Entre dos aguas
Cine y verdad Por Paula López Montero
“El sueño va sobre el tiempo
flotando como un velero.
Nadie puede abrir semillas
en el corazón del sueño.”
Conocí a Isaki Lacuesta en Londres. Quiero decir, no le conocí a él, pero me topé de lleno con la esencia de su decir, de su cine, en aquella ciudad tan fría. Estudiaba en el departamento de Film Studies cuando, en la asignatura Spanish Contemporary Cinema, nos hablaron de aquel ser raruno al margen del círculo comercial que era Lacuesta y nos proyectaron como ejemplo de su filmografía La leyenda del tiempo (2006). Aquella película marcó en mi vida un antes y un después de apreciar el cine y la vida, y lo digo con total sinceridad. No importa cuán lejos estés porque en la memoria todo son cercanías y a pesar de ser nuestro gran peso son lazo, abrazo, pasión. Solo la he visto una vez, allí, y recuerdo perfectamente aquellas nubes, aquel tiempo que dio de lleno con el tiempo de la vida, y aquella intimidad que parecía cosa de familia. Por entonces me gustaba el flamenco pero desde aquella película entendí mejor las raíces de esta tierra que tienen que ver menos con idiosincrasias y más con expresión, con el decir una verdad que tiene que ver con esta tierra, con la luz y con el dolor. Una conexión brutal, vaya, a pesar de que La leyenda del tiempo no se basa en el típico cine de identificación facilón sino que, desde la lejanía cultural que nos pueden separar de la cultura gitana o asiática, todo se hace humildemente cercano. Era un relato a medio camino entre lo transnacional y la verdad donde nada tienen que ver esos imaginarios superfluos a los que nos acostumbran la excesiva turistificación del mundo, no, aquí se hablaba con llaga de lo que significa viajar, viajar en la vida y en el tiempo en busca de una verdad: la propia fuera de diques o muros. Lo cierto es que nunca he visto filmar un plano de una nube con tanta sabiduría. Pero, a decir verdad, eligiendo a Camarón, al flamenco, cómo no hablar de esencia y de verdad. Después vinieron Los condenados (2009), La noche que no acaba (2010), Los pasos dobles (2011), y cierta decadencia irónica que no acabé de encajar en su filmografía con Murieron por encima de sus posibilidades (2014). Recuerdo por otra parte que cuando volví a Madrid nadie de mi entorno sabía quién era Lacuesta -¿Cómo dices que se llama? ¿Y qué ha hecho?- y no pude compartir mi emoción. La viví en silencio, incomprendida. Mira ahora, con dos Conchas de Oro, haciendo historia, supongo que la cosa cambiará, o no, vete tú a saber, lo mismo es que Lacuesta es de otra liga de verdad. Y pensándolo mejor, que lo siga siendo.
Entre dos aguas (2018) recupera la historia de los dos hermanos Israel y Cheíto iniciada en La leyenda del tiempo, de nuevo haciendo suyo el título de la canción del gran Camarón que fue antes poema del gran Lorca, que le va –todo hay que decirlo- como anillo al dedo. Israel que cumple condena por tráfico de drogas al salir de la cárcel ve como ha perdido el lugar entre los suyos, su familia, en la vida. Cheíto trabaja en la marina y ha asentado la cabeza e intenta ayudar a su hermano a encontrar el rumbo pero Israel está ahora más que nunca entre dos aguas, entre la vida ordenada y la vida desestructurada, entre la droga y entre la vuelta a casa con su mujer e hijas, entre encontrar un trabajo en el duro marisqueo o en el fácil hecho de traficar con droga, entre la memoria de su padre y el futuro para su familia. Un relato social duro como ninguno y mucho más puro que aquellas miradas de victimización para con la vida en los márgenes. Y en este ejercicio de continuación, Lacuesta demuestra que cine y vida están estrechamente relacionados como ya venía proponiendo también a propósito de la mezcla entre documental y ficción. Y probablemente esta dialogía –hasta la fecha- sea su gran obra, la obra de toda una vida a propósito de la ficción y en busca de una verdad a través de ella. Bajo mi punto de vista, no ha habido ninguna película en la 66 edición del SSIFF que haya conmovido como esta lo hace, que toca hueso, más lejano de las vísceras sentimentaloides del drama y más cercano al dejar decir, expresarse en el tiempo. Es difícil describirlo. Hay veces que, de repente, se nos pone delante de los ojos algo que va más allá de la técnica, de la intelectualidad, del artificio y que –aún sabiendo el pacto con la ficción- se abre una verdad en canal y te hace replantearte tu lugar. De ahí sí hay que reconocer que la verdad la llevan Israel y Cheíto dentro y que sin ellos –como bien afirma Lacuesta- no habría película. Una verdad que está muy lejana a la actuación y más cerca al ser que sale a borbotones en el diálogo, en las escenas de una vida cotidiana que acompasa el recuerdo y el dolor, con la esperanza de un futuro mejor. Pero el prodigio de Lacuesta está en el saber mirar, en el escuchar el tiempo de esa verdad, de nutrirla de silencios, de decisiones espontáneas, de cuestionar los espacios que nos quedan para ser, de hablar del tiempo sin decir el tiempo, de traer a la memoria culturas y pasiones y de saber encajar esos dos mundo tan aparentemente opuestos como son la ficción y la realidad.
Quizá pocos lo sepan pero la obra de Lorca, del denominado teatro imposible, llevaba por nombre “Así que pasen cinco años” y por subtítulo “La leyenda del tiempo” versos que escogió Camarón para su obra. Así que pasen cinco años es la pregunta a la respuesta que Isaki Lacuesta le da con 12 años de separación entre La leyenda del tiempo y Entre dos aguas. Años de maduración, de contemplación y de sentir un presente a través de la memoria. Años en donde en ningún momento se le quiso dar protagonismo al plano, a las decisiones de cámara, no. Lo más humilde que puede hacer un director es quitarse de la escena, contemplar lo que pasa ante sus ojos sin que la cámara interrumpa lo que está aconteciendo y sin que tome un curso narrativo propio. Ese es el cine de Lacuesta, el cine que prima la narración, el discurso. Para ello utiliza como recurso los primeros planos entremezclados con planos abiertos que filman miradas al horizonte y que dan holgura de espíritu al filme. De ahí su buena sincronía, el intimismo está ligado a esa extensión del plano abierto, a esa expansión del presente, del camino por recorrer… Pasan muchos años para que los creadores entiendan la filosofía de ello. A decir verdad, las personas que considero sabias, me lo parecen por llevar esa memoria a esos horizontes, pero dejando serlos, dejar el espacio suficiente para ese discurrir de la vida. Decir que Lacuesta está a la altura de Lorca es gran cosa, pero creo de corazón que nadie dentro del cine podría haberle hecho tanta justicia, respetado tanto sus temas, hurgado tanto en los pasadizos del tiempo y la memoria, y entendido tan bien su mirada íntima, detallista a la par que profundamente emocional que tenía la obra del escritor granaíno. Sobre todo de algo que profesan los dos en sus obras: humildad. En definitiva, me alegro de corazón por esta Concha de Oro a una película que es pura verdad.