiko, es una obra sobre cómo encontrar la propia identidad, la voz genuina: la película, de hecho, en esta segunda mitad, está conducida por la voz de la chica y el hecho de que la narración recurra precisamente a su voz en off no deja de ser una prueba de este descubrimiento: el filme, en esta segunda mitad, no solo narra el hallazgo de Makiko sino que es ese mismo hallazgo. Doce años después, Entre dos aguas está conducida en exclusiva por Isra y su hermano Cheíto, responsables de las dos líneas narrativas —como hemos visto que también en dos se articula La leyenda del tiempo— de la película.
Así pues, los efectos especulares convocados en Entre dos aguas son asimismo dobles: en su interior y en su exterior, a partir de la confrontación entre la situación disímil de los dos hermanos en el presente y, simultáneamente, de la memoria del pasado de ambos, ese retratado en La leyenda del tiempo. Simetrías e inversiones que de hecho ya informaban el desarrollo de este último, un filme plagado de paralelismos muchas veces invertidos, especulares —no parece casualidad que una de las canciones de Camarón que aparecen en el filme sea la soleá El espejo en que te miras—. Esta duplicidad está señalada en el principio de la historia de Makiko, cuando ella misma dice que no hay nada que haya ocurrido una sola vez —lo que parecería también la exposición de la premisa principal de la posterior Los pasos dobles—. Cuando concluye la película, nos hemos encontrado ante dos viajes, uno realizado y otro anhelado, dos muertes del padre, una pesando sobre el presente, otra produciéndose en el desarrollo de la historia y marcando el futuro de Makiko, dos vidas relacionadas con el cante, la del niño que puede cantar pero no quiere hacerlo y la de la joven que quiere hacerlo pero no puede; aún más, un tatuaje dedicado al padre en ambas historias, sendas celebraciones del Año nuevo con las preceptivas doce uvas, dos aviones en sentido opuesto, dos incipientes historias de amor. La leyenda del tiempo es una película, como ocurre en la extraordinaria Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, sobre lo que vincula a las personas, aun sin saberlo.
Si Entre dos aguas es una película que se busca a sí misma, acerca de dos personajes que buscan su lugar —uno, Isra, que quiere arraigarse en la tierra pero solo encuentra barro, un suelo resbaladizo, un terreno inestable en el que poner el pie te puede dejar heridas que apenas te dejan seguir caminando, y otro, Cheíto, que para asentarse en tierra, para amasar en ella su futuro, ha de hacerse a la mar—, La leyenda del tiempo estaba asimismo movilizada por la idea de búsqueda continua, una aventura eminentemente formal, que trata de encontrar un relato, de emprender un viaje narrativo, a partir de su deseo ferviente de anclarse en una realidad particular y, sobre todo, de transmitir esa sensación de realidad.
Y asociada íntimamente a la idea de la búsqueda, la idea del viaje en La leyenda del tiempo. No en vano, son muy habituales en la película las imágenes de trenes en movimiento —como también ocurre en algún momento de Entre dos aguas—. Al principio de la cinta un avión atraviesa la pantalla de izquierda a derecha; al final de la misma, otro lo hará en dirección opuesta. Isra quiere salir de la Isla, viajar fuera de España; Makiko, lo hace a España, para luego regresar a Japón. No extraña que el único personaje que sirve de conexión explícita entre ambos personajes, entre ambas historias, sea un marinero japonés que se ha quedado a vivir en España. Por su parte, en la conclusión de Entre dos aguas, Cheíto, también marinero, parte de viaje, e Isra parece haber tomado por fin tierra, como ese pájaro con cuya imagen —proveniente de La leyenda del tiempo— se inicia la película.
Entre dos aguas
Como ya ha podido adivinarse a partir de las líneas anteriores, un relato retomado doce años después no puede ser otra cosa sino el relato de un renacimiento. Uno dificultoso, una historia que también está obligada a encontrar su lugar y que tampoco lo va a hacer sin dolor. Algunas de las primeras imágenes de Entre dos aguas son las de un parto. El tiempo ha pasado sobre las imágenes del filme anterior y un nuevo relato está naciendo ante nuestros ojos. El agua y la posibilidad de un renacimiento estarán a partir de este momento indisolublemente unidas en la película: desde esta rotura de aguas fundacional hasta las escenas de los bautizos de algunos miembros del grupo religioso que ya en la cárcel le había propuesto a Isra comenzar una nueva vida, enterrar su yo anterior para comenzar de nuevo —lo que finalmente Isra, que ha intentado suicidarse en dos ocasiones y que de hecho sueña en una ocasión que está muerto, rechazará, optando por un “bautizo” en solitario y que no destierra el pasado sino que lo asume enfrentando la muerte—, pasando por el reencuentro de los dos hermanos jugando en el agua de la bahía de San Fernando.
Renacimiento, pues: volver a la vida tras haber transitado la muerte, nacer con la muerte en el pasado. La leyenda del tiempo surgía como relato después del fallecimiento del padre de Isra y Cheíto: sobre ese vacío se escribía la historia; la muerte del padre de Makiko lo llevaba a su conclusión. La escritura en que se origina Entre dos aguas es ya la de las cicatrices: si en La leyenda del tiempo la muerte alumbraba el relato, en Entre dos aguas cerrar esa muerte —o al menos delinear esa clausura, siempre imperfecta— inaugura la posibilidad de construir uno nuevo. Si en diversos momentos Isra asciende, se eleva de esa tierra a la que sin embargo anhela desesperadamente apegarse, para otear un horizonte al que aún no tiene acceso, para recordar la historia de pasión, muerte y resurrección que está viviendo —como evidencian los compases de la Semana Santa que se escuchan en esos momentos—, o para fantasear con la venganza que cierra falsamente su pasado —como les ocurre a los protagonistas de Murieron por encima de sus posibilidades (2014)—, cerca del final podrá ascender y mirar por fin de frente a la muerte y luego, en los instantes postreros de la película, observar el horizonte y a sus hijas.
La escritura en Entre dos aguas, pues, es la que viene determinada por el restañamiento de las heridas, es decir, una escritura hecha sobre la propia carne. Cerca del final, el tatuaje de la tragedia fundacional escrito en la espalda de Isra ilustra la culminación del proceso que se nos ha narrado: una herida que se arrastra sin posibilidad ni deseo de desprenderse de ella, pero también una herida dejada atrás.
Nada más congruente que esta trascendencia de la escritura en el argumento de Entre dos aguas: como ocurre con la obra de John Cassavetes, referencia inexcusable del díptico de Lacuesta, los rasgos más profundos de estas dos películas vienen determinados por una escritura rigurosísima pero a su vez extraordinariamente física y emotiva, cuyo fin último, sin embargo, es su propia desaparición, en su límite inalcanzable el desvanecimiento absoluto del trazo que la ha hecho posible, lo que en Entre dos aguas se traslada incluso a las líneas vertebrales de su argumento: Isra no tiene otra opción que expresar todo su dolor tantas veces como sea necesario, escribir la herida una y otra vez, hasta llegar al punto en que de tanto escribirla deje de verla.
La leyenda del tiempo
Tanto La leyenda del tiempo como Entre dos aguas son en el fondo filmes sobre los obstáculos para hallar cauces adecuados para la palabra, sobre todo de lo más íntimo, de lo más doloroso e inarticulado. Algo ya perfectamente inscrito también en La leyenda del tiempo, una película sobre el lenguaje y sobre diferentes dificultades de comunicación —aspecto muy bien sugerido en la magnífica escena en que Makiko pretende que su padre escuche el mar a través del auricular del teléfono y lo único que se escucha es el tráfico; y presente también en las continuas peleas entre Isra y su hermano—. En relación a esto, otro paralelismo inscrito en el filme está vinculado con el que es uno de sus temas vectores, la capacidad de expresión de los sentimientos, cosa nada extraña tratándose, al menos superficialmente, de un filme centrado en el flamenco: Isra debe demostrar su sentimiento de dolor por la muerte del padre; Makiko, por el contrario, está educada en el precepto de que deben ocultarse los sentimientos, aún más los de dolor —la noticia de la muerte del padre de Makiko está filmada con la chica de espaldas a la cámara, mientras es informada por teléfono, lo que constituye un gesto de profundo respeto hacia el personaje, sin juzgarlo, sin querer invadir un dolor que, no importan las razones, ella prefiere que permanezca oculto; a continuación la joven se pone a cantar, actividad que para ella supone una forma de sublimar ese dolor—. Makiko, pues, decide volver a Japón cuando descubre que no sabe cómo integrar los sentimientos por la muerte de su padre con el cante. Nunca podrá cantar como Camarón, pero ya no le importa.
Y es que sobre todas estas dualidades que venimos señalando la más determinante, la que condiciona a todas las demás —aquella en la que La leyenda del tiempo asentó su lugar discreto pero trascendental en el cine español contemporáneo— es, como nadie ignora, la determinada por el diálogo entre apariencias documentales y propósitos ficcionales. Sin embargo, las modulaciones de este diálogo son más complejas de lo que podría pensarse de la enunciación de este cliché.
En una escena de Entre dos aguas un amigo intenta sanar la horrible herida que Isra se ha hecho en un pie, cuando recogía almejas entre el barro de una playa de San Fernando, su último recurso —despreciado en una escena anterior por el mismo Isra— para subsistir. Mientras su amigo se afana en la herida, Isra le cuenta, apenas pudiendo evitar el llanto, sus penalidades desde que salió de prisión, unos días atrás: su mujer lo ha recibido con indisimulada frialdad y finalmente le ha dicho que quiere que se vaya de la casa donde ella vive con las tres hijas de ambos. Isra, sin dinero ni trabajo, se ha visto obligado a dormir desde entonces en una miserable caseta. Así que desde que ha salido de la cárcel se ha topado con la más absoluta soledad: si su mujer lo rechaza, él por su parte no perdona que su familia, y más concretamente su madre, lo denunciaran y como consecuencia acabara en prisión.
En esta escena, por tanto, de las heridas de la carne emanan los dolores más íntimos. De forma similar, el propósito en la película no es otro —como ya ocurría en La leyenda del tiempo— que el de llegar a la ficción, a las heridas del alma, a través de “lo documental”, de las heridas provenientes de la realidad —“eres el primero al que le enseño la herida”, le dice Isra al amigo que le cura el pie, como si se tratara de la revelación de lo más íntimo—. Y también lo contrario, o aparentemente lo contrario: llegar al fulgor del momento surgido casi inesperadamente, que nace mientras se filma, la revelación de lo imprevisto, de lo irreducible a los mecanismos de la ficción.
Al cabo, no estamos hablando de otra cosa sino del rodaje como el proceso de un doble y complementario desenmascaramiento: el de las múltiples representaciones cotidianas, por un lado, y el de la misma ficción. Desenmascaramientos que empiezan por los de los propios personajes. En La leyenda del tiempo la adquisición de algo parecido a una identidad solo era posible tras el desvelamiento de las máscaras que tanto Isra como Makiko se ven obligados a ponerse. Cuando Makiko llega a España ni siquiera se le permite su propia identidad nacional: para ser española antes tenía que ser china, como dice ella misma, haciendo referencia a su trabajo en un restaurante chino. En el caso de Isra, el luto no deja de ser una máscara del dolor. No es casual que el único cruce narrativo de la historia de Isra y la de Makiko se produzca en el Carnaval, en la celebración por antonomasia de la mascarada.
He aquí, en todo esto que vengo señalando, otro motivo de la enorme trascendencia de este díptico de Isaki Lacuesta: el compromiso con la realidad es concebido como un compromiso estilístico, como una cuestión expresiva —todo lo contrario, pues, que casi todo ese cine español llamado “social”, que escribe “compromiso” en lugar de comprometerse en la escritura.
Y la escritura no es otra cosa sino los trazos inscritos en el tiempo y por el tiempo, las huellas de una desaparición. Estas heridas íntimas de que vengo hablando son ante todo las heridas del tiempo. Cuando en Entre dos aguas Isra vuelve a casa de su madre —que como hemos visto fue quien le delató a la policía—, en un momento determinado la escena alterna planos correspondientes al presente y al pasado. Isra se acerca a la puerta, cuyo umbral ocupa una cortina; a continuación un plano desde el interior de la casa, con la silueta de Isra en el exterior, pero que pronto descubrimos que en realidad se trata de la silueta de Isra doce años antes, cuando era el niño que conocimos en La leyenda del tiempo. Poco después el Isra adulto entra en la casa. Entre el exterior y el interior, entre el plano y el contraplano, en las fisuras entre unos y otros, en ese umbral invisible, afirmándose como el verdadero raccord de la escena, como su inasible sutura, el tiempo.
El tiempo perdido, por supuesto; no hay otro. Isra no encuentra a su madre en la casa, ella también es invisible e irrecuperable, como previamente, en su anterior intento de volver al hogar tras salir de la cárcel, no había encontrado el rostro de su mujer, filmada siempre de espaldas, en realidad ella también una ausencia, la esquiva silueta de otro tiempo.
Entre dos aguas concluye asimismo con una alusión al tiempo, pero ahora un tiempo esperanzado, inscrito —como en una célebre escena de Vertigo/Entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958)— en la vitalidad de un árbol. Ante Isra, en el plano final, el horizonte.
Pasado y futuro escritos en la corteza de un árbol y en la mirada de Isra. Tal vez el principal motivo del cine de Lacuesta no se encuentra tanto en las relaciones entre la ficción y lo documental, las historias y la realidad, en los espejismos de las apariencias que, al igual que ese barco cochambroso de Murieron por encima de sus posibilidades, esconden en su interior los esplendores de la ficción, como en la simultaneidad de tiempos que en su concupiscencia diluye la noción misma de tiempo, es decir, la posibilidad misma de clausurar los relatos, condenados a seguir eternamente sus propias huellas en una noche que no acaba.
Entre dos aguas