Érase una vez en Anatolia
Diseccionado el alma Por Déborah García
Uno podrá decir: "una vez en Anatolia yo trabajaba en un campo,
recuerdo una noche que empezó así”. Se puede hacer un cuento.
En la primera escena de Érase una vez en Anatolia nos encontramos frente a una ventana sucia que no nos deja ver más allá, sólo con la ayuda del director la imagen se hace nítida y podemos ver dentro a tres hombres que charlan mientras comen. Esta pequeña escena es el perfecto prólogo para una película que va abriéndose poco a poco al espectador. Un film que recompensa con creces la paciencia de quien lo mira, como dijera Friedrich Nietzsche “lo extraño se despoja lentamente de su velo y se presenta como una belleza nueva e inefable” 1. La trayectoria de Nuri Bilge Ceylan como director está unida a su condición de fotógrafo, a ese gusto por la imagen fija y largas tomas que encuadran el paisaje o el horizonte a lo lejos.
En Érase una vez en Anatolia, el director vuelve a interesarse por la fotografía, una disciplina que enriquece su cine y que está presente en toda su filmografía. Basta recordar a Mahmut (Muzaffer Özdemir) personaje protagonista de Lejano (Uzak, 2002), que interpreta a un fotógrafo incapaz de comunicarse más allá de la imagen. O la filmación de Los Climas (Iklimler, 2006), el director recorrió su país con una cámara de formato panorámico en busca de localizaciones: paisajes, con gran simbolismo para el pueblo turco; y rostros sobre todo de niños y campesinos. Aquel material llegó a formar parte de la película, y fue utilizado posteriormente en exposiciones de fotografía dedicadas a la obra del director.
El argumento inicial de Érase una vez en Anatolia es en principio sencillo, un grupo de policías acompañados por un juez y un médico son guiados a través de las carreteras de Anatolia por un presunto asesino. Los coches en los que viajan deambulan por el paisaje anatolio en busca de un cadáver. La primera parte de la película es fundamentalmente de contemplación. El director muestra una gran capacidad para filmar en la distancia los bellos parajes por los cuales se van introduciendo los coches. Cada sima en la que se paran a inspeccionar el terreno parece ser hermana gemela de la anterior. El cadáver no acaba de aparecer, la memoria del asesino está emborronada por el alcohol, y sus recuerdos están nublados. En este comienzo apenas hay diálogos y los que existen son en apariencia intrascendentes. En uno de esas conversaciones dentro del coche, los policías se enzarzan hablando de yogures de búfalo, de cuáles son los más apetitosos y de dónde venden los mejores. La cámara que en un primer momento encuadra a las cinco hombres que van en el coche, va acercándose en un zoom casi imperceptible al rostro del asesino.
Ceylan que en esta densa primera parte de Érase una vez en Anatolia hace gala de una gran sensibilidad para rodar el paisaje, demuestra la misma intensidad para adentrarse en el alma humana.
En esta escena donde podemos contemplar con tremenda claridad la cara del supuesto asesino, se anuncia que lo que estamos a punto de presenciar es un viaje a las entrañas del hombre, y que esa inmersión comienza justo ahí, en el rostro. A partir de entonces cada alto en el camino supone un intercambio emocional, un intento por parte de los protagonistas de entender el alma humana, el dolor y la justicia. Varios personajes se erigen como conductores del relato: el juez y el médico, y el viento que es el culpable en algunas escenas de agitar la conciencia y el pasado de los protagonistas.
Tras parar varias veces y comprobar el terreno en busca del lugar exacto donde enterraron el cuerpo, la comitiva decide descansar en casa de un intendente de una localidad cercana. Durante la cena que el anfitrión les está ofreciendo, la luz se va a causa del viento. Al abrigo de la oscuridad y mientras los hombres reposan, la hija del intendente aparece en la habitación portando una bandeja con bebidas y una especie de quinqué. Cuando estos hombres recién salidos del sueño contemplan el rostro iluminado de la joven permanecen unos segundos alucinados, dudan de qué sea real.
Y es que una de las constantes de la Érase una vez en Anatolia es la ausencia de mujeres. Lo femenino surge siempre en los diálogos y mediante las fotografías, pero en todas las ocasiones evocado desde la ausencia.
En la película además de la hija del administrador sólo hay una presencia femenina más, y ellas no son suficiente para llenar el vacío que los personajes han ido tejiendo entorno a la figura de la mujer. Paradójicamente su presencia (la de estos dos personajes/mujer) reitera la irrealidad de la imagen femenina, como si ésta perteneciera a otro mundo, como figura fantasmagórica portadora de memoria y recuerdos atormentados. La mujer es una sombra oscura que oscila en la pared.
Aunque uno de los protagonistas dice al inicio de la película, que esa noche en la que todo sucede podría ser un cuento, no es cierto, y no es un reproche al film, todo lo contrario. Los cuentos tienen una estructura cerrada que los delimita, un principio y un final. Érase una vez en Anatolia es una obra que crece y crece después de su visionado. Sus personajes y el misterio que éstos acarrean persigue a aquel que se ha sumergido en la intensidad de sus imágenes. Si es que la película termina, muere en nosotros; el relato no se cierra y la trama nunca se acaba de desvelar. Todos ellos sobreviven más allá del fundido en negro.
- NIETZSCHE, F. La Gaya ciencia, Akal. Madrid, 2001. ↩