Expediente Warren: The Conjuring
Los vehículos del mal Por Marco Antonio Núñez
1. Expediente Warren: The Conjuring
Mediada la película, cuando ya el matrimonio Warren acompañado por un cámara y un agente de la policía local, se instala en casa de los Perron con el fin de recabar pruebas de la actividad demoníaca, y conseguir así que la Iglesia autorice el exorcismo de rigor que ponga fin a la misma, hay un momento en el que una puerta comienza a abrirse lentamente, haciendo que todos, personajes y espectadores, contengamos la respiración por un instante ante la irrupción de un fenómeno preternatural, la enésima perturbación diabólica que viene a removernos el ánimo, pero no se trata más que del mencionado agente saliendo del baño, blanco muy a su pesar de nuestra atención excitada.
Bien, en esta anécdota que introduce un punto de distensión y solicita una sonrisa bien merecida, se cifra el sentido entero del film como un juego brillante, que aunque en el caso citado, frustra nuestras previsiones, es la honrosa excepción a la norma del susto, el sobresalto, el bote en el asiento que no podemos evitar por más que aguardemos prevenidos.
Después de la entrada de James Wan por la puerta grande del sobrenatural con Insidious (2010) de la mano de Jason Blum, uno de los principales responsables de la buena salud del género -entre otras de su factoría Blumhouse ha salido la divertidísima serie de Paranormal Activity (2007, 2010, 2011, 2012; Oren Peli, Tod Williams, Henry Joost y Ariel Schuldman) y la soberbia Sinister (Scott Derrickson, 2012) -, y ya con su capítulo segundo acribillando a gritos las salas durante el puente de Halloween, el malayo nos trajo Expediente Warren: The Conjuring, ahora bajo el sello de la mítica New Line Cinema.
La historia parte de las investigaciones reales del matrimonio Warren, Ed (Patrick Wilson) y Lorraine (Vera Farmiga), pareja mítica entre los aficionados a lo paranormal al ser de los primeros «cazafantasmas» en servirse de la tecnología para registrar fenómenos extraños, en el hogar de los Perron (Lili Taylor y Ron Livingston).
Las comparaciones con Insidious se imponen. Lo que allí era un esbozo, un brillante balbuceo que se ahogaba en un prurito fallido de originalidad, se convierte en un grito sostenido durante 110 minutos. Discurriendo por cauces más trillados, cierto es, pero también más seguros, abrazado a una estética menos personal pero más eficaz, infla las premisas de aquella, y asumiendo con descaro juvenil su naturaleza lúdica, Wan alcanza la perfección de la fórmula.
Una vez más, los demonios acompañan a las personas en vez de domiciliarse en los espacios, como venía siendo habitual en las historias de encantamientos. Una vez más, la familia es el ámbito más propicio para que los ministros del mal ejecuten sus diabólicas maquinaciones. Si en Insidious era la herencia del padre el desencadenante, ahora será la madre el brazo ejecutor del diablo.
Premisa nada tranquilizadora pero que responde de forma lúcida a una evidencia, la familia es el entorno donde tienen lugar la mayor parte de los actos violentos y abusos, y por ello, se ha configurado dramáticamente en referente idóneo del género desde la fundacional El resplandor (The Shinning, Stanley Kubrick, 1980).
Nada nuevo, dirán los más puntillosos, y dirán bien, pero al autor de Saw (2004) no le preocupa ser original, sino emular a sus modelos. Además tanto Freud como la Biblia hablan ya del deseo recíproco de padres e hijos por matarse, y el fantástico siempre se ha mostrado atento a interpretar y conjurar las tensiones que incuba la convivencia, explicitarlas bajo el ropaje de lo insólito, hacérnoslas familiares, comprensibles. El infierno son los otros.
2. Expediente Warren: The Conjuring. Let’s play.
El juego se configura como motivo formal, temático y estructural de Expediente Warren: The Conjuring. El ya antológico clap-hands al que juegan los personajes, propiciador una de sus mejores secuencias film, cifra su sentido narrativo. Como en el citado juego, el espectador se mueve a ciegas por una geografía parcialmente conocida a lo largo de la cual recibe señales de origen parcialmente desconocido, tramposos indicios, que no por ello dejan de responder a sus demandas al conducirlo hacia el peligro previsible: el susto.
La actitud lúdica de Wan reitera la de su demonio burlón, Expediente Warren: The Conjuring es una obra maestra del susto, dicho sin el menor atisbo de menosprecio, muy al contrario.
Los juguetes son el punto de partida de la historia. La célebre muñeca Annabel, gran icono de la película y del propio género en la presente década, me atrevería a asegurar, y la caja de música, objeto argumentalmente más relevante por cuanto es el desencadenante de la acción, aunque de menor presencia, son los vehículos del mal. Al socaire de su inocencia y naturaleza inerme, criaturas infernarles aguardan a su huésped. Objetos malditos que explicitan y validan la célebre máxima, lo que posees, te posee. En su atractivo reside el peligro.
Podríamos aventurar que el film se constituye por ello en una mordaz alegoría y un severo correctivo al afán desmedido de poseer bienes materiales y la avaricia que subyace a la economía de libre mercado, como sendos modos de vender el alma al diablo. La propiedad es una variedad de la alienación.
Wan es un francotirador que con una destreza excepcional, sabe tener a la audiencia en el sitio que él quiere en cada punto del desarrollo de la trama del filme, mide los efectos con preciso calibre para calcular las reacciones del respetable, y con milimétrica precisión alcanza con monótona rutina, el blanco. Habría que remontarse a Poltergeist (Tobe Hopper, 1982), obra apócrifa de, ni más ni menos que, Steven Spielberg, para hallar en el género un ejemplo igual de destreza narrativa y sentido del espectáculo.
Mucho se ha insistido en las referencias de Wan al cine de terror de los 70. En la misma línea pedantesca de localizar influencias e intertextos, podríamos reparar tanto a nivel argumental como estético y visual, en infinidad de préstamos y robos, ecos y referencias. Tarea ociosa, sólo válida para una cierta exhibición erudita del crítico e inflar lo obvio.
Y lo obvio es que Wan, en correspondencia con el tiempo que le ha tocado vivir, elabora materiales ajenos con brillantez , imita voces con virtuosismo, sin pagar por ello peaje alguno a la tradición bajo ninguna variedad de nostalgia, y en un diálogo más que fructífero con otras filmografías contemporáneas, como las de Rob Zombie, Ti West o Scott Derrickson.
El film se cierra con una sorprendente apelación a la libertad intrínseca del ser humano que por tanto reduce la intervención del demonio a la de mero tentador, propiciador de elecciones erradas, pero nunca agente substancial del mal. Y digo sorprendente porque en los últimos tiempos en los que la presencia del maligno y sus ministros, íncubos y súcubos, ha menudeado como no ocurría desde hace cuatro décadas, apelar al libre albedrío en la conclusión de un film de terror, y por tanto a la responsabilidad personal, evidencia la madurez que ha alcanzado un género que por fin ha adquirido la carta de nobleza que durante tanto tiempo se le ha negado.