Euphoria, 2ª Temporada

Una región moral Por Javier Acevedo Nieto

Sucede que los ojos agujerean la habitación para esconderse. Las lágrimas nacen muertas porque la otra persona ya es otra: cuando deja de vivir dentro de uno mismo y recobra esa maldita vida ajena. Es ahora una imagen no de la existencia, sino de la realidad. Sucede que en los ojos de Jules se proyectan los recuerdos de/con Rue. Rue aún no es otra y Jules puede reconocerse en la persona que quiere. Las imágenes juntas duelen porque todavía existen y porque, dolorosa verdad, no va a haber otra Rue. Quizá haya otro amor, otras lágrimas, otras personas; sin embargo, ninguna de ellas será Rue.

El segundo episodio especial de Euphoria (Sam Levinson, 2019) dedicado a Jules abre con esos ojos en los que se ¿reflejan? los recuerdos mientras Liability de Lorde insinúa que Jules es el tipo de persona que, de tanto amar, ya no sabe qué hacer con el amor. No, los recuerdos no se reflejan en sus ojos; más bien nacen en sus ojos porque es cansado trazar mil y una metáforas sobre la visión/la mirada para no decir nada. También es agotador racionalizar el amor cuando lo único que apetece es perder el control y, sin embargo, nunca se termina de perder. Porque Jules ansía reconocerse en los ojos de Rue y, como todo ser adolescente, no tiene ni idea de quién es exactamente. Quizá lo sepa, pero siempre hay algo de descanso del alma, de suave respingo de esa ansiedad que hace pequeñito el pecho en el instante en el que el nuestro Otro nos mira y podemos vernos, (por fin) vernos.

Reconocerse en la otra para no mirarse a una misma. Rue se odia a sí misma y espera que todos la odien para que su odio esté perfectamente justificado; sin embargo, cuando ve a Jules en el primer episodio de la nueva temporada hay algo de revelación divina, de pequeño éxtasis sentimental. Rue podrá consumir, ser adicta y seguir odiándose; porque el odio es igual de fuerte que el amor; porque expulsar a quien nos ama es la mejor forma de controlar ese relato del que tanto dependemos: de tanto odiarnos, nadie más nos hará daño. Sucede también que Cassie quiere verse reflejada en Nate, que Nate quiere verse reflejado en su padre y que la (simbólica) muerte de este le deja huérfano de odio. Sucede que Kat no quiere verse reflejada en todo el heterosexismo, pero al mismo tiempo se odia por no encajar ahí. ¿Y Maddy y Lexi? Sucede que quieren verse reflejadas en si mismas porque no se odian y, pese a ello, no tienen ni idea de quiénes son.

Euphoria

¿Qué queda en estos destellos rotos de reflejos en sombras unifamiliares y ropa sintética? Que Euphoria interesa porque revela la existencia y no la realidad; una existencia que cristaliza en todas las posibilidades que serán o no, mientras que la realidad es un horizonte que se encoge cada vez que intentamos volver a él. Quizá la audiovisualidad teen, la especificidad audiovisual de la ficción adolescente sea esa: voces enunciadoras que, desde la ficción de las palabras, nos hablan de la posibilidad real de nuestras emociones. Por eso duele ver el odio de Rue, el amor inabarcable de Jules, la inteligencia irrefrenable de Lexi. Porque son personajes que, por suerte, escapan a su autor real para construir su propio estatuto de la ficción: ser adolescente ficticio es construir un mundo representado cuya referencialidad imaginaria/ficcional/posible está tan alejada de nuestra comunidad sociocultural que, extrañamente, parece tan familiar como deseable.

Lexi y Fezco ven Cuenta conmigo (Stand by Me, Rob Reiner, 1986) y lloran porque saben que el fin de todas nuestras etapas viene así: te das cuenta cuando ya no estás ahí. Vi la película de Reiner hace muchos años y no quiero volver a verla. Prometí que la vería con alguien y sé que, si la veo solo, no será esa película. Pasarán los años y seguiré echando de menos esa película o, mejor dicho, el secreto simulacro de emociones que recrearé en mi soledad pensando en lo que habría sido ver esa película con esa persona. Cuando veo a Lexi y Fezco llorar, por un instante atisbo la película que me niego a ver: es entonces cuando me reconozco en la ficción, quizá porque lo necesito. También sé que si me hago reconocible en esas imágenes la vida se vuelve un poco más insoportable. Ellos cantan y se cogen tímidamente de la mano en uno de esos momentos en los que Sam Levinson, tras sus malabares dramáticos, parece encontrar el fragmento exacto de la existencia en la que algunos querríamos tener una posibilidad. Es un momento límite en el que, finalmente, no pasa nada más que todas las emociones que nunca se contarán. Es, también, una de esas dentelladas de revelación adolescente que, si mal no recuerdo, abundaban en la película de Reiner. Dentellada tan inconsciente como morder de placer a la persona que quieres/un gesto infantil fuera de su tiempo que se siente puro devenir de cariño. Dentellada que ilustra la experiencia liminal, que no límite, de la experiencia.

Euphoria

A todos nos gusta imaginarnos mirando el vacío de nuestra existencia y queriendo pensar que estamos al límite y, todo lo contrario, lo difícil en la vida es caer al vacío porque siempre hay algún tipo de red de seguridad que, de manera cruel y un poco sádica, nos mantiene en el filo más sensible de todos nuestros sentimientos. Precisamente, porque nunca terminamos de caer, queremos caer. Y de eso va un poco Euphoria, creo. De construir una autoetnografía de personajes ficticios cuyas vidas ficcionales permiten extraer un sentido de su existencia, no solo describirla. Disculpen que navegue por esquirlas audiovisuales de la serie, pero realmente he tenido que obligarme a escribir este texto. No creo en la empatía o en la identificación con la ficción o, mejor dicho, sé los mecanismos que emplea la ficción —pueden googlear conceptos como Efecto Barnum, transporte narrativo o Teoría de Cognición Social y Bandura—, pero llegados a este punto me interesa muy poco cómo Sam Levinson manipula a sus personajes y cómo sus imágenes me manipulan: quiero ver adolescentes viviendo vidas que nunca viví, ni vivo ni viviré.

Quizá porque lo tierno de la adolescencia es que es un tiempo tan absoluto que, cuando lo habitamos, nunca pensamos en él como presente: es pura temporalidad que inunda nuestro pasado —¿por qué ya no soy aquel niño? —, nuestro presente —¿por qué no soy feliz? — y nuestro futuro —¿por qué voy a ser así? —. He leído críticas que cuestionan, entre la sorpresa y la incomprensión, el hecho de que los personajes de Euphoria se pregunten por su brújula moral, cuestionando si son buenas personas o no. Pienso que no hay nada más adolescente que la moral, a lo mejor porque la juventud es el tiempo donde las lágrimas se cortan con las cuchillas de los dedos: donde la emoción y el gesto están dislocados y desincronizados. Se hace lo que nunca se piensa, se piensa lo que nunca se hace; de esa contradicción brota una moral en formación que no deja de cuestionarse. Por eso Rue busca el perdón, por eso Cassie experimenta culpabilidad y por eso Nate se reafirma en su violencia.

Euphoria

Retomo a Néstor Perlongher cuando, al recuperar el concepto de región moral, relacionaba la construcción del espacio urbano con zonas de concentración de vida nocturna, de “regiones morales” en las que el deseo homosexual se situaba en lo periférico porque no era algo tolerable en los centros urbanos. Si psicologizo este concepto, la adolescencia es una periferia moral que cuestiona su deseo suburbano frente a ese centro de la vida adulta tan hipócrita como pragmático. Rue busca el perdón a sabiendas de que su moral es tan incomprensible, tan alejada de ese centro moral adulto, que debe reintegrarse. No hablemos de Jules, cuya experiencia queer es, acaso, la mayor desviación del centro moral adulto, pero cuya vivencia es tan consciente de su componente underground y de su deseo periférico que termina por ocupar su propia región moral. Así, Euphoria es una adolescencia que, a pesar de lo que pensemos los ya adultos, opera en una región moral la cual, naturalmente, nos parece lejana porque somos demasiado hipócritas para salir de nuestro centro. Sam Levinson sacraliza esa región, la estiliza hasta convertirla en un espacio de ficción tan irreductible e intraspasable a otras categorías horrendas de la ficción —véase lo “real”, lo “sincero”, lo “auténtico”— que se siente una región en la que uno podría reconciliarse con la ficción de la juventud que se negó a sí mismo.

Porque en un mundo real donde todos nos creemos víctimas, el perdón parece una categoría residual. Sin embargo, en un mundo ficticio donde sus personajes se reconocen agresores y víctimas, el perdón es una categoría necesaria. Es disruptivo cuando la ficción parece tanto más cercana que la realidad ya que para quienes hemos mentido, cometido errores y victimizado, el perdón se convierte en una fe en la desesperanza: no esperamos nunca el perdón ni la redención posterior y, pese a ello, es esa falta de fe la que nos hace esperar que quizá todo cambie. Es ese uno de mis puntos favoritos de Euphoria: el lenguaje de Sam Levinson es teatral, gestual y estilizado, quiere eternizar a esos personajes hasta erigirlos en arquetipos de juventud, como la (mala) ficción teen; por el contrario, el lenguaje de sus personajes es transitorio, efímero y compartido, quiere hacer un mundo en el que la dignidad se alcance mediante la emancipación de todas esas cosas que se supone deberían ser para siempre. Probablemente, por eso la serie se entiende y se decodifica mucho mejor desde lo marginal y lo residual, desde su peritexto —el envoltorio musical casi más comentado que las formas visuales mestizas de Levinson— y su epitexto —el paratexto en forma de reacciones en redes y transformaciones semánticas online—. Sin ser un experto en audiovisual teen, pienso que la condición de fenómeno se da cuando la audiencia se reapropia del texto y construye el código privado y esotérico descrito por Sontag con el que se construyen símbolos de identidad a partir del amor a lo no natural.

No tengo más que decir. Pienso en el instante en el que Rue ve a Jules y crucifica todas sus penas. Es tremendamente exagerado y estúpido, pero revela todos esos procesos de sufrimiento que atravesamos sin que tengan ningún sentido. Supongo que hay que pasarlos y no tendrán significado alguno. Es un extraño juego de identidades en la que parece que queramos superar nuestra tristeza para demostrar a alguien o algo que estamos bien, aunque no lo estemos. Euphoria condensa todas esas posibilidades que quizá vivimos, estamos viviendo o viviremos: no es una identificación, sino una proyección que nos aleja de lo que está demasiado cerca. Llegará el día en el que esos momentos en los que estábamos piel con piel con nuestras emociones, latido a latido con la tristeza —¿o era felicidad? — dejen de ser un sueño del que no sepamos cuándo nos dormimos. El mal recuerdo despertará y todo eso ya será Otra cosa. Volveremos a nuestra región moral y acudiremos a este tipo de ficciones como horizonte mítico. Es tan ridículo que avergüenza leerlo, pero la alternativa es la que es. Sucede que la mirada se hace vieja, otro año más, y el mundo parece cada vez más pequeño, por eso me gusta perderme en quienes todavía creen que es grande: una anticreencia, una fe en la desesperanza.

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