Eslovaquia: mito y censura de una cinematografía

Por Liborio Barrera

La imposibilidad de concentrar en cuatro películas casi un siglo de cine rodado en el territorio de la hoy Eslovaquia, como mostró hace unos meses la Filmoteca de Extremadura, no impide que Janosik (Jaroslav Siakel, 1924); El sol en la red (Sinko v sieti, Stefan Uher, 1962); El boxeador y la muerte (Boxer a smrt, Peter Solan, 1963) y La profesora (Ucietelka, Jan Hrebejk, 2016) puedan verse como una condensación del cine en el contexto de la historia eslovaca, aun fundida a Chequia, durante la posguerra, en el nazismo y en el comunismo, y, ya independiente, tras la caída del muro de Berlín en 1989.

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A los mitos nacionales, es decir, a la identidad nacional, recurre Janosik, la primera película rodada en ese territorio, en 1921. Su interés es hoy meramente arqueológico, testimonial. Adolece de lo que tantas películas mudas: su interpretación exagerada, caricaturesca, y su simplismo moral. La exaltación de una figura real que vivió a caballo entre los siglos XVII y XVIII la convierte la película en leyenda, la de un bandido que asaltaba a los ricos y repartía entre los pobres, un héroe que Janosik proyecta “nacionalmente” en sus imágenes.

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El boxeador y la muerte y de El sol en la red constituyen indagaciones en los límites políticos de una dictadura, la plasmación de un doble juego de tensiones entre la aquiescencia a las bases culturales del estado comunista, mediante la exaltación de los valores nacionales en la lucha contra el nazismo (El boxeador y la muerte), y la tentación de quebrar este asentimiento horadando un sistema de censura hasta ese momento impenetrable (El sol en la red). El impulso que recibe ese cine resulta familiar si se piensa en la misma época y en otra dictadura, la española: basta sustituir “lucha contra el nazismo” por lucha contra el comunismo, y comunismo aquí es un término sincrético, que reduce negativamente el bando republicano a una imposible imagen definitoria. Y basta pensar en la crítica posibilista que se practica en un sistema de censura, a la que el cine somete a prueba mediante la opacidad, el hermetismo, del mismo modo que en España Carlos Saura difuminó una posible visión transparente, explícita en algunas de sus obras para formular soterradas denuncias o cuestionamientos políticos contra el franquismo.

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He aquí la sucesión de las primeras imágenes de El sol en la red: un nido con dos huevos flotando en la orilla de un río, una cabaña sobrenadando en medio del río, gente en la ciudad tomando el tranvía, un bosque de antenas de televisión en lo alto de bloques de viviendas, en uno de los cuales un joven escucha música de una radio, unos niños jugando en la calle a la rayuela, un hombre gordo saliendo de un edificio con una silla de madera al hombro, los niños alineándose en el muro de un edificio para mirar el sol de frente con los ojos cerrados, el joven que escucha música hablando con una joven en la azotea, a la que le hace una foto: la imagen se congela; otras dos más muestran a un hombre llegando a la casa flotante del río…

 Eslovaquia 1

La inminencia de un eclipse cohesiona las secuencias objetivas, que simultáneamente el eclipse vela. ¿Qué significa este en una película que enseguida va a describir el viaje de un joven de ciudad al campo en una sociedad comunista en un proceso de cambio a principios de los años sesenta? Aquí exhibe Stephan Uher una oscuridad que parece enmascarar la realidad objetiva de las imágenes y que el director abandona casi totalmente a los veinte minutos de película.

La presencia del eclipse exige una interpretación, porque la literalidad de ese momento no basta por sí misma, como subrayan los diálogos: “Donde antes brillaba el sol, ahora está oscuro. Solo queda una pequeña parte, pero no calienta mucho”, le comenta un hijo a su madre ciega. “¿Cómo es el cielo?”, le pregunta ella. “Violeta, y luego rojo, y también azul oscuro”, le contesta inventando aquello que no ve. Aviones a reacción cruzan el cielo. “Ver juntos, mentir juntos”, afirma el joven que escucha música en la azotea.

Uher muestra, así lo interpretas, una sociedad que vive a ciegas en una dictadura: una sociedad justamente eclipsada, que no ve la realidad sino otra proyectada más allá de su alcance: el cielo en su variedad de colores (invisibles en la película, que está rodada en blanco y negro), las estrellas que brillan: la, por decirlo así, realidad real, no el lugar oscuro en el que subsisten sus habitantes. Y la fronda de antenas que saturan el horizonte de la cima de los edificios apunta a la realidad creada por el Estado y difundida por la televisión.

Pero Uher arrincona a los veinte minutos este simbólico subrayado político y abre la película hacia otro espacio más visible, real, en el que lo político reaparece dentro del relato de una forma natural.

La película adquiere el tono generacional que expresa el relevo de mentalidades que el cine llevaba mostrando desde los años 50: la pujanza del inconformismo juvenil que define la adolescencia como un tiempo propio, encapsulado sentimentalmente; la separación cultural de la época de los padres, cuya posición “institucional” (en el trabajo, en el hogar, entre sus semejantes) rechazan los hijos.

Es la misma desviación “histórica” que Martín Patino abordó en Nueve cartas a Berta. Uher imagina a un joven aficionado a la fotografía, que como el personaje de Emilio Gutiérrez Caba en la película de Patino, monologa sobre su vida y sus relaciones. El joven abandona la ciudad en verano para trabajar en el campo durante la época de cosecha, una actividad pública regulada por el Estado que atrae a otros jóvenes urbanos. Allí conoce y sale con una joven y se amista con un anciano, ajeno al orden institucional del partido (comunista).

Uher no elude cierta crítica política a la estructura inflexible de los grupos de trabajo ni a la forma de vida rural, regulada por las estaciones y la planificación estatal inflexible: el trabajo carece del sentido de misión constructiva de una nueva sociedad; esa sociedad ya está configurada, y lo que se ve es cómo el trabajo se ha convertido en una rutina fatigosa, antipolítica, anestesiante, cuyo único ocio es el alcohol que circula con profusión en el bar, un alcohol, por formularlo en términos del presente, exclusivamente masculino. Aun así, el joven idealiza aquel momento de fugacidad del amor y de la amistad, y se resiste, vanamente, a regresar a la ciudad.

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Tu preferencia por El boxeador y la muerte sobre El sol en la red tiene menos que ver con el compromiso político de ambas (complaciente con el comunismo en la primera, crítico contra la dictadura en la segunda) que con el logro estético de El boxeador y la muerte, frente a los parciales fracasos de El sol en la red en su alambicada operación de hacer emerger de entre sus imágenes un “mensaje” acusatorio de un estado de cosas, difícilmente interpretable.

 Eslovaquia 2

La evocación patriótica de la lucha contra el nazismo atraviesa el cine de las dictaduras del Este en los años cincuenta y sesenta. El patriotismo es colectivo: masas solidarias, cuyos componentes individuales sacrifican sus fugaces pretensiones personales en favor del grupo. No hay salvación fuera del universo de los trabajadores, de las clases obreras, populares. Los actos solitarios de esa lucha (la de los partisanos, la de los campesinos, la de los artesanos, como en El boxeador y la muerte) solo pueden entenderse como teselas del mosaico (del mosaico comunista de superación de clases) que dibuja la sociedad igualitaria, en la que sus habitantes poseen el mismo valor, los mismos valores.

Peter Solan comprime ese universo de desiguales iguales en un campo de concentración nazi durante la guerra y concibe un “héroe” de la causa colectiva en la figura de un condenado a muerte, al que el comandante del campo salva la vida cuando se entera de que tiene ciertas habilidades como boxeador. El comandante es un fanático de este deporte y encuentra en el preso un sparring a su altura para ejercitarse después de extenuantes e infructuosos entrenamientos.

Solan tira tenuemente del hilo de Las mil y una noches: como Sherezade, el prisionero ganará días de vida si mantiene su hechizo como luchador. Solo tendrá que aguantar en el ring un combate perdedor tras otro sin delatar su superioridad, pues Solan muestra que podría derribar a su oponente en un único asalto.

En el campo, un grupo de prisioneros prepara una fuga y utiliza al boxeador, al que el comandante permite salir con él en sus entrenamientos del recinto electrificado, para contactar con un campesino que les ayude en la escapada.

La inteligencia de Solan consiste en postergar el “mensaje”, que hace pasar la película por la ortodoxia requerida por la dictadura, al modo en que El inquilino, de Nieves Conde, o La vida alrededor, de Fernán Gómez dilataban los suyos. La parcial amabilidad de ambas, su comicidad satírica asumible por la censura se quebraron en finales prohibidos o rehechos por la censura. En El boxeador y la muerte, el modo de operar es inverso: Solan deja a un lado toda hagiografía comunista al plantear el relato de un único individuo que solo quiere salvar su vida, no atender a las reclamaciones ideológicas de sus compañeros de prisión, que consideran inaceptables los privilegios que ha obtenido el boxeador en su nueva condición.

La “claudicación” de Solan llega en la última escena, cuando tras convencer al comandante de que si le vence en el último combate, le dejará libre, lo que finalmente ocurre, el preso adquiere súbitamente conciencia política y decide regresar al campo: no puede salvarse solo él; o se salvan todos o mueren todos.

 Eslovaquia 3

Uno puede dejar de lado esta recaída de Solan, el “pecado” del proselitismo político, y admirar toda la película con su juego de tensiones, de suspense, de desmitificación de una personalidad nazi, de observación distanciada de la relación entre dos hombres al que el boxeo paradójicamente humaniza, como si la guerra hubiera quedado suspendida, como si las condiciones identitarias de ambos, aquí las de víctima y verdugo, hubieran desaparecido y solo quedara el mudo diálogo de un combate deportivo. Entendiéndolo así, puede entenderse la liberación del boxeador. Y cuando esto ocurre, la película sobresale por encima de sus constricciones.

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Qué desolador cerrar con La profesora, una fábula inocua que revisa la dictadura en los años ochenta. Su existencia, a diferencia del cine rumano, constata, si se la puede tomar como referencia, lo perdido en cierto cine centroeuropeo en pocas décadas y atestigua una homogeneización “industrial”, una falta de conflicto en los temas y en las imágenes.

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