Éric en la playa

Por Víctor de la Torre

Ensoñaciones estivales

Las tardes de verano siempre me han parecido, hasta donde abarca la memoria, terreno abonado a la ensoñación. En la hora tardía en que, tras el disfrute de una mesa bien surtida, cedemos indolentemente al empuje del sopor, lo poco que queda despierto de nuestra consciencia se proyecta, juguetonamente, hacia aquellos elementos poseedores de una poderosa impronta evocadora. Si el abandono se produce, cómodamente tumbados, sobre la arena de la playa de elección ya ni hablemos: en este paraje anhelado durante todo el año nuestra adormecida atención, liberada de las urgencias del día a día, se dirigirá entre cabeceos hacia las decenas de estímulos que conforman el tapiz natural que se erige, arrebatador, ante nuestros ojos. Del azul protector del cielo que se confunde, allá en la línea del horizonte, con el verde irisado del mar, a los veleros que cruzan, con estilizada parsimonia, de un extremo al otro del encuadre mientas los caminantes, en primer plano, pasean, felices y despreocupados, camino del puerto. Todo un elogio de la belleza, telón acariciante de nuestras sugestiones verpertinas.

De pronto una jovencita pasa a tu lado, con firme caminar, levantando la arena a su paso. Una vez en la orilla se detiene, lánguidamente. Se diría que temerosa de romper la quietud de la postal que se erige ante sus ojos, quién sabe si extasiada ante la explosión de vida en la que acaba de integrarse. Ella no es consciente, pero acaba de convertirse en el punto focal de una totalidad de contornos borrosos, en la que los límites entre lo que ves, lo que recuerdas y lo que anhelas se vuelven más imprecisos conforme la somnolencia, inmisericorde, prosigue enturbiando tus sentidos. Tus ojos se abren y cierran, para volver a abrirse trabajosamente, pues quieres comprobar que ella sigue estando ahí… y está. ¡Vaya si está! No se ha movido ni un milímetro. Seguramente esperando a sus amigas; alguien de su familia o, ¿por qué no?, a algún chaval de su edad —quizá alguien bastante más mayor que ella— con el que espera disfrutar despreocupadamente de las olas del mar, a esta hora de la tarde, tentador en su tibieza…; llegados a este punto —en que uno ya no es capaz de recordar si ha vivido este episodio en una playa del pasado o en una sala de cine— convendremos que el verano es rohmeriano, o no será.

Playa

Pauline en la playa (Pauline à la plage, 1983)

Que un cineasta del bagaje intelectual de Éric Rohmer no haya decaído en el empeño, a lo largo de una filmografía que abarca nada menos que seis décadas, por trasmitir(nos) la plenitud de esa sucesión de instantes que constituyen la experiencia de vivir me parece un auténtico milagro. Un milagro fílmico, precisemos. Pues más allá de una confianza absoluta en el papel de la palabra como medio para acceder a la conciencia de unos personajes, habitualmente en tránsito, retratados a modo de espejos de las contradicciones que nos definen como humanos —y que le ha valido, de manera harto despistada a mi entender, el temible calificativo de literario ¡como si fuera peyorativo en sí mismo!—, las porciones de vida que captura el encuadre —sea en interiores meticulosamente recreados, sea en exteriores donde se alternan las geografías urbanas con los majestuosos paisajes: contrapunto edénico al alienante asfalto parisino— nos resultan cercanas, verosímiles, pues remiten inequívocamente a lo que de tragicómico tiene nuestra propia existencia. Se hable de lo sagrado o de lo profano —y cierto es que en sus películas se habla, y mucho—, se habla en contextos que transpiran verdad.

Quedarse, a este respecto, en la superficie de la mirada documental podría llevarnos a minusvalorar el excepcional trabajo de construcción del plano que se despliega ante nuestros ojos. Sin lugar a dudas, uno de los rasgos definitorios del firmante de El signo del león (Le signe du Lion, 1962). En la medida en que la evolución natural de su filmografía le aleje del interés inicial por reflejar, sin atisbo de piedad, la levedad moral que define a sus aburguesados protagonistas, cuyos (tan solo en apariencia) sólidos principios cederán, a la primera ocasión, al empuje de los azarosos designios del deseo para abrirse a la recreación fidedigna —progresivamente más permeable a los usos y costumbres de su tiempo— de aquellos lugares en que, de manera natural, nunca impostada, acontece nuestra existencia. En un cine donde la motivación principal de los personajes es relacionarse, y a partir del encuentro, compartir(se) de maneras diversas, la reflexión se produce durante, en ocasiones después, nunca al margen de la sucesión de escenas de la vida cotidiana que son las que, a fin de cuentas, definen desde la praxis los valores de estos personajes de ficción que, como no podía ser de otra manera, han evolucionado al compás de la propia biografía de su creador.

Moralidad líquida

Precisamente porque el verano trae aparejado el calor y, raramente en la medida en que desearíamos, las anheladas vacaciones, resulta una estación propicia para el ejercicio de un principio tan vinculado a la moral burguesa como el relajamiento de las costumbres. No parece casual que para un Rohmer juvenil, de excelso bagaje cultural y especialmente interesado —a partir del magisterio crítico ejercido en los Cahiers du Cinéma— en captar la verdad revelada 1, por así decirlo, mediante la puesta en escena cinematográfica, resultara de sumo interés dirigir la cámara hacia este estrato social —tan cuestionado por aquellos años— al que, conviene no olvidarlo, él mismo pertenecía. Sea por clarividente autocrítica, sea por suficiencia autoral, su serie fundacional de los «Cuentos Morales» abunda en el retrato de tipos, en torno a su edad, cuya relatividad moral es puesta en cuestión, abundando en las contradicciones inherentes a la conciencia de clase, cuando no en la levedad de ciertas veleidades artísticas, reincidiendo en el valor testimonial del cine como producto histórico. En las imágenes de La coleccionista (La collectionneuse, 1967) se intuye el caldo de cultivo que conduce a Mayo del 68.

Adrien (Patrick Bauchau) es un joven galerista, encantado de haberse conocido que, en base a unas motivaciones personales que solamente él parece entender, decide alejarse de su pareja y pasar las vacaciones en la soledad de una villa en la costa. Complacido ante la idea de no hacer absolutamente nada durante un mes, se encuentra, a su llegada, con que la casa está ocupada por dos personajes tan herméticos, al cabo antipáticos, como él mismo: un artista conceptual (Daniel Pommereulle) tan ensimismado en su universo creativo que resulta imposible atisbar la razón de su incomprensible, errático comportamiento, y una joven (Haydée Politoff) que, embebida de verano, se muestra decidida a disfrutar de la plenitud de su juventud. La presentación de Haydée, a este respecto, no deja lugar a dudas: la observamos paseando, despreocupadamente, por la orilla del mar, mientras la cámara, que se recrea en su cuerpo bronceado, no nos escamotea un ligero traspiés, insuflado —recordemos, año 1967— de la más rabiosa modernidad . Ante las crípticas disquisiciones de sus dos ocasionales compañeros, que no hacen sino alejarlos de lo que realmente desean, la joven se limita a vivir el presente; dando salida a una sexualidad indómita, que se resiste a ser codificada a través de las divagaciones de sus, en el fondo, insatisfechos pretendientes. Si como sugiere el título, Haydée es una coleccionista (de amantes), lo es, simple y llanamente, por actuar de modo coherente con lo que desea en cada momento.

Playa

La rodilla de Clara (Le Genou de Claire, 1970)

En una obra en la que las ensimismadas reflexiones de los dos protagonistas masculinos dan lugar a una sucesión de monólogos, con apariencia de diálogos, agotadora por momentos, resulta reconfortante que su coprotagonista femenina apenas hable, desde luego no más de lo estrictamente necesario: la verborrea la ponen los adultos, proyectando sus frustraciones vitales sobre aquella que, resistiéndose al intento de ser controlada, ¿aburguesada?, se limita a experimentar. En La rodilla de Clara, el paso de las plácidas calas mediterráneas al bucólico lago Annency apenas afecta al tono de la narración, pues el verano sigue ejerciendo su liberadora influencia: en este entorno relajado, tan proclive al enamoramiento, la encantadora Laura (Béatrice Romand), haciendo gala de una madurez impropia de su edad, le confesará a Jérôme (Jean-Claude Brialy), en el marco de un delicioso tanteo mutuo: «no me fío, pero tengo que enriquecer mi experiencia». Poco importa ya a estas alturas del relato la intención, compartida con su amiga Aurora (Aurora Cornu), de no tener ojos más que para su futura esposa: al juego de seducción novelesca que esta le ha preparado, pese a sus reticencias iniciales, Jerome se plegará encantado.

La rodilla de Clara se inscribe en la tradición de la novela de iniciación, y en su apelación al erotismo libertino se paladea el regusto de Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, pero más allá de la solidez de su basamento cultural, proverbial, como vimos, en la obra de Éric Rohmer, la sucesión de encuentros más o menos casuales que estructuran la narración están atravesados  de una ligereza, de tan delicada sensualidad, que la dotan  de una atmósfera embriagadora. A su poder de fascinación, que contribuye a que sus bellísimas imágenes se fijen poderosamente en el recuerdo, contribuye la claridad con que, en las antípodas de los crípticos circunloquios de La coleccionista, Jérôme y Aurora departan en un mano a mano que exuda respeto intelectual, afecto y camaradería, propiciado por un entorno tan inspirador que se diría que sus conversaciones emanan de la riqueza estética que los rodea. En todo caso, si Laura no pasa de ser, pese a su gentileza, un pasatiempo culterano, con Claire (Laurence de Monaghan), su hermana, hará acto de presencia, en toda su crudeza, la pulsión sexual, sublimada pero incontenible, y con ella la bonhomía   que caracterizara al protagonista masculino, dará paso al egoísmo, la envidia y, por supuesto, los celos: celos hacia la juventud, morena y apolínea, encarnada en el novio de su vedado objeto de deseo. Todos los pasos que conducen hacia la satisfacción del impulso, que resultan perturbadores dado el nivel de identificación establecido hacia un personaje por el que sentimos simpatía, adquieren la forma de un inapelable juicio moral.

Del encuentro a la escapada

Tratemos de no juzgar a Jérôme con severidad: si dichos principios, tan sólidamente defendidos a través de la palabra, ceden al empuje de la pasión, no resulta ajena la alegría de vivir que trasmite el verano: la languidez con que se suceden los días, la sensual belleza de los cuerpos al sol. La contribución de Néstor Almendros a este respecto se revela fundamental: la intensidad de la luz entrando por las ventanas de las estancias o recreándose en la exuberancia cromática de los paisajes permite establecer una continuidad armónica entre la playa y la montaña, contribuyendo a la plasmación de una atmósfera hedonista, de impronta naturalista sin renunciar a una sutil dimensión pictórica. Aumentando tanto la gradación cromática como la luminosidad ambiental, la labor fotográfica de Pauline en la playa se alinea con la primacía del componente experiencial característico de la serie «Comedias y Proverbios»: la transmisión de un cúmulo de vivencias que prima la contextualización verosímil del momento presente en detrimento de la concreción aleccionadora de la tesis de partida, que se amalgama de manera armónica con los fluidos diálogos; el encadenado de peripecias vitales, un tanto vodevilescas, que muestran tanto del trasfondo psicológico de los roles retratados como su encendida defensa de su idiosincrática , definitoria concepción de la pasión amorosa.

Volver a las sugerentes imágenes de esta maravillosa película nos ubica plenamente en el ámbito de la experiencia iniciática: plasmación fílmica de un limbo emocional en el que uno desearía haberse quedado para siempre. En el lapso temporal en que se abre una verja y se vuelve a cerrar acontece, con la estimulante sencillez de la cotidianeidad establecida al margen de la cotidianeidad , la vida. Ni más ni menos. La estructura de Pauline en la playa replica, sin variaciones evidentes, la de tantos títulos previos de la obra de Rohmer. A saber: la llegada a un entorno novedoso, que aporta el punto de ruptura necesario en el día a día de los protagonistas para así propiciar una sucesión de encuentros, más o menos casuales, a partir de los cuales nos serán revelados los anhelos, deseos e inseguridades de todos y cada uno de ellos. Lo novedoso es la fluidez con que se suceden las secuencias, la excelsa verosimilitud que transmite cada plano. Por no hablar de su belleza, que emana de la emulación tenuemente subjetivada de lo real: en la secuencia en que Pauline (Ámanda Langlet) y su prima Marion (Arielle Dombasle) conversan animadamente acerca de lo que esperan de sus recién iniciadas vacaciones, se inserta una sucesión de planos en los que ambas se ven flanqueadas por una explosión de color en forma de macizo de hortensias. La intensidad gozosa del momento se transmite cromáticamente a un lienzo visual —cortesía del imprescindible Almendros— digno de ser expuesto en las paredes de un museo.

Pauline en la playa

Del jardín de la villa pasaremos a la playa, que propicia el encuentro, reencuentro mejor dicho, con Pierre (Pascal Greggory) —antiguo amigo de Marion—, así como con Henri (Feodor Atkine) —conocido de Pierre—, que casualmente pasaba por allí: los designios del azar como catalizador del juego de las afinidades electivas. En una relajada conversación nocturna, en la que casi podemos escuchar el crepitar de los deseos cruzados, cada uno de ellos compartirá con el resto —en último término con el espectador— cómo conciben la pasión amorosa, con Pauline acomodada en su rol observador hasta que se la invite a participar: primero a través de la palabra, después por la vía de los hechos. Lo que se desarrolla en los dos tercios de metraje restantes es la puesta en práctica del tablero de juego desplegado en dicha velada, en la que los ecos de El sueño de una noche de verano de William Shakespeare se prolongan bajo la cegadora luz del día, alimentados por la sensualidad de los cuerpos bronceados, que invitan a disfrutar desprejuiciadamente del otro deseado, se necesite (o no) la coartada cómplice del enamoramiento. Maravilla, a este respecto, el nivel de identificación que el maduro Rohmer establece con la aniñada Pauline, ubicada a su pesar en el vórtice de esta malla de pasiones cruzadas, tanto como objeto de deseo propiamente dicho como proyección de un anhelo de juventud que se escapa, al resto de contendientes, entre las manos. Al acercamiento físico del sátiro Henri, que fiel a sí mismo no reprime el impulso sensual de acariciarla mientras duerme plácidamente, la adolescente responderá con una brusca patada: «No entiendo a los hombres mayores. Nunca sois sinceros».

El final de sus vacaciones, se diría que abrumada por la intensidad de las experiencias vividas, coincide con este postrero acto de afirmación personal. Transcurridos tan solo tres años, El rayo verde (Le rayon vert, 1986) alumbra exactamente la vivencia opuesta: las vacaciones de verano, anheladas durante todo el año, se han de convertir para la frágil Delphine (Marie Rivière) en una sucesión de desengaños, pues a fin de cuentas la búsqueda desesperada, compulsiva, de alguien con quien compartirlas, no hace sino reforzar su insatisfacción vital: la necesidad de encontrar algo, sin tener muy claro el qué, capaz de otorgarle un sentido a su desnortada existencia. Al pegar la cámara a Delphine, sentándola junto al resto de personas con las que, llevada por su vagar, compartirá comidas y confidencias, nos haremos dolorosamente conscientes del patetismo inherente a su precariedad emocional, humanizando a una mujer doliente, distante en inicio, enferma a fin de cuentas de soledad: la solución no pasa por salir cuanto antes de ese París hostil, con destino a cualquier costa, para sentirse permanentemente desubicada. Incapaz de compartir esa joie de vivre que exhiben, exultantes, quienes le rodean.

El final del verano

La solución, como se intuye en varios momentos del metraje, reside en mantener la confianza, pese al cúmulo de frustraciones, en la consecución de su propia utopía personal, esa trascendental epifanía que, en uno de los finales más memorables de la Historia del Cine —sin exagerar ni un ápice—, adquiere la sutil luminiscencia del rayo verde. A la potencia simbólica de este pasaje irrepetible, que alinea a Julio Verne con Carl T. Dreyer , contribuye de manera fundamental la mirada depurada, renunciando a las convenciones narrativas al uso, con que Éric Rohmer se ha aproximado a estos roles de ficción —que improvisan los diálogos y se mueven libremente por el espacio—, difuminando con valentía los límites entre la realidad y su reproducción cinematográfica. El legado de sus «Comedias y Proverbios» creará escuela en el cine francés —y, por extensión, europeo y mundial—, prolongándose de manera natural en su serie final, «Cuentos de las Cuatro Estaciones», en la que se adivina, quizá porque sabemos cómo acaba la historia, cierto afán vindicativo, concluyente respecto de esa necesidad de dar cabida a la verdad de nuestra existencia que ha de ofrecer, para dotarle de sentido, la imagen cinematográfica desde una óptica baziniana; que ya es, de pleno derecho, netamente rohmeriana. El creador ya anciano reincide en la fabula, confiándose al influjo esencialista del tránsito estacional, para retornar a sus temas de siempre, en los que se proyecta, como no podía ser de otra manera, el calado reflexivo del que intuye en el horizonte el final del camino.

Encontramos la pasión amorosa, devenida una vez más en determinante ficcional, bajo cuya poderosa influencia los personajes llevarán a cabo acciones que, por mucho que traten de explicar, no dejarán por ello de resultarnos cuestionables. Inclusive reprobables. Pero pese a todo, podemos entenderlas —¿disculparlas?—, pues emanan de un contexto tan reconocible que debería llevar al espectador a plantearse si, en la misma situación, no se comportaría de la misma manera. Cometiendo idénticos errores. Si en el cine de Rohmer hubo en algún momento algo equiparable al distanciamiento intelectual respecto de lo filmado, ha desaparecido totalmente de sus plácidos encuadres, en los que vuelve a plantearse, sin ambages, la dialéctica campo-ciudad, que aparte de condicionar el apartado artístico de estos cuatro títulos —máxime cuando las estaciones, y el efecto que ejercen sobre nuestro ánimo y actitudes, deviene fundamental—, arroja una reflexión de calado acerca de la manera en que planteamos nuestra(s) vida(s), el efecto alienante de los espacios que habitamos: en la ciudad —París, por descontado— se sobrevive, en ocasiones, a duras penas. En el campo se vive. Y esa libertad de vivir nos impele a relacionarnos con los demás, sin horarios ni obligaciones, dejándonos llevar por el frenesí del instante. O séase  del deseo. Lo que nos conduce, por última vez, al verano como culmen de la vivencia: no se entiende el desencanto sentimental que aqueja a la Felicia (Charlotte Veri) de Cuento de invierno (Conte d´hiver, 1991) sin apelar previamente a la sucesión de postales, seguramente idealizadas en el recuerdo, que muestran los hitos de las vacaciones en que conoció a su amado. Al que continúa anhelando, sin ser capaz de ocupar su vacío, transcurridos cinco años de su fogoso encuentro.

Cuento de verano (Conte d’été, 1996)

El recuerdo del verano ayuda a sobrellevar los rigores del duro invierno. Y su luz insufla intensidad a un otoño plácido y evocador, en el que las conversaciones fluyen y los amoríos van y vienen, contemplados con la serena condescendencia de quien percibe a su alrededor lo que ya se ha vivido hace tiempo: en Cuento de otoño (Conte d´automne, 1998), la inolvidable Magalie encarnada por Béatrice Romand —auténtica columna vertebral interpretativa de la obra rohmeriana— se diría una Laura madura, que cansada de acumular experiencias, antepone el sabor de un buen tinto provenzal al desasosiego del romance por venir. Un hastío no compartido (aún) por Margot (Amanda Langlet), que pese a conservar intacto el encanto juvenil de Pauline ha aprendido a llevar la iniciativa cuando un chico le interesa. Y Gaspard (Melvin Poupaud) le gusta, o eso parece, desde la primera vez que lo vio. Cuento de verano está alimentada por el mismo hálito hedonista de Pauline en la playa, y el modo en que Diane Baratier fotografía el deambular del joven por las playas de Bretaña evoca en la memoria la deslumbrante luminosidad de Néstor Almendros, pero Gaspard no es Pierre; ni mucho menos Henri. El propósito, a priori firme, de encontrarse con su amada, naufraga en el momento en que la tentación se encarna, sucesivamente, en la forma de dos bellas jóvenes que le llevarán a plantearse si su romanticismo no estará demodé, por mucho que trate de justificarse ante ambas interlocutoras —buscando a fin de cuentas su aprobación—, en las antípodas de la férrea convicción de sus predecesores. El conflicto interno que le asola, producto de la consabida ausencia de integración entre razón, voluntad y deseo 2, será resuelto en falso, para alivio del atribulado muchacho: una llamada inesperada, propiciadora de la enésima huida de un personaje en perpetua escapada, le salvará de tener que decidir.

Hay que ser un espíritu joven para alumbrar un personaje, tan bien perfiladas sus dudas acerca de la primera madurez, que quienes por entonces teníamos su edad no pudimos por menos que vernos reflejados, tras el visionado de Cuento de verano en la gran pantalla, en sus cuitas sentimentales . Pero también hay que ser un espíritu libre para filmar a la mujer como sujeto de pleno derecho; capaz de rebelarse contra el yugo de los convencionalismos sociales sin por ello renunciar a su erotismo. Elemento definitorio, al nivel de otros tantos abordados en su obra, de la femineidad contemporánea . El último verano de Éric Rohmer llegó en 2010, pero antes tuvo tiempo de despedirse con un postrero canto, tan libérrimo como incomprendido, a la belleza etérea de las pasiones juveniles: El romance de Astrea y Celadón (Les Amours d’Astrée et de Céladon, 2007) pone punto y final a una filmografía incomparable, en la que alternando presente y pasado ficcional, el reflejo de lo que somos, la manera en que nos construimos en relación al otro, tuvo siempre preeminencia. Por eso, el verano, bajo cuyo cálido influjo nuestra mirada, liberada de tensiones, fluye libre, revitalizadora, en pos de un deseo por satisfacer, es y será siempre rohmeriano. Y no se termina con los títulos de crédito.

  1. CLEDER, Jean (2003): El cine de Eric Rohmer: ficciones documentales de seducciones ambiguas. Programa de la retrospectiva organizada por la cinemateca del Museo de Bellas Artes, Bilbao.
  2. NOZAL, Teresa (2003): “Análisis temático de Contes des quatre saisons” en ruc.udc.es, 2003. (Consulta: julio 2020):   https://ruc.udc.es/dspace/bitstream/handle/2183/17389/Nozal_Teresa_2003_Analisis_Contes_quatre_saisons.pdf?sequence=3&isAllowed=y
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