Escuela de rock
Postureo o realidad Por Mireia Mullor
“El rock no tiene razones, el rock no tiene rimas”. Así lo afirma el estribillo de la canción que escribe e interpreta la clase más rockera de la historia del cine. Y así es: el rock significa libertad y rebeldía, significa hacer lo que más te llena sin importar qué era lo que los demás esperaban de ti. Esa es la filosofía de todo un género musical que ahora está en horas bajas, pero que antaño fue todo un estilo de vida. Quizás sea esta la más clara conclusión a la que llega Escuela de rock, una película que es puro entretenimiento y puro amor por un género, por una época, por todo un concepto de vida.
En este sentido, el cine de Richard Linklater es pura nostalgia. En su película más reciente, Todos queremos algo, también muestra esta pasión por la música y la cultura popular, y sobre todo por una época pasada – los 80’s – en la que parece que todos seríamos más felices. O al menos esa es la sensación que busca que el espectador reciba. En este último film, desde luego, lo consigue, del mismo modo que ya hizo en 2003 con esta pequeña pieza que nos ocupa y que, sin apenas pretenderlo, ha pasado a ser una de esas grandes películas que viste de joven y con la que te encariñaste de forma instantánea. Un film que no aspira a grandes reflexiones ni planteamientos formales, pero que sin embargo tiene la valiosa capacidad de enganchar y generar empatía, pues su objetivo no es otro que el de embriagar al espectador con grandes hits del rock and roll a través de una historia desternillante y un protagonista en estado de gracia (o de demencia).
En la primera escena del film, Linklater se mueve en un plano secuencia a través de los pasillos de un club nocturno. Suena música, suena rock. Los títulos de crédito principales van apareciendo en las paredes, en los carteles de los conciertos, hasta en la espalda de alguno de los asistentes, integrados perfectamente en la escena. La cámara sigue deslizándose por entre los interiores del lugar, hasta llegar a la inmensidad de una sala principal abarrotada de gente y un grupo de cuatro chicos tocando en el escenario. Hay una clara diferencia entre ellos: tres guardan la compostura de una forma muy cool, y el cuarto en discordia se vuelve loco con su guitarra, da vueltas en el suelo cual niña de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) y se lanza sobre el público, aunque nadie le coge. Es una escena con estilo y que dibuja una imagen clara de otro de los mensajes (y críticas) de la película: la pasión contra el postureo.
Dewey Finn (Jack Black) es un hombre con una sola obsesión: el rock. Para él es toda una religión en la que él es el fanático número uno. Como suele pasar cuando sólo tienes un objeto de deseo en la vida y éste no toma forma como querrías, corres el peligro de entrar en una fase de depresión o frustración permanente. No parece ser el caso de Finn, cuya positividad de hierro le ayuda a moverse entre las rendijas de la vida para encontrar siempre un hueco donde colarse. Tras ser expulsado de ese grupo de ‘coolers’ que veíamos en la primera escena, el guitarrista aceptará un trabajo de profesor secundario haciéndose pasar por su compañero de piso, verdadero destinatario de esa oferta. Finn, hombre de cero experiencia en la enseñanza y menos ganas aún de ejercerla, deja pasar las horas hasta que se da cuenta que tiene delante una veintena de niños y niñas asombrosamente dotados para la música.
A partir de aquí, Escuela de rock contará la odisea de Dewey Finn y sus alumnos para convertirse en un grupo de rock “como los de antes” y competir en la Batalla de las Bandas, mientras intentan que ni los respectivos padres ni la directora del colegio se enteren del tema. Curiosamente, en todo este proceso, el aspirante a profesor descubrirá que tiene más dotes de los que pensaba, y consigue lo que todo docente debería: sacar lo mejor de cada uno de sus alumnos, detectar su habilidad principal y potenciarla, descubrir sus intereses y fomentarlos. Sin darse cuenta, Finn se convierte en un profesor modélico, y da toda una lección de enseñanza fuera de lo común a través de la música, terapéutica y catártica a partes iguales.
Está claro que sin él, no habría película. Y más aún diré: sin Jack Black, tampoco. ¿Quién puede superar ese aura de locura y sana demencia del actor norteamericano? No podemos imaginar a nadie más golpeando las cuerdas de una guitarra al grito de “Fuck off!”. Durante una de las primeras clases de rock en la escuela Horace Green, Linklater comienza con un plano corto de Black y se va alejando de él poco a poco, en un zoom out sencillo pero efectivo. El director aguanta el plano con firmeza, mientras el protagonista despliega todo su encanto en sus líneas de guion. Esa voluntad del director de dejar hacer a su protagonista sin intervenir con una excesiva variedad formal revela una confianza ciega en él.
En definitiva, nos queda algo claro del mensaje de Linklater: los viejos rockeros no han muerto (aunque lo parezca). En la película, el cineasta pone en escena todo su amor por una época y género concreto, para indirectamente criticar unas tendencias musicales y estéticas que nada tienen que ver ya con los grandes de la historia del rock. Los tiempos cambian, quién sabe si para mejor o para peor, pero en películas como esta se recoge una voluntad de no perder nunca de vista a los antecesores, a los que cimentaron esta filosofía de vida rockera. A principios de este siglo, cuando se rodó y estrenó el film, ya estaba en horas bajas, y lo sigue estando. El márquetin ha superado a la autenticidad, o esa es al menos una de las conclusiones que se extrapolan del film.
Además de esta audaz crítica (o, como mínimo, reproche) a los nuevos rockeros, también encontramos otro mensaje existencialista en la relación del amigo de Finn, Ned, con su novia y su trabajo, situaciones paradigmáticas de lo que ‘alguien tiene que tener para ser feliz en la vida’. En este sentido, y en todos los mencionados anteriormente, Escuela de rock es un canto a lo diferente, a los caminos propios que se crean y no a los prefabricados que se siguen como corderos. Habla de los sueños y la capacidad de no renunciar a ellos en favor de una vida convencionalmente aceptada.