Éric Rohmer y la seducción de la realidad
Por José Francisco Montero
I.
En una escena situada aproximadamente en el ecuador de Pauline en la playa (Pauline à la plage, 1983), el personaje interpretado por Pascal Greggory, Pierre, contempla desde la calle, a través de una ventana abierta, parte del interior de una de las habitaciones de Henri, el seductor con el que ha ligado la mujer por la que Pierre se siente atraído, Marion: otra mujer, una vendedora ambulante llamada Louisette, juguetea en la cama con alguien que queda fuera del marco de la ventana. El espectador sabe que se trata de Henri, pero Pierre solo puede suponerlo. A continuación, Marion llega de forma inesperada a la casa. Antes de que suba a la habitación, y gracias al rápido aviso de un tercer personaje que está en la vivienda veraniega, el joven Sylvain, que ve acercarse a Marion, Henri dispone la situación de tal forma que hace creer a aquella que quienes estaban manteniendo relaciones sexuales eran Sylvain y Louisette.
Pauline en la playa
Es de sobras conocido que Éric Rohmer asentó toda su obra en unos presupuestos teóricos de estirpe baziniana que mantuvo durante más de medio siglo con extraordinario rigor, pero también modulados en sus películas de forma muy fértil. Desde luego —como sucede también con las teorías de Bazin—, no mueve al cine de Rohmer la búsqueda de un chato realismo o de una ramplona objetividad, sino el propósito de alcanzar valores más intangibles sin traicionar el que es el punto de partida de su cine, la fiel reproducción de la realidad.
Es sobre todo en las zonas de fricción que hace posibles la obra de Rohmer donde cabe encontrar esos hallazgos que superan al realismo en sus acepciones más planas: fricciones entre la objetividad de la cámara y la tendencia al autoengaño de sus personajes, entre la voluntad de captar con veracidad los rasgos sensibles de la realidad y los imperativos que determinan la construcción de un relato, entre las imágenes y las palabras, entre el prurito documental y el ímpetu ficcional. El propio Rohmer lo repitió en numerosas ocasiones: en una entrevista incluida en el célebre Pier Paolo Pasolini contra Éric Rohmer. Cine de poesía contra cine de prosa, por ejemplo, lo formuló de manera inmejorable: «es mucho más interesante suscitar lo invisible a partir de lo visible que intentar inútilmente visualizar lo invisible».1
En varias ocasiones, Rohmer expresó que en la mayoría de sus películas hay un momento a partir del cual se podría entender que todo pasa en la mente del protagonista. Ese es en realidad el espacio de la ficción en la obra del director francés, el que la hace posible. En la escena de Pauline en la playa que acabamos de describir tanto Pierre como Henri elaboran sendas “ficciones” a partir de lo visible y lo invisible, si bien con distintos destinatarios. Pierre imagina una trama a partir de lo que está dentro del marco de la ventana, de lo que se le da a ver, de unas apariencias encuadradas y con las cuales construye una narración que rellena el vacío del fuera de campo, una que se da la circunstancia de que coincide con los hechos que nosotros como espectadores conocemos. Por su parte, Henri construye una mascarada a partir de lo que da a ver a la mirada de Marion, orquestando una escena de carácter vodevilesco —que no es ajena, por cierto, al tono de algunas de las películas de Rohmer— en virtud de las entradas y salidas en campo de los personajes, de una permutación de las relaciones que mantienen entre ellos.
Pero no se trata solo de esta escena nuclear. Pauline en la playa en su totalidad, por seguir con este filme que nos está sirviendo de primer ejemplo, gira alrededor de todas estas nociones. En una de las primeras escenas Marion había asegurado que estaba segura de haberse enamorado cuando, de un vistazo, captaba en el otro toda la profundidad de un ser; si no había amor, por el contrario, el otro le era opaco, una mera superficie cuyo interior le era invisible. Inmediatamente después, en la escena que se desarrolla en el casino, los movimientos de Marion, personaje perseguido por Pierre pero que por su parte persigue a Henri, obedecen, como en la posterior desarrollada en casa de Henri, a un sutil juego de miradas, de lo que permanece oculto para Henri o para Pierre. Al principio de la escena, este último acompaña a Marion a otra estancia del casino y trata de besarla detrás de una pared, ocultos a la mirada de Henri; Marion lo rechaza y a continuación besa a Henri, no sin comprobar antes, mediante una fugaz mirada, que permanecen ocultos a la mirada de Pierre, parapetados detrás de otras parejas que bailan en el casino.
Durante el resto de la trama, después de la escena de la ventana, toda la película orbita alrededor de lo que se ha visto y lo que no en esta escena desarrollada en casa de Henri, de lo que los personajes saben y de lo que, a partir de ello, pueden imaginar. Si Pauline había observado subrepticiamente a Henri y Marion en la cama, y luego esta había hecho lo propio con Pauline y Sylvain, el momento clave de la historia, aquel que determina su evolución hasta su conclusión, ha quedado invisible para ellas. En la última escena Marion persuade a Pauline, a falta de certezas acerca de lo que pasó en la habitación, de que lo mejor para ambas es convencerse de la hipótesis que más le conviene a cada una: para ella que fue Sylvain quien engañó a Pauline, y para esta que fue Henri quien hizo lo propio con Marion, solución que Pauline acepta o simula aceptar, tampoco al respecto disfrutamos de ninguna certeza. En cualquier caso, las ficciones complacientes que se crean ambas solo son posibles por la invisibilidad del episodio acontecido en la habitación de Henri. La fidelidad a la búsqueda incansable de la transparencia que mantuvo Rohmer a lo largo de toda su carrera, que de forma congruente se materializó en una serie de variaciones acerca de lo visible y lo opaco como mejor expresión del arte cinematográfico, desembocó siempre en la insobornable ambigüedad de la realidad, en la paradójica certidumbre de su carácter intrínsecamente misterioso.
Después de esa conversación entre Marion y Pauline, la verja de la casa de la primera, del mismo que se había abierto para dar entrada a la representación —y en pocas películas de Rohmer como en esta las entradas y salidas de los personajes en el plano delatan con tal insistencia su carácter de puesta en escena—, se cierra ahora para clausurarla, en un final circular —o en ocasiones en espiral— típico de la serie de las «Comedias y proverbios», que aquí incluso estaba anticipado por una tangencial referencia a Juan Sebastián El Cano, precisamente en la escena con la que iniciábamos este texto.
II.
La realidad como arcano, más que su presunta transparencia, y la posición del cine frente a ella, son lo que sintetizan de forma magistral ese plano de la ventana de Pauline en la playa y sus consecuencias en el resto del relato. En términos globales, si algo expresa la obra de Éric Rohmer es la fascinación frente a una realidad tratada siempre como misterio a la vista, de inabarcable complejidad, ante el que las ficciones se construyen como intento desesperado por colmar los vacíos, vanos intentos en el fondo de descifrar sus secretos, o de sobrevivir, incluso, ante su irreductible ambigüedad.
En La mujer del aviador (La femme de l`aviateur, 1981), también acerca de la mitad del metraje, la mirada, en este caso de una cámara fotográfica, deja fuera de campo a su verdadero objeto, los protagonistas del misterio que ha unido en su persecución, por motivos muy diferentes, a dos jóvenes, François y Lucie: estos dos personajes espiados por las calles de París son el ex amante de la novia del primero, llamado Christian, y una misteriosa mujer que lo acompaña. Llegado un momento, François y Lucie los vigilan en el parque de Buttes-Chaumont, esperanzados en desvelar qué relación los une. Con esa esperanza, Lucie se las ingenia para que una pareja de turistas le haga una fotografía con el propósito oculto de que capture también a la misteriosa pareja. Pero la realidad se va a resistir, va a permanecer opaca; la imagen va a revelar su impotencia para traspasar las apariencias. Si en otra película en cuyo centro asimismo se sitúa una fotografía realizada en un parque, Blow up. Deseo de una mañana de verano (Blow Up, Michelangelo Antonioni, 1966), se acababa descubriendo un cuerpo en los márgenes sombríos de la imagen y con él un misterio, en la de La mujer del aviador, sin embargo, los cuerpos quedan fuera de campo: el turista que ha hecho la instantánea ha captado el rostro de Lucie pero ha dejado fuera de cuadro a la pareja. Indicio acaso de que su investigación les está revelando sobre todo a ellos mismos, que la mirada sobre todo desvela al que mira.
La mujer del aviador
François, una suerte de emulo del protagonista de Vértigo/De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) o del fotógrafo de La ventana indiscreta (Rear Windows, Alfred Hitchcock, 1954), había comenzado poco antes, en solitario, la persecución de la pareja. En un determinado momento, en un autobús —quizás el espacio privilegiado del azar, junto con los trenes y estaciones, en la obra de Rohmer—, una adolescente, la mencionada Lucie, se cruza en la aventura de François: logra que este le cuente que está siguiendo a la pareja y por qué, tras lo que, con evidente entusiasmo, la muchacha se une a la “investigación”.
A partir de ese momento, Lucie, como ella misma reconoce, se dedica a mirar lo que mira François, o lo que es igual, a lo mismo a que nos estamos dedicando nosotros como espectadores. Es decir, nos hallamos ante diferentes miradas a una misma realidad que convierten a esta en cosas distintas: Lucie se infiltra en la trama sentimental de François para transformarla en una detectivesca, un enigma que observa y analiza como mero divertimento, un juego sin implicaciones emocionales, una historia en la que se otorga el papel de detective, es decir, el que observa, analiza y resuelve. Lucie lo reconocerá en determinado momento: le gusta cuando la vida se parece a las ficciones. Unos minutos antes, cuando François había despertado después de dar una cabezada y era a continuación cuando iniciaba su persecución del ex amante de su novia y la mujer con la que se encuentra, Rohmer había iniciado la escena con una insólita apertura del iris: ese agujero negro del sueño introduce la historia que nos cuenta La mujer del aviador no solo por la posible vía de cierto onirismo, sino que también sugiere la capacidad fabuladora del cine, las posibilidades de la imaginación para sublimar nuestras angustias.
En cualquier caso, la información de que disponen los dos jóvenes durante toda su “investigación” es fragmentaria como esa imagen, pues es sobre todo la relación entre Christian y la mujer lo que tratan de desentrañar esta suerte de detectives aficionados, pero justo eso, como en la fotografía, lo que escapa a su mirada.
Será otra foto, sin embargo, la que revele a François, al final de la película, parte del misterio: la mujer que acompañaba a Christian no era su esposa, sino su hermana. La “película” que Lucie y él se han montado acerca de la relación existente entre el hombre y la mujer rubia y, por otro lado, la que los une en la que nosotros estamos acabando de ver son muy diferentes. Pero solo esa ceguera, esa visión fragmentaria como la que también se da en Pauline en la playa, ha permitido ambas ficciones, la de los dos jóvenes y la de Rohmer.
Durante la escena en el parque Rohmer había incluido en el montaje, en dos o tres ocasiones, unos “extraños” planos de varios viandantes que al pasar observan a los dos jóvenes. Mientras François y Lucie —dentro de un parque elegido por Rohmer en virtud de su «carácter artificial», de «naturaleza reconstruida»2—, están elaborando sus ficciones detectivescas dentro de otra ficción, la de Rohmer, pareciera que cierta realidad documental observa y se infiltra en ambas ficciones. Es un gesto especular de extraordinaria lucidez y no poca turbación. Si Rohmer dedicó su obra a infiltrar ficciones en la realidad, a construirlas sin forzarla, documentando sus vibraciones más íntimas, a mirar la realidad mientras despliega sus relatos, en este momento que de forma autoconsciente trata del proceso de construcción de los relatos con los materiales que la realidad ofrece a los sentidos, la realidad le devuelve la mirada: los voyeurs son descubiertos por los paseantes del parque —recordemos a este respecto el terrorífico momento de la citada La ventana indiscreta en el que el asesino devuelve la mirada al fotógrafo interpretado por James Stewart—, la ficción es vigilada desde la realidad, desde el otro lado del espejo
La mujer del aviador
III.
Es, en buena medida, esa conversión de la triste realidad sentimental de François, en virtud de la intervención de Lucie, en una estimulante ficción, y específicamente en una misteriosa trama detectivesca, lo que otorga a la escena del parque su carácter jubiloso, lo que la rescata de la grisura predominante en una de sus películas de trazado y formalización más amargos.
Algo parecido es lo que ocurre en Cuento de primavera (Conte de printemps, 1990), solo que cambiando la juventud de los protagonistas de la primera por la madurez de los de la segunda, la intensidad de las pasiones de François o Anne en La mujer del aviador por el mero anhelo de escapar de la rutina por parte de Jeanne en Cuento de primavera, por el deseo de huir de un orden poco estimulante aunque confortable, siquiera sea temporalmente, incluso de manera más impostada que convencida. Y de nuevo la oportunidad la ofrece una intriga de rasgos detectivescos, ahora incluso más explícitos. En los primeros compases de la película surge la historia del presunto robo de un collar por parte de la novia del padre de Natacha, la joven que Jeanne ha conocido recientemente y en cuya vida se ha introducido. La historia del robo, en definitiva, encarna el deseo de aventura, de vivir una novela, de la muy ordenada protagonista, la introducción del caos, en definitiva un factor que desestabiliza el universo del relato y cuyas turbulencias funcionan siempre como motor narrativo.
Así pues, es esta historia la que hace posible, o al menos dinamiza, esa otra historia que es la que cuenta Cuento de primavera. Pero como en Madame de… (Max Ophuls, 1953), otra historia sobre el falso hurto de unas joyas, también ahora se va a acabar descubriendo que detrás del robo no hay nadie. La futilidad de la excusa narrativa, de este obvio McGuffin, se revela con contundencia, incluso de forma irrisoria, al final: el collar simplemente había caído por descuido dentro de una caja de zapatos. Y es ahí cuando se produce para la protagonista la verdadera revelación: la de la nada que sustentaba su historia, la tristeza que espera a la finalización de cualquier relato por muy festivo que haya sido su desarrollo, la necesidad de volver al orden por parte de Jeanne, ya sin ninguna excusa que sostenga la ficción en que se ha permitido vivir por unos días, esos días ociosos, de evidente estirpe hitchcockiana, en que muchos de los héroes de Rohmer viven sus aventuras. Así, Natacha encuentra el collar, la historia se derrumba y Jeanne comienza a llorar, para nuestra sorpresa y la de Natacha. Pero quizás el misterio se despeja si consideramos que justo en ese momento es cuando Jeanne asume que ella y el relato ya no pueden sino volver a la rutina y con ella, claro, el inevitable final de la película, el retorno al vacío del que había nacido. 3
Cuento de primavera
IV.
Frédéric reconoce que le fascina observar el trasiego de la calle, perderse entre la multitud, abandonarse en su incontenible corriente; todo ello, dice, estimula su fantasía. El Frédéric de El amor después del mediodía (L`amour l`après-midi, 1972) es ante todo, como François en La mujer del aviador y otros muchos héroes rohmerianos, un voyeur. Pero lo que lo singulariza es que será su propia vida lo que el protagonista transforme en objeto de ficción, desdoblada de continuo en una paralela que discurre bajo el signo de lo fantasioso: sin duda es esto lo que explica la insólita inclusión de una escena onírica en la película, en la que Frédéric fantasea posibles aventuras con mujeres que encuentra por azar en la calle. Hasta la mujer por la que se siente físicamente tentado es un doble espiritual suyo, también en este aspecto: “¿Sabes? Yo tengo mucha imaginación. Puedo imaginar que hago el amor contigo cuando estoy con otros”, le confiesa.
El entramado del último de los «Cuentos morales» —todos ellos protagonizados por hombres que habitan mundos imaginarios, más bien aterrorizados ante la ambigüedad de la realidad— se organiza, pues, a partir de numerosas duplicidades: dos partes del día separadas por el mediodía, dos mujeres, dos escenas desarrolladas en tiendas de ropa con Frédéric acompañando a cada una de ellas, dos escenas en las que él observa a ambas mujeres salir de la ducha. Frédéric incluso tiene dos secretarias, dos hijos… Además, en la película son numerosas las escenas en que Frédéric se mira al espejo, sobre todo en las que comparte con Chloe, la amiga por la que se siente tentado: esa relación, y a él mismo en ella, son vistos por Frédéric como un relato de ficción, la seducción de una historia que durante toda la película permanece en el terreno de lo “ficticio”, de la trama tentadora pero que se observa desde la distancia, sin trasponer nunca ese umbral, más como espectador que como actor.
También en cuanto a su estructura la película está dividida en dos partes, como Vértigo, otra historia sobre un voyeur atrapado en su mirada y entre dos mujeres que en esta ocasión son una. De hecho, al final de la película, Frédéric huye aterrorizado de la segunda mujer, en un hitchcockiano plano picado de las escaleras por las que en esta ocasión el protagonista baja, después de mirarse, una vez más, en un espejo en el que lo que ahora vislumbra es el abismo. La ficción de Frédéric es la ficción de la doble vida —apacible en la realidad, apasionada en la imaginación—, que al final del filme se volverá en su contra: en una de las mejores escenas filmadas por Rohmer, Frédéric se verá atrapado en el otro lado del espejo, comprobando como años después hará la protagonista de Las noches de la luna llena (Les nuits de la pleine lune, 1984), también respecto a la tentación de la infidelidad, que hay que tener cuidado con lo que se desea —y en el caso de Frédéric no se materializa—, porque tal vez lo haga realidad otro, pero que, con la feraz ambigüedad de la obra rohmeriana, ofrece simultáneamente una nota esperanzadora que, además, simboliza de alguna forma el trayecto creativo de su autor: Frédéric supera en la conclusión esas continuas duplicidades, esa “doble vida” que escinde la realidad y la fantasía, la seguridad y la pasión, y responde a la realidad, por fin, como la oportunidad de una aventura apasionante.4
V.
Tan solo la Isabelle 5 de la posterior Cuento de otoño (Conte d`automne, 1998) vivirá parecido desdoblamiento, convertida en autora e intérprete de la ficción que pone en escena ella misma, teniendo que arrostrar también sus peajes emocionales. Pero incluso en este caso la disociación es suavizada por la presencia de su amiga Magali, el personaje que Isabelle “interpreta”, beneficiándose de un distanciamiento del que Frédéric no puede disfrutar de forma tan intensa.
La Isabelle de este filme comparte con algunas de sus predecesoras el afán novelesco, pero también el prurito demiúrgico de otros personajes. Remitiéndonos a un filme anterior, del que inmediatamente nos ocuparemos, La rodilla de Claire (Le genou de Claire, 1970), Isabelle desea ser a la vez Aurora y Jérôme, la novelista y el personaje: construye una representación, decide incorporar al personaje principal y descubre que una parte de ella querría que esa puesta en escena coincidiera con la realidad, vivir la “obra” que ha escrito y está interpretando.
En la escena final, sin diálogos, una serie de parejas, entre ellas Isabelle y su marido, bailan en la celebración de la boda de su hija, el acontecimiento en que se ha reunido por fin a todos los personajes, al que han derivado todos los avatares de la historia. Se trata en el fondo, en esta escena, de un fin de fiesta, pero no solo ya de la clausura de la historia, e incluso tampoco del final del rodaje, sino de toda la obra rohmeriana de ambientación contemporánea, en el que la ligereza de las parejas que bailan parecen celebrar también la vitalidad, la extraordinaria liviandad, de la obra del director francés. La postrera mirada pensativa de Isabelle —interpretada por la actriz quizás más emblemática de Rohmer, Marie Rivière— se dirige no solo —como el propio director afirmara— a un replanteamiento de la historia que Cuento de otoño nos ha contado, ni es solo producto de la asunción melancólica por parte de Isabelle de que, después de todo, ya no hay vuelta atrás, que ya solo puede —o ya solo quiere, a la postre— vivirla como representación, sino a toda una obra dejada definitivamente atrás, una celebración también ella de la vida y sus maquinaciones.
Cuento de otoño
VI.
Tanto para los protagonistas de Pauline en la playa, como para Lucie y François en La mujer del aviador, Jeanne en Cuento de primavera, Frédéric en El amor después del mediodía o Isabelle en Cuento de otoño, sus respectivas ficciones solo han sido viables en esa zona que permanece invisible y que les permite imaginar, construir tramas paralelas, fantasear… Que les permite, en suma, escribir un guion mental que es el que Rohmer se va a empeñar en contrastar con su anhelo insaciable de que el cine transmita con veracidad la realidad en que cada una de sus historias se desarrolla, la realidad de los escenarios y los seres que los pueblan. El camino de Rohmer, veíamos, era llegar a lo invisible a través de lo visible; el de sus personajes es similar: llegan a lo invisible, a lo fantasioso, al autoengaño, a la construcción de diversas ficciones, a partir de la información de la realidad, aunque sea fragmentaria o distorsionada, de que disponen. En ese cruce de caminos nacen los mejores valores del cine rohmeriano: no solo una obra que, como casi ninguna, es a la vez física y misteriosamente intangible —de hecho, es esa simultaneidad la que potencia ambas, su liviana fisicidad y su ardua levedad— sino que revela lo invisible en la medida en que respeta con una fidelidad absoluta lo visible.
En los relatos rohmerianos un grado de ceguera y, de modo paralelo, la opacidad de la realidad, su ambigüedad tanto mayor cuanto menos se la adorna, son requisitos imprescindibles para la existencia del relato. Hasta cuando, hacia el final de su carrera, Rohmer decide rodar una película ambientada en la Revolución Francesa, con La inglesa y el duque (L`Anglaise et le Duc, 2001), su protagonista es alguien que se niega a verla.
La ficción siempre está al otro lado de lo visible, en virtud de la intrínseca turbiedad de las apariencias: en Triple agente (Triple agent, 2004), Arsinoé, la esposa de un misterioso general zarista emigrado a Francia, es aficionada a la pintura. Con frecuencia incluye a su marido, Fiodor, en sus cuadros, aunque en realidad el mismo le es invisible, un personaje del que nunca se sabe cuándo miente o cuándo es sincero, que incluso cuando decide decir la verdad, como él mismo confiesa, lo hace para que no lo crean: acaso por eso mismo prefiere, en lugar de la revolucionaria pintura abstracta, la figurativa, como la que practica su mujer, en la que le retrata también a él mismo: que lo visibilice en los cuadros quizás garantice su invisibilidad en la vida.
Efectivamente, el momento clave de la trama se edifica de nuevo alrededor de la fricción entre lo visible y lo invisible. Durante una visita del matrimonio a la modista de la mujer, el marido se ausenta durante una hora para encontrarse con su superior; es justo durante este intervalo que este es secuestrado, ante lo que surgirán muchas dudas acerca de cuál ha sido el papel jugado por Fiodor en el incidente: ante la invisibilidad del momento clave, solo queda la patética representación del secuestro que con utensilios caseros realiza Fiodor para su mujer. Arsinoé nunca sabrá si ha presenciado una reconstrucción o una pura ficción. Puntuado el relato por imágenes de archivo pertenecientes a noticiarios de la época, estas no dejan de ser el reflejo histórico de esa representación efectuada por Fiodor, precarias apariencias que fingen hacer visible lo que es por definición invisible, ya se trate del interior del otro o de las dinámicas históricas.
En una de las primeras escenas de La rodilla de Claire, Jerome y Aurora contemplan un fresco español que muestra a Don Quijote y Sancho Panza con sendas vendas en los ojos. “Los héroes de las historias siempre tienen los ojos vendados”, dice Aurora. “Si no, no harían nada”. En numerosas ocasiones fue el propio Rohmer el que acudió a Don Quijote —al que dedicó un corto documental para la televisión en 1965— con el fin de hablar de su propia obra. «Son personajes [decía respecto a los de las “Comedias y proverbios”] que quieren vivir algo (…) Se quiere que algo llegue, que llegue con gran fuerza (…) Al contrario que en otros mundos —como en el de la mayoría de los mitos— en los que el hombre es feliz y se teme al peligro que pueda avecinarse, en el universo de las “Comedias y proverbios” los acontecimientos no son temidos. En este sentido, mis personajes se sitúan en un mundo moderno, las historias tradicionales no están construidas sobre este esquema. Hay una excepción, que es Don Quijote. Don Quijote es moderno en relación a la caballería, es una caballería reinventada por pura imaginación».6
Si los personajes de Rohmer son a menudo, como estamos viendo, “novelistas”, personajes que construyen con su vida o con la de otros una ficción, el ejemplar más explícito es la Aurora de La rodilla de Claire, una novelista que está interpretada por una verdadera novelista, Aurora Cornu. Jérôme, en principio, no hará otra cosa durante la historia sino interpretar el personaje que Aurora quiere ensayar en la realidad, para que le sirva de laboratorio de la novela que está escribiendo y que no sabe cómo continuar. Sin embargo, como le ocurrirá al protagonista de El amor después del mediodía, el Jérôme de La rodilla de Claire se convertirá pronto en un ser disociado, entre el personaje de ficción que ha aceptado encarnar y las propias emociones que vive durante sus vacaciones en Annecy.
Todo en La rodilla de Claire, pues, parece acomodarse a esta idea de laboratorio, de criaturas observadas al microscopio, tanto por Rohmer como por su alter-ego, Aurora. E incluso, abismado en la representación de la que él mismo es protagonista, Jérôme, llegado un momento, comienza a observarse a sí mismo como ficción, a relatarse —en sus frecuentes conversaciones con Aurora—, convertido en personaje y narrador a la vez. Aún más, empieza a observar a los demás, y en especial a Claire o a lo que incumbe a esta, como criaturas también ellas, como él mismo lo es para Aurora, observados asimismo al microscopio por Jérôme: el plano en que Rohmer visualiza lo que Jeróme observa a través de los prismáticos —la cita que tiene el novio de Claire con otra chica—, un plano anómalo en la gramática rohmeriana, es el más expresivo al respecto.
Imagen —la de los personajes y la trama en su globalidad observados bajo el microscopio— presente tanto en el escenario principal, la casa de Laura y Claire, situada en los alrededores de un lago, al pie de las montañas, un espacio encapsulado a la manera de un escenario teatral, como en la posición de observadora-creadora que de los demás personajes asume Aurora: la película comienza cuando esta contempla desde un puente a Jérôme mientras él pasa por debajo en una lancha, y a continuación lo llama y el hombre se reúne con ella; y termina con Aurora observando de nuevo a Claire y a su novio desde una posición elevada, criaturas ambas, como Jérôme, de la historia en la que ella ha actuado como demiurgo. Es ahí cuando descubre —y hay que recordar que ya con anterioridad había dicho que ella como novelista no inventa nada, sino que se limitaba a descubrir, olvidando tal vez que significan lo mismo— que su héroe, en efecto, como Don Quijote y Sancho, llevaba una venda en los ojos.
VII.
La trama de La marquesa de O (Die maquise von O…, 1976) pivota toda ella sobre una elipsis. El episodio clave ha sido ahora hurtado a la vista: a punto de ser violada por unos soldados, la joven marquesa es salvada por el oficial enemigo interpretado por Bruno Ganz. Un poco más tarde, este contempla en su cama a la mujer justo antes de que se duerma. Semanas después del incidente, la marquesa empieza a sentir los cada vez más inequívocos síntomas de que ha quedado embarazada, a pesar de que, viuda, no ha mantenido relación con hombre alguno. Reclamado por carta el padre, no solo desconocido sino incluso invisible, para que se presente en su casa, será el oficial ruso el que lo haga, avergonzado.
En ese momento trascendental elidido, cegado por el sueño para la marquesa y por el fundido en negro para el espectador, se ha “materializado” la transformación maligna del conde ruso, sin que su apariencia, sus modales caballerosos, se hayan alterado durante toda la historia.
Lo interesante de La marquesa de O… reside en que lo invisible es sugerido a través de otro arte sustentado por completo, en este caso, en lo visible, en la imagen; a través de la pintura —como hará con similares propósitos en Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (4 aventures de Reinette et Mirabelle, 1987) y, ya lo hemos comprobado, en Triple agente—, a través de un cuadro que nunca vemos pero al que la última imagen antes del fundido a negro alude: “La pesadilla”, de J. H. Füssli. Sin embargo, una figura del cuadro ha sido invisibilizada, o mejor dicho, ha sido desplazada al contraplano, a la imagen del oficial observando a la marquesa a punto de caer rendida por el sueño.
Pascal Bonitzer analizó de forma inmejorable las implicaciones de esta desaparición en el plano de la figura demoníaca presente en el cuadro de Füssli: “Se encuentra omitida de la imagen —del plano— como la violación lo está de la narración (…) el plano puede ser considerado no solamente como la metonimia de la violación que se va a producir, sino como metáfora de su elipsis. Designándose secretamente (puesto que su significación permanece oculta) como alusión a un acontecimiento secreto, deviene al mismo tiempo la metáfora del secreto mismo que es la base de la narración de La Marquise d`O”. 7
Es más: con esta velada alusión al célebre cuadro de Füssli, Rohmer no solo nos está remitiendo al romanticismo alemán en el que surge la nouvelle de Heinrich Von Kleist adaptada en el filme, sino que está también sugiriendo, de forma aún más recóndita, algunas de las claves principales de la historia: en alemán la palabra para designar las pesadillas es “alptraum”, es decir, el sueño (“traum”) provocado por un demonio llamado “Alp”, una figura del folclore alemán —similar por lo demás a la de otras muchas culturas—, responsable de generar durante la noche las pesadillas. Un ser, por añadidura, provisto de claras connotaciones sexuales: se trata de un demonio masculino —“mara” es el nombre del femenino y se encarna en una yegua, también presente en el cuadro, aunque en un segundo plano y entre sombras—, cuyas víctimas asaltadas durante la noche suelen ser mujeres.
El desplazamiento del íncubo al conde, ya lo hemos visto, es representado a través del desplazamiento paralelo por parte del primero desde el interior del cuadro al fuera de campo del plano en el que Rohmer emula la pintura de Füssli, y a continuación al contraplano en el que el conde observa a la marquesa dormida. Un desplazamiento en el que los perfiles fantásticos de este personaje del folclore germánico se humanizan —aun aludiendo a ellos: es ahí donde adquiere una significación suplementaria el referido momento en que Rohmer le hace decir a la marquesa, ya finalizando la película, que el conde se transformó a su mirada de una figura angelical, que impidió que fuera violada, a la de un demonio ignominioso, que apenas unos minutos después la ultraja—, se amplían a una dimensión histórica: esa pesadilla provocada en principio por un “íncubo” invisible y prolongada por unas estructuras sociales bien visibles es la historia narrada por La marquesa de O…
La pesadilla (1781), de J.H. Füssli / La marquesa de O
VIII.
Se ha escrito mucho acerca del papel de la seducción en el cine de Rohmer. Una obra llena de personajes enamorados, antes que de otra cosa, de la propia seducción, en la que a menudo es el deseo de un hombre por conquistar a una mujer, o al contrario, el centro de sus historias. Sin embargo, más allá de esa función obvia, las implicaciones de esta noción en la obra rohmeriana son mucho más profundas: es la propia creación la que es concebida por Rohmer como un proceso de seducción, es la propia realidad, sus bellezas y sus misterios, la que ha de ser seducida por el trabajo de realización de la película: «Lo que un cineasta digno de tal nombre logra hacernos compartir no es en absoluto su admiración por los museos, sino aquella fascinación que las cosas mismas ejercen sobre él», escribió Rohmer ya en su etapa de crítico de cine. 8
El deseo de conquistar la realidad con la ficción es el propósito de todo su cine. Un abordaje, por tanto, obstinado pero indirecto, paciente, que pretende alcanzar sus propósitos por senderos tangenciales: no se trata de registrar la realidad sin adornos superfluos —no solo de eso—, sino de seducirla para vencer sus resistencias y que se descubra, que revele sus secretos más preciados, aunque sea en un destello; un acercamiento a la realidad en el que todo está encaminado al fin de «que la imagen arrebate al mundo la belleza con que se engalana».9
Entre el creador y el detective, esa figura que como hemos visto comparece subrepticiamente pero con frecuencia en su obra, y, por último, entre ambos y el seductor, no hay en realidad apenas distancias. Son los de Rohmer personajes que actúan como detectives seducidos por la propia trama que están investigando, o incluso la que ellos mismos han construido a partir de unos someros indicios, que la acechan a la espera del descubrimiento, ingenuamente convencidos de que a partir de las apariencias de la realidad podrán desvelar todos los secretos que oculta. De forma parecida a cómo, para Rohmer, “representar a los personajes en la pantalla obliga a descubrir cosas que existen y que sin ello no se habrían observado”10, o cómo para la novelista de La rodilla de Claire, de forma explícita, no se trataba de inventar nada sino de descubrir algo. Pero por supuesto no se trata solo del creador seducido por la realidad que la cámara —en el caso de Rohmer— se afana en capturar, sino del deseo paralelo de seducir al espectador, de crear para él un espacio habitable, incluso placentero, pero también un espacio misterioso: el escenario familiar pero promisorio, propicio para vivir una aventura fascinante.
IX.
Así que si con frecuencia las películas de Rohmer adoptan la estructura profunda de una novela de detectives en la que el misterio a desvelar es el de la realidad misma, de forma no menos recóndita algunos de sus filmes acaban con una muy sui generis “escena Whodunit”, como en las clásicas novelas policíacas: la revelación adopta en estos casos la forma de una suerte de éxtasis. Instante de arrebato que es, en última instancia, revelación del propio cine: “únicamente el cine puede dar la visión de esta realidad tal y como es: el ojo no lo consigue”.11 Los casos principales de estos relatos que llevan a una revelación luminosa —apenas atenuada por el hecho de que en todos ellos puedan permanecer ciertas dudas sobre los posibles matices sombríos que se ocultan bajo la revelación— son los de El rayo verde, el primer episodio de Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle y Cuento de invierno (Conte d`hiver, 1992).
Pues lo cierto es que los motivos más hondos de la fuerza que emana de estos momentos a que nos referimos provienen de que en ellos se dan a la vez el éxtasis de la naturaleza y el del cine, el de una realidad que se revela exultante y una mirada que se revela también extasiada en su contemplación, en su capacidad taumatúrgica de visibilizar lo invisible. Relatos en que las aventuras de estos buscadores incansables —usufructuando el término usado por Vladimir Propp en su clásico Morfología del cuento (1928)12— encuentran recompensa gracias a la fidelidad que mantienen a sus ideales, a su perseverancia, convirtiéndose en figuras del propio Rohmer, de una trayectoria hecha a la vez de una obsesiva fidelidad a unos principios teóricos asentados en lo fundamental durante los años 50 y un incansable afán experimental, que ahuyentó siempre lo acomodaticio, como revelan, de forma más evidente, sus audaces adaptaciones literarias.
Así pues, si algunos de los personajes rohmerianos que hemos repasado confían en que sus construcciones ficcionales lleven a respuestas ante la ambigüedad y los enigmas de la realidad, en estas otras ocasiones, como ocurre también con la Aurora de La rodilla de Clara, que espera que la realidad le proporcione un final para su novela, sus protagonistas anhelan que la realidad, y más en concreto una manifestación de la naturaleza, colme sus vacíos existenciales.
Bajo la inspiración de Julio Verne, en El rayo verde Delphine no cesa de buscar, deambula de un sitio a otro, de unos personajes a otros, en pos de colmar un vacío, de encontrar una historia, su íntima novela de aventuras. Lo único que le proporciona una precaria orientación en su deambular desnortado son unas verdes cartas del tarot que encuentra por azar en varias ocasiones, señales narrativas en un universo que en este filme, en buena medida improvisado, es particularmente digresivo, exploratorio, jalones en el interior de un territorio invadido por el tedio y el estancamiento. Unas fugaces notas musicales que puntúan estas apariciones de las cartas del tarot, elemento sonoro extraño en el universo rohmeriano, denotan la naturaleza insólita, marcada, la delineación de un camino, por muy difuso que sea, de estos momentos que apuntan a una salida del marasmo vital y narrativo de Delphine: Rohmer no dejó de insistir en que en sus películas todo es fortuito salvo el azar. Pero la señal definitiva la hallará Delphine en el momento en que escuche por la calle la historia del rayo verde, ese extraño fenómeno atmosférico por el que cuando el sol cruza el horizonte en el crepúsculo, si se dan las condiciones adecuadas, es posible contemplar un fogonazo de luz verde. Días después, acompañada por un chico al que ha conocido antes en una estación de tren, Delphine cree percibir, extasiada, la señal definitiva en la visión del anhelado rayo verde.
El rayo verde
No es extraña la “celebridad” que ha acabado adquiriendo el final de esta película, pues con probabilidad es el que mejor define el propósito que movió toda la obra de su autor y con él su visión del cine: con paciencia y fe en sus propiedades ontológicas, la cámara logrará captar un instante de verdad, tan fugaz como revelador, regalado por la realidad pero transformado en ficción, integrado con naturalidad en ella; todo el cine de Rohmer no buscó otra cosa que el milagro de que la cámara, detrás de las palabras incesantes que las más de las veces buscan ocultarnos, de los relatos que nos damos a nosotros mismos, transformados en personajes de ficción que quieren olvidarse del autor, capturara un instante luminoso que atravesara toda esta bruma.
Instantes reveladores pero fugaces, decíamos; también precarios: es conocido que Rohmer se vio obligado a tratar la imagen durante la edición del filme, pues lo que había captado la cámara no tenía la nitidez necesaria, por sí solo no era suficientemente expresivo. Años después volvió a intentarlo, durante el rodaje de Cuento de verano (Conte d`été, 1996), con la perseverancia del que trata de dejar atrás y para siempre un episodio vergonzoso; y el resultado de nuevo fue insatisfactorio. Las revelaciones en Rohmer siempre son parciales, la realidad solo desvela unos mínimos indicios de sus secretos, protegiendo celosamente las raíces de su intrínseca condición misteriosa; el mismo cineasta, a pesar de su proverbial tenacidad, fue el primero en comprobarlo.
Dos años después de El rayo verde, un momento de El amigo de mi amiga (L`ami de mon amie, 1987) es aún más explícito: una pareja pasea por una zona boscosa; en un determinado momento la muchacha mira al cielo, observa los rayos de sol atravesando la frondosidad, y de pronto se pone a llorar; por fin esta chica que, como ella misma reconoce, a menudo se bloquea, debido a su timidez, cuando está con un hombre que le gusta, rompe sus diques emocionales y comparte con el chico del que se está enamorando sus confidencias más íntimas, como nunca antes había hecho.
El amigo de mi amiga
Un año después, en Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle —una película que en su conjunto se articula alrededor de las tensiones entre hablar y callar, entre los discursos sobre la realidad y sobre el arte y, por otro lado, el recóndito carácter inefable de ambos—, la revelación, de forma insólita, se produce en el primer episodio, en forma de unos “mágicos” segundos de silencio en la naturaleza, durante la llamada “hora azul”. Frente a la aparición visual de El rayo verde —esa esquiva franja de luz—, la oscuridad y la evaporación sonora, la extinción de todo ruido, de tanta palabra superflua o engañosa, de la hora azul.
En ambos relatos, estas epifanías son resultado de la combinación de la fe y el azar, y al fin la confianza, ya no solo de sus protagonistas sino del mismo Rohmer, en la belleza de la realidad, es recompensada con un destello, con un instante de conmovedora brevedad: es decir, con ese momento de tránsito casi inaprensible entre lo visible y lo invisible —o entre lo audible y lo inaudible en el caso de “La hora azul”.
Con seguridad son estos dos los momentos climáticos, en su doble acepción, más gozosos que resultaron de la mutua seducción entre creador y realidad, entre el autor y la naturaleza, que por su parte movió la obra de Éric Rohmer. Aproximadamente diez años después de estas dos películas, todo el transcurso de Cuento de invierno se encamina hacia otra aparición, casi un milagro, hacia el reencuentro inverosímil con “el marinero” que se había evaporado por sortilegio del azar, por una serie de desafortunados y nimios acontecimientos. Cuento de invierno orbita durante casi todo su metraje alrededor de una ausencia siempre presente que por fin se hace visible. “No me gusta lo verosímil”, había dicho Félicie después de salir de una representación, precisamente, del Cuento de invierno shakespeariano, muy conmovida por la escena de la resurrección de Hermíone. La maravillada credulidad de Félicie ante la obra de Shakespeare, y la nuestra ante los milagros que al cabo esperan a algunas de las heroínas, las más persistentes, de Rohmer, se ven por fin recompensadas. Un milagro, tanto en esta como en El rayo verde, que se cifra en una visión, en la ficción —a través de Julio Verne en El rayo verde y de Shakespeare en Cuento de invierno— que por fin, felizmente, se ha hecho visible en la realidad.
X.
De forma similar, en otras películas de Rohmer nos hallamos con un descubrimiento final que nos hace ver con otros ojos la historia que se nos ha narrado o con el descubrimiento de que la historia que sus protagonistas han vivido era una pura construcción mental, que faltaba una pieza que altera por completo el dibujo final de la historia, con un giro último que recoloca toda la trama y, sobre todo, a sus protagonistas. De ahí deriva la extraordinaria fuerza de las escenas finales de películas como La carrière de Suzanne (1963), Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969), El amor después del mediodía o Las noches de la luna llena.
Pero son también numerosos los casos en la obra de Rohmer en que la historia culmina con un descubrimiento que en realidad no soluciona nada, sin ninguna otra revelación que no sea la de que no había ningún enigma que resolver o al menos no residía dónde sus personajes creían.
Recurriendo de nuevo al clásico cervantino, Rohmer se refirió con lucidez, en los inicios de su carrera, a estos desenlaces frustrados, en los que la epifanía, si se produce, es en negativo, para revelar que no había nada que revelar: «Mis protagonistas, un poco como Don Quijote, se toman por personajes de novela, pero quizás la novela no existe».13
Es lo que ocurre, por ejemplo, en Cuento de verano: su protagonista se mantiene durante toda la trama “a la espera”, aguardando en el pueblo costero en que pasa unos días de vacaciones el encuentro con la muchacha de la que está enamorado, sin siquiera estar seguro de que ella vaya a ir finalmente al pueblo. Entretanto, otras dos chicas se cruzan en su camino, pero el personaje no acaba de decidirse a seguirlas, a que la película siga esas dos posibles líneas narrativas alternativas. Por fin, la joven a la que espera aparece, solo para que el protagonista descubra que justo con ella es donde no había ninguna historia que vivir ni que narrar, así como que la vuelta atrás es imposible, que tampoco con las otras chicas ya es viable: la transparente circularidad de la narrativa de Cuento de verano —el protagonista llegando al pueblo en una barcaza y luego, en la conclusión, yéndose en esa misma barcaza— es, pues, el signo de ese fracaso al que se llega por la negativa a desviarse por otras líneas.
XI.
La escena en que Rohmer se despide del cine es la de la conclusión de El romance de Astrea y Celadón (Les amours d`Astrée et de Céladon, 2007), que no solo es una de las más poderosas y sensuales de su obra, sino también de las que mejor expresan algunas de las fuerzas que movieron su trabajo. El inicio de esta historia se encuentra en una puesta en escena, en un simulacro: para tranquilizar a sus padres, que se oponen a la relación de Celadón con Astrea, el pastor finge querer a otra muchacha. Pero Astrea acaba engañada también por las apariencias y se siente traicionada por Celadón. En la parte final de la película, reunidos los principales personajes en el castillo del druida Adamas, la recuperación de Astrea por parte de Celadón pasa de nuevo por el recurso al disfraz, por uno muy precario, más un acto retórico, un mero ejercicio de la voluntad, que un verdadero disfraz. Celadón se hace pasar por una de las hijas de Adamas, entabla amistad con Astrea y pronto se convierten en inseparables.
En la conclusión del filme, Astrea y Celadón —aún bajo el disfraz de la hija de Adamas—, al despertar ambos después de haber pasado la noche en la misma habitación, aunque en camas diferentes, se abrazan como “amigas” cada vez más íntimas, pero sin poder evitarlo de inmediato pasan a las caricias y a los besos, a una imperiosa necesidad de contacto. Hasta que al fin Astrea abre los ojos a la realidad que tiene delante e identifica a Celadón, al que creía muerto, en la fingida hija del druida. En la última escena de la obra de Rohmer, la “resurrección” de Celadón, la vitalidad que Rohmer expresó como casi ningún otro cineasta, se cifra en la superación de las apariencias a través de la sensualidad, en la capacidad de esta para traspasar lo visible y llegar a lo invisible. Astrea en realidad ha sido seducida por aquello que aún no ve, que solo vislumbra bajo la ficción que han construido Adamas y Celadón. Es entonces cuando la frágil máscara de Celadón desaparece sin que su imagen varíe lo más mínimo, el disfraz sigue estando a la vista pero ha caído de forma definitiva: lo invisible para ella se ha hecho gozosamente visible en un instante, Celadón revive a sus ojos y la obra de Rohmer, en el éxtasis de la celebración, se apaga para siempre.
El romance de Astrea y Celadón
- Pier Paolo Pasolini y Eric Rohmer, Pier Paolo Pasolini contra Éric Rohmer. Cine de poesía contra cine de prosa, Barcelona: Anagrama, 1970, p. 68. ↩
- En Éric Rohmer parle de ses films. La femme du l`aviateur (1981). Extraits de l`entretien avec Claude-Jean Philippe (1981). ↩
- Algo parecido ocurre en la segunda historia de Las citas de París (Les rendez-vous de Paris, 1995): cuando la aventura romántica de la protagonista se ve reflejada en la de su marido, su condición novelesca se esfuma, y ya deja de ser una historia que merezca ser contada e incluso vivida. ↩
- Un reflejo más, Frédéric parece la inversión del niño protagonista de un lejano corto de Rohmer, Veronique et son cancre (1958): si a este, ante la división de fracciones, le resulta imposible comprender que para dividir ha de multiplicar, acaso Frédéric comprende al final de El amor después del mediodía que multiplicando infinitamente, el resultado, como es obvio, es el de una división, el de una interminable escisión. ↩
- ¿Una alusión al teatro isabelino el nombre de este personaje dado a las maquinaciones que tan poco gustan a su amiga, que trata de alcanzar sus propósitos de alcahueta a través de una representación de la que es a la vez creadora y actriz? ↩
- Jordi Torrent, “La moral de la comedia. Entrevista con Eric Rohmer”, Casablanca, nº 19-20, julio-agosto de 1982; citado en Carlos F Heredero y Antonio Santamarina, Eric Rohmer, Madrid: Cátedra, p. 180. ↩
- Pascal Bonitzer, Décadrages (peinture et cinéma). Cahiers du cinéma/Editions de l`Etoile, Paris, 1985. Citado en Enrique Alberich: “Eric Alberich. Una mirada sobre el mundo”, Dirigido por, nº 167, marzo de 1989, p. 60. ↩
- Eric Rohmer, “Le Celluloïd et le marbre. II. Le siècle des peintres”, Cahiers du cinéma, nº 49, julio de 1955, p. 11. ↩
- Eric Rohmer, El gusto por la belleza, Barcelona: Paidós, 2000, p. 48. ↩
- Pier Paolo Pasolini y Eric Rohmer, Op. cit., p. 63. ↩
- Ibíd, p. 53. ↩
- Traducida al castellano por Editorial Fundamentos, Madrid, 1971. ↩
- Éric Rohmer, Seis cuentos morales, Barcelona: Anagrama, 1989. ↩